Prólogo

Mujeres transatlánticas en mis libros

Transatlantic women in my books

María Rosa María Rosa Lojo *
Universidad del Salvador, Argentina

El hilo de la fábula

Universidad Nacional del Litoral, Argentina

ISSN: 1667-7900

ISSN-e: 2362-5651

Periodicidad: Semestral

vol. 21, núm. 26, e0041, 2023

revistaelhilodelafabula@fhuc.unl.edu.ar

Recepción: 01 Noviembre 2023

Aprobación: 07 Noviembre 2023



DOI: https://doi.org/10.14409/hf.2023.26.e0041

Resumen: María Rosa Lojo analiza aquí los diferentes tipos de viajes transoceánicos, que cumplen los personajes femeninos de sus obras. Mujeres políticas, intelectuales, artistas o, simplemente, mujeres comunes; emigrantes, exiliadas o turistas que exploran otra realidad, siempre son de algún modo extranjeras en un mundo manejado por hombres, al que miran desde otra perspectiva. Manuela Rosas, Eduarda Mansilla, Victoria Ocampo son algunos de los personajes históricos recreados en estas novelas, junto a otras mujeres completamente ficticias. En ellas se combinan la audacia para dar el gran salto al otro lado sin perder la memoria, y la continuidad de un legado femenino creativo.

Palabras clave: María Rosa Lojo, mujeres migrantes, mirada extranjera.

Abstract: María Rosa Lojo analyzes here the different kinds of transoceanic trips accomplished by the feminine characters in her books. Politician women, intellectuals, artists, or just ordinary women; exiled, migrant or tourist women who explore another reality, they are always in some way foreigners within a world managed by men, which they look at from another perspective. Manuela Rosas, Eduarda Mansilla, Victoria Ocampo, are some of the historical characters recreated in these novels, along with other wholly fictional women characters. In them the bravery needed to make the leap towards the other side without losing one’s memory is reunited with the continuity of a creative women’s legacy.

Keywords: María Rosa Lojo, migrant women, foreigner perspective.

No es la primera vez que recibo por parte de Adriana Crolla una invitación interesante y estimulante. De no ser por ella varios de mis ensayos no existirían. Trabajos como “Traducción y reescritura. A propósito de Finisterre” (Lojo, 2006), o “Figuras de la migración. De la emigración al exilio, del nomadismo al cautiverio, entre corredores y finisterres” (Lojo, 2018a), nacieron a partir de sus convocatorias. Este ciclo de “Escrituras y lecturas migrantes” continúa y renueva el interés de las invitaciones anteriores.

Con respecto al tema específico que ahora me ocupa, puedo decir que, de libro en libro he ido construyendo una galería de mujeres migrantes, y que estos personajes tienen una particular recurrencia e intensidad en mis novelas. No es que no haya en ellas migrantes masculinos. Quizás el más significativo de ellos es el erudito napolitano Pietro de Angelis, coprotagonista de La princesa federal (1998). Y desde luego, también lo es de alguna manera Lucio V. Mansilla, más viajero, turista y explorador que migrante, pero que, como su prima Manuela Rosas y su tío Juan Manuel de Rosas, pasó la última etapa de su vida y murió fuera de la Argentina. Pero las mujeres abundan más, ocupan mucho espacio en mi ficción.

Más allá del género sexual y textual, me gusta en particular, como escritora, la idea de desplazar personajes, porque ese tránsito desnaturaliza la percepción de lo habitual. Siempre me fascinó esa frase luminosa de Vladimir Shklovski, el formalista ruso que define al arte como la desautomatización de la percepción. En las novelas que hablan sobre la historia y la cultura, que se centran en las búsquedas de identidad, lo que llamo ‘la mirada extranjera’ nos permite una perspectiva que de otro modo no tendríamos. Nos descentra del mundo donde vivimos cómodos, de nuestro mundo, en el que ni siquiera nos damos cuenta de todo aquello que es construido y no simplemente dado y natural. Pero eso lo puede notar, justamente, alguien que viene de afuera, alguien que percibe la extrañeza, la artificialidad cultural que nosotros no vemos. He ido desarrollando este tipo de mirada de libro en libro, bien a través de personajes extranjeros que llegan a la Argentina, o de argentinas y argentinos que viajan hacia el exterior. En todos los casos eso conduce a descubrimientos, no solo del otro lado al cual se llega, sino que produce auto-revelaciones, descubrimientos del ser que viaja, acerca de sí mismo, de sí misma.

Si pienso en las mujeres que cruzan el Atlántico, hay varios modelos de viaje. Algunos son solo de ida: de Europa a la Argentina, o viceversa. En La pasión de los nómades (1994), que es una novela de viajeros, Lucio V. Mansilla, el que fue a conocer a los indios ranqueles de la pampa central en 1870, vuelve como un fantasma por su viejo camino a fines del siglo XX. ¿Por qué puede rehacer este camino? Porque se encuentra con una migrante, que proviene de un mundo sobrenatural cruzado con la historia: Rosaura dos Carballos, un hada gallega, sobrina del mago Merlín. Se trata desde ya de una novela poco convencional, con un contrato mixto de escritura. Pampa Arán la describió como un ‘fantasy’ histórico ya que tiene los dos elementos (Arán, 2002). Rosaura es un personaje inventado por mí, pero que se enmarca en una saga mitológico-literaria gallega: la de Álvaro Cunqueiro, que reelaboró la materia de Bretaña, la fantasía celta, y trasladó el ciclo artúrico de Bretaña a Galicia, dados los vínculos culturales entre ambos espacios. Lo hizo en su novela Merlín e familia (1955), donde imagina que Merlín, el gran mago de la Tabla Redonda, decide instalarse en Galicia en su vejez, al heredar el pazo (o palacio rural), de una tía gallega. Ahí suceden cosas extraordinarias, pero totalmente naturalizadas en la peculiar estética de Cunqueiro, que quizá, como decía la escritora y periodista María Esther Vázquez, inventó el realismo mágico antes que Gabriel García Márquez. Esa familiaridad con un más allá que se manifiesta en el más acá, con todos los otros mundos que hay dentro de este, es probablemente un elemento axial, constitutivo, de la imaginación gallega, compartido por sus grandes autores, desde Valle Inclán a Castelao. En La pasión de los nómades, Rosaura y Merlín deciden viajar a la Argentina (sobre todo por presión de Rosaura) y confluyen, en algún momento del camino de Mansilla, con seres de la mitología local, mapuche-ranquel.

En La princesa federal, Manuela Rosas, después de pasar su juventud en la Argentina, emigra a Inglaterra pero lo hace empujada por el exilio político. Exilio y emigración están muy conectados en mis libros. A veces en la misma persona, a veces no, pero se entrelazan estrechamente. Manuela, con todo, se adapta al nuevo medio, donde tiene a sus dos hijos, y ya no vuelve a vivir en la Argentina, aunque hace un viaje del que no llega a desembarcar, ante la hostilidad que existe contra su padre.

En otros libros míos las mujeres van y vuelven, como sucede en dos novelas, bastante relacionadas entre sí. Por un lado, Una mujer de fin de siglo (1999), sobre la escritora Eduarda Mansilla, hermana de Lucio. Su arte de tapa, como el de la edición bolsillo de La pasión de los nómades, es obra de Juan Pablo Cambariere, que sabe interpretar los aspectos transgresores, diferentes, innovadores, de los dos hermanos: Lucio está subido a una especie de caballo de juguete que en vez de patas tiene ruedas de bicicleta, y Eduarda en el lugar de la cabeza lleva una galera masculina (como la de la francesa George Sand) suspendida sobre el vestido. La otra novela es Las libres del Sur. Una novela sobre Victoria Ocampo (2004), en cuya tapa vemos una fotografía de Victoria, joven, que responde a esa década de su vida (entre sus treinta y sus cuarenta años), de la que se ocupa el libro. Este no traza su recorrido biográfico completo sino que se centra en su etapa de formación y termina cuando ella se decide a fundar la revista Sur.

Eduarda es sin duda una gran viajera, si bien una viajera forzada sobre todo por el trabajo de su marido, el diplomático Manuel Rafael García Aguirre. La mayor parte de su vida se le va fuera de la Argentina: se trasladan primero a Europa, luego a Estados Unidos de Norteamérica, a Europa otra vez, nuevamente a Estados Unidos y después a Europa. Hasta que en un momento de plena madurez para aquella época (los cuarenta y cinco años de una matrona) decide regresar a la Argentina, reencontrarse con la tierra natal, su familia de origen, su madre. En principio, según lo verificamos en investigaciones posteriores con mi equipo de trabajo académico, iba a venir con su marido, pero este queda retenido en Europa por razones laborales. También comprobamos que la acompañan sus dos hijos menores, Eduardo y Carlitos.[1] Finalmente se queda en Buenos Aires casi cinco años, mientras permanecen en Europa dos hijos mayores de edad: Manuel y Eda, ya casada, y otros dos, aún niños, que estudian en una escuela jesuita de Vannes, bajo la supervisión de su hermana. Ese lustro vivido en la Argentina debió de dejar huellas en la relación de Eduarda con todo el grupo familiar y con su marido en particular. No vuelven a vivir juntos cuando ella regresa. Eduarda no muere en Europa, donde sí fallece en cambio su marido Manuel Rafael. Un tiempo después de enviudar, ella retorna a la Argentina definitivamente. Esta mujer de mundo, cultísima, políglota, escritora bilingüe en francés y castellano, mantiene siempre, sin embargo, la mirada puesta sobre su patria. Su objetivo central sigue siendo tener impacto y reconocimiento en su país de nacimiento, y a ello dedica los cinco años pasados con sus hijos menores en Buenos Aires, en los que sostiene un intenso ritmo de actividad y publica casi frenéticamente obra tras obra. Es la única escritora que logra entrar con sus producciones en los diarios de interés general y trasciende los medios gráficos destinados al público femenino. Justamente por eso una de sus últimas voluntades despierta una gran incógnita. Pese a haber luchado tanto para darse a conocer como artista integral (fue también una compositora musical pionera) deja a sus hijos la instrucción de no reeditar sus obras.

Pasemos a Victoria Ocampo, otro vástago de la clase alta argentina. No es casual esa frecuente pertenencia de clase de las escritoras, ya que se requería, para serlo, un grado de educación (así fuera informal) al que la mayor parte de las mujeres no podían acceder. Aunque en la infancia de Ocampo ya había una ley de educación pública y comenzaban a existir las primeras universitarias, Victoria se educa con institutrices, en el exclusivo gineceo de la llamada “clase patricia” argentina, interesada en la cultura. Adquiere así una formación no sistemática pero refinada, en idiomas, en música, en literatura. Su primer viaje a Europa lo hace con sus padres, siendo aún muy joven. La clase alta miraba hacia Europa como referente y para Victoria allí estará durante mucho tiempo el horizonte de su deseo. Pero también se encontrará con el ápice de su desengaño, y esto se narra en mi novela. En otro de sus viajes, ya como adulta, cuando se ha empezado a convertir en mecenas, tiene un desencuentro traumático con el que será uno de sus primeros invitados: el conde Hermann von Keyserling, un filósofo báltico de lengua alemana, al que Victoria ha leído con apasionada admiración y le ha escrito fervorosas cartas. Se propone traerlo a la Argentina y Keyserling, que primero desea conocerla personalmente, le propone una cita en un hotel de Versalles, con todos sus gastos, nada modestos, a cargo de esta para él exótica admiradora del sur del mundo. La personalidad del filósofo: megalómano, brusco, ansioso de entablar con ella relaciones eróticas, le resulta chocante y desagradable. Esta decepción la lleva a cuestionarse lo que llama con acierto su ‘heroworship’, su tendencia a la entronización y adoración de héroes intelectuales masculinos. Si bien sigue siendo admiradora de todo aquello que le parece valioso, en varones y en mujeres, empieza a poner las personalidades y los personalismos entre paréntesis y a adquirir y cimentar convicciones propias. Así llega a convertirse en una gran ensayista y también en una gran editora, a través de su revista Sur y de la editorial Sur; que fueron herramientas fundamentales para la conexión de mundos y culturas a la que siempre aspiró.

Victoria también muere en la Argentina. Lega su casa de Béccar (San Isidro, provincia de Buenos Aires), la UNESCO (se cumplen ahora cincuenta años de esa donación) para que su preservación no dependiera de los vaivenes de la política local. Pero en definitiva, convertida en museo, es hoy nuestro patrimonio nacional. Si Victoria se define en principio como europea trasplantada, se hace cargo de la diferencia latinoamericana. No se puede escribir igual, afirma, situada de este lado, o del otro. Señala en un ensayo temprano que los americanos en general tienen derecho a un modo propio de expresión particular, diferente del europeo. El trauma de su choque con Keyserling la lleva a esas conclusiones: que hay que dejar de lado ese endiosamiento del “Espíritu” europeo como supremo valor. Espíritu que por cierto tampoco veía encarnado en quienes decían ser sus portadores (el caso de Keyserling) pero se comportaban, antes bien, de forma bárbara y desconsiderada. El ensayo al que me refiero, donde se anticipa a ideas que luego desarrollará Murena (luego colaborador y secretario de Sur) en El pecado original de América, se llama Supremacía del alma y de la sangre. Del mismo modo, defiende el derecho de las mujeres (el “proletariado universal” en todas las clases sociales) a su propia expresión como mujeres, a ocupar, no el lugar de los hombres, sino su lugar propio. Un lugar que no ha sido visible en la historia hasta ese momento.

Estas dos novelas sobre escritoras resultaron muy laboriosas en cuanto a su elaboración, y enlazaron estrechamente mi práctica de investigadora con la de creadora de ficciones. En Las libres del Sur, que presenta un amplio friso de protagonistas de la escena cultural en la década del veinte, tuve el desafío de convertir en personajes vivos y completamente humanos, a personas históricas conocidas por su labor como catedráticos, conferencistas, escritores de libros, pero a quienes yo debía presentar, desde sus miradas extranjeras, como seres con carnadura real, vulnerables a las pasiones, no como meras emisoras de discursos literarios y académicos.

En verdad, la principal “mirada extranjera” de estas novelas la aportan las mismas mujeres intelectuales, porque lo son el mundo de los hombres, donde estaban en el margen y eran ‘outsiders’. Tanto Eduarda Mansilla como Victoria Ocampo sufrieron críticas que las desmerecían como escritoras y no solo en su momento histórico, sino más allá de él. Las acusaciones de esnobismo, la percepción de las mujeres de clase alta en tanto damas ociosas, diletantes que coquetean con el mundo del arte y el intelecto por pura frivolidad, se convierten en verdaderos clichés de fácil y frecuente aplicación. Sin embargo, los salones literarios y las revistas que ellas patrocinaron fueron factores clave para el desarrollo de la cultura y el mecenazgo.

En Las libres del Sur hay, además, una coprotagonista ficticia. Se trata de Carmen Brey, inmigrante nacida en la ciudad gallega de Ferrol, que es una filóloga formada junto a María de Maeztu en la Residencia de Señoritas. Se me ocurrió que podía resultar especialmente significativo colocar una pionera del lado español también y enlazarla con el personaje real de la eminente pedagoga y feminista, con quien Victoria trabaría una amistad. El legado cultural de España, que Victoria (por razones que nos remiten a su educación y valores de clase), no tuvo muy en cuenta al principio, se vuelve cada vez más importante en sus proyectos, Ortega y Gasset (personaje de mi novela) y María de Maeztu, son referentes fundamentales. Carmen (que ha sido también discípula de Ortega), llega a la Argentina con objetivos familiares (la búsqueda de un hermano que ha desaparecido sin dar noticias) y también con algunas metas muy personales: la búsqueda de otras oportunidades y de otra vida, más allá de una España que, bajo la dictadura de Miguel Primo de Rivera, empezaba a resultar un tanto asfixiante para los espíritus progresistas aunque, claro, lo peor llegaría después, con la caída de la Segunda República y la larga noche de piedra (‘longa noite de pedra’ según la llamara Celso Emilio Ferreiro), del franquismo.

El personaje de Carmen adquirió en esta novela un considerable volumen e importancia e incluso, sobrevivió a ella, porque reaparece en otra novela mía posterior: Solo queda saltar, de 2018, publicada en una colección para jóvenes de Santillana. En este último libro, retomo la vida de Carmen en la ciudad bonaerense de Chivilcoy donde la había dejado en Las libres del Sur. Allí este personaje funda junto a su marido, el profesor Phorner, un instituto de cultura, donde se enseñan idiomas y disciplinas humanistas. Y en esta ciudad se convierte ella a su vez en mentora de Celia, una adolescente que llega en 1948 desde Finisterre (‘Fisterra’, en gallego) junto con Isolina, su hermana pequeña. El padre de ambas, maestro, ha muerto en la cárcel franquista, y también su madre y su abuela. Se han quedado sin familia y son “reclamadas” por su único pariente directo, el tío materno Juan que, luego de muchas turbulencias, ha logrado “hacer la América” y es dueño en un próspero almacén de Ramos Generales. En aquellos tiempos era bastante común que jóvenes e incluso niños viajaran solos, sabiendo que los iban a esperar. Se encuentran allí con otra vida posible que no imaginaban, luego de cruzar el abismo del mar insondable. Celia recuerda las palabras de su abuela:

Los que nacimos en Fisterra, en Finisterre, en el Fin de la Tierra, decía, nos acostumbramos desde hace siglos a pensar que no hay más mundo por delante de nosotros. Así lo cuentan los libros. Que las tropas romanas llegaron a Galicia, la pequeña Galia, y no pudieron seguir avanzando en su hambre infinita de ensanchar el Imperio porque la tierra se terminaba ahí mismo, se interrumpía sobre el mar abismal.”

“En el borde del mundo, en el borde la vida, solo queda saltar. Esas alas que llevamos en secreto, cuerpo adentro, se abren únicamente cuando nos atrevemos a caer. (Lojo, 2018b:25)

Esta frase, que después terminó proveyéndome el título de la novela, define para mí la actitud de muchas migrantes, que también saltaron, que tuvieron el coraje de lanzarse a lo desconocido, de abandonar a un alto costo el mundo de sus afectos. Ese desgarramiento se expresa intensamente en las palabras de Celia, cuando se entera de que se ha vendido, en España, la casa de la familia, el hogar ancestral, donde nadie habita ya. Si bien sabe que la venta es inevitable, no puede soportarlo cuando se entera. A esa la llaman “Casa das Ánimas”, porque en ella se dan cita las víctimas fantasmales de los naufragios, tan frecuentes entre los pescadores de la tormentosa Costa da Morte:

Otros muertos, no solo los nuestros, están adheridos a las paredes de la Casa das Ánimas, como si fueran líquenes. Porque a ella llegaron, durante décadas y quizá centurias, tanto más allá de lo que alcanza mi memoria, todos los pescadores malheridos que el mar devolvió a la costa. En la casa recibieron auxilio y muchos se despidieron de esta vida para volverse sombras y susurros, espejo de sus nombres pronunciados en la oscuridad, ecos de ecos aferrados al lugar de donde habían partido.”

“Por eso tantos deudos iban a rezarles, allí, no al cementerio donde solo había cuerpos que se pudrieron. El cruceiro en el camino que conduce a la Casa siempre tenía flores en el pie, o cintas, o algún mensaje guardado debajo de un cascote. (…) No tengo ya hogar a donde volver. No hay una habitación, un árbol, una piedra en toda Galicia a los que pueda llamar míos. Quemamos las naves. Quedamos del lado de afuera. Del otro lado del abismo, succionadas por el vacío. Nadie se acordará ya de nosotras en la Casa das Ánimas, nuestro nombre no se inscribirá en las lápidas del cementerio. Será como si nunca hubiésemos existido ahí (Lojo, 2018b:70-71).

En Solo queda saltar hay un retorno: el de la hermana menor, Isolina, cuando ya es vieja. Aunque es un libro breve tiene condensados muchos años de historia, en un lapso que absorbió increíbles cambios, desde la época de esas cartas escritas a mano que tardaban tanto en llegar hasta las comunicaciones instantáneas de hoy, con el mundo concentrado en un celular.

La siguiente novela, en orden cronológico de publicación, que sucede a Las libres del Sur, es Finisterre (2005), que retorna al siglo XIX, en la época de las guerras civiles argentinas y las guerras de frontera. En este libro hay dos migrantes españolas. Una es Rosalind, la esposa de un médico, que llega con su marido desde Galicia. Su proyecto personal y familiar de inmigración (viajan para establecerse en la ciudad de Córdoba, donde el médico tiene un ofrecimiento de trabajo) queda brutalmente interrumpido porque son atacados en el camino por una avanzada indígena. El médico es asesinado y Rosalind, aunque gravemente herida, salva su vida y cae en cautiverio. Siendo esposa de un médico e hija de otro, Rosalind, que tiene ciertos conocimientos en la materia, se vincula con el chamán de la comunidad: Mira más lejos. Termina convertida en su ayudante y ejerce junto a él la medicina aborigen, que utiliza ritos, invocaciones y plegarias, así como también hierbas medicinales: la farmacopea de la tierra.

La otra migrante que termina cautiva durante ese mismo asalto es una actriz española de Castilla, llamada en la novela Ana de Cáceres. Este personaje ficticio se inspira en hechos de la biografía de Manuel Baigorria. Este era un militar gaucho, del bando unitario, que había luchado de joven en las filas del General José María Paz y tenía el grado de alférez. Cuando los unitarios fueron derrotados en su provincia, San Luis, decidió tomar el camino del exilio y pedir amparo en las tolderías de los indios ranqueles, que fueron muy generosos con él, lo acogieron como a uno de los suyos y se enfrentaron nada menos que al poderoso gobernador federal Juan Manuel de Rosas para protegerlo. El Baigorria histórico se casó con una actriz cautiva (doña Ana, en mi novela), que falleció en la llamada Tierra Adentro.

Estos dos personajes femeninos migrantes procesan su cautiverio de maneras muy diferentes. Rosalind sobrevive, Ana no puede. Rosalind aprende la lengua, las costumbres, la cultura, de la sociedad en la que se encuentra, logra traducir y traducirse; Ana no. Finalmente, languidece y muere. La gallega convertida en machi es la que vuelve a España, a Galicia, después de la caída de Rosas y del retorno de Manuel Baigorria a la sociedad criolla, con el rango de coronel. El regreso de Rosalind responde a una exhortación que le hace Mira más Lejos, su maestro y compañero de vida por tantos años, con quien no tiene relación erótica o sentimental. El chamán (como solía pasar con los machis si eran varones) es homosexual e incluso se traviste con ropas femeninas, porque la relación con la sacralidad era dentro de la cultura mapuche-ranquel una prerrogativa (e investidura) femenina. Mira más Lejos ve venir el fin inminente de su propio pueblo como sociedad libre, y marcha hacia el sur, de donde su madre machi era oriunda. Antes, alienta a Rosalind para reintegrarse a la tierra de sus orígenes con sus nuevos saberes, con lo que ha aprendido sobre sí misma del otro lado del planeta.

El siguiente libro es Árbol de familia (2010), un verdadero retrato de migrantes y de una migración en oleadas, con idas y vueltas, a uno y otro lado del mar, según las épocas históricas. Se trata de uno de mis libros más autobiográficos, muy relacionado con mi propia historia familiar. En principio, dudaba incluso de publicarlo, porque me parecía demasiado personal y específico. Pero pude comprobar después que despertaba ecos en muchas otras personas y familias con experiencias similares, aunque ni siquiera tuviesen los mismos orígenes étnicos. Sin duda, la experiencia de la migración es universal. Y puede decirse que en el caso particular de las mujeres exige un doble esfuerzo. Las mujeres llevan “la casa a cuestas”, más que los hombres, y también se exponen a más cuando viajan.

Árbol de familia retrata ese mundo de mujeres que se ven necesitadas de salir de su tierra, pero que también quedan atrapadas por los lazos de familia. Del lado paterno, en la primera parte, se describen dos oleadas migratorias: la de los abuelos de la narradora, Rosa y Ramón, ambos gallegos, que se encuentran y se casan en la Argentina y ahí llegan a tener dos hijos. Sin embargo, vuelven a Galicia. Los empuja la nostalgia, por un lado, y el hecho que los padres de Ramón, querían “mejorarlo” (es decir, según la costumbre ancestral, que fuera el hijo designado para quedarse al cuidado de los padres ancianos y por ende, que retuviera la casa familiar y las principales fincas). Esta situación presenta para Rosa un conflicto, entre su propia nostalgia, saudade o morriña de la patria, y la pérdida del confort material y la relativa modernidad que disfrutaban en Buenos Aires, por entonces una gran ciudad, en la que habían llegado a progresar. También soñaba Rosa, inspirada en mi propia abuela, que uno de sus hijos fuera maestro (cosa que no ocurrirá en esa generación sino en la posterior). Vuelta a su tierra, en definitiva, echa de menos el país de acogida que dejó:

Después de que el padre quedó inválido (…) vio abrirse la puerta de una oportunidad inesperada. No era una veleidad de su carácter sino la necesidad misma lo que la empujaba a América. Se fue sin culpa, como se va cualquier Sirena, dejándose llevar por las corrientes profundas. Pero aun a esas criaturas del mar les pesa la nostalgia de un banco de coral, de un arrecife, del puerto donde se saben admiradas y temidas por los hombres. Rosa, que de Sirena sólo tenía un poco, pronto empezó a añorar la familia, y a veces, hasta la misma pobreza.

Después de todo, también era pobre en Buenos Aires, comparada con otros y era, además, una desconocida, sin ningún espejo entrañable que reflejase su cara. Aunque en el mundo había tantos seres múltiples y diversos, el cariño, como una barca terca, anclaba sólo en algunos. Decidió anclar en Ramón, leal y hospitalario, y cuando quiso acordarse, toda su voluntad de Sirena, que era tímida y silenciosa, la habían enajenado sus padres y sus hijos.

Se fue con ellos, vivió para ellos, atrapada en el trasmallo de dos generaciones, pescada para siempre, con su larga cola brillante convertida en la modesta cola de su único vestido de gala y en dos piernas que subían y bajaban con trabajo por los desniveles de la tierra. Ya en la vejez, postrada en la cama con una de esas piernas puesta en alto, hinchada y deformada por la diabetes, pensaría en los seres que pueden disponer de sí mismos, solos y libres, libres pero solos (Lojo, 2010:63-64).

Ese es el destino de Rosa, difícil y ambivalente. La ambivalencia seguirá así en otras migrantes de este Árbol, como Ana, la madre de la narradora. Podemos vincularla con la doña Ana de Finisterre; tampoco puede adaptarse al mundo donde piensa arraigar momentáneamente, no para siempre y, como ella, no va a volver al mundo del cual partió.

En relación con las mujeres de este libro escribí una colaboración (Lojo, 2014) para un número especial de la revista italiana Oltreoceano, que planteaba una temática muy específica y original: los vestidos y las costumbres de las migrantes en América y en Australia. Desarrollé este tema: “Españolas en Buenos Aires: sirenas, muñecas y ‘bailaoras’ cautivas”. Me ocupé de cómo van las mujeres vestidas y cómo ese vestido habla de ellas mismas. Del lado materno, con Ana llega a la Argentina su madre, doña Julia, la abuela de la narradora, que en efecto parece una abuela según la estética de aquellos tiempos. Una abuela parecida a la dueña del canario Tweety, de vestido oscuro, con rodete, anteojos, una pañoleta. La vejez se exhibía en aquel momento. Las señoras de cierta edad se consideraban mayores, verdaderas ancianas, y se vestían como tales.

Árbol de familia es quizá la novela que tiene más mujeres migrantes. Otra es Asunción, con quien el primo Rafael se casa en la Argentina, aunque ha dejado una esposa del otro lado del Atlántico. Estas historias de las familias dobles eran bastante comunes en la emigración. La otra vida de Rafael la conoce Asunción solo después de que Rafael muere. Asunción representa a un tipo de mujer gallega que vi encarnado muchas veces: mujeres muy habilidosas, tejedoras, bordadoras, dedicadas, dentro de sus medios y posibilidades, a crear objetos nuevos. Pienso muchas veces que yo, tan torpe para las manualidades, trasladé mi admiración por esas destrezas al tipo particular de bordado o de tejido que es la literatura, como las artesanas de mi propia familia lo hicieron con los hilos y las telas. Es un modelo extraordinario de creación. Aunque, como ocurre con las actividades consideradas típicamente femeninas, se mirase de manera condescendiente a esas “pobres mujeres” que “solo sabían coser”, estas dejaron un maravilloso legado patrimonial, hecho de prácticas ancestrales. El mundo del tejido y del bordado es un entrenamiento en la sutileza y en la composición; requiere infinita paciencia, observación, ritmo. Sin duda esa experiencia también incide en mí cuando escribo.

Victoria Ocampo supo marcar claramente la especificidad positiva del legado femenino. Es hora, dice en el ensayo pionero La mujer y su expresión (1936), de que las mujeres empiecen a escribir desde sí mismas, desde su propia subjetividad, y ocupen su propio lugar en la llamada “literatura universal” al lado de los hombres, a quienes a su vez deberán retratar, dibujando así un movimiento expansivo de la mirada humana, en el campo de la representación, de la expresión y de la recepción.

Por fin, llegamos a otro tipo de migrantes, que están en un libro de fantasía, fuera de la poética realista. Es El libro de las Siniguales y del único Sinigual (2016), un álbum ilustrado cuyas imágenes pertenecen a mi hija Leonor Beuter, artista visual, autora de las fotografías y de las pequeñas esculturas de los seres alados, hechos de telas, alambres y retazos, que constituyen la “nueva especie” descrita en esta obra (donde se parodia, con lenguaje lírico, los manuales de zoología). La costura, las texturas, tienen aquí un papel central, en la construcción literal de las figuras mismas y en su simbolismo. La idea generadora fue de Leonor, quien creó materialmente estas minúsculas criaturas y me pidió que imaginara para ellas una narrativa.

Las Siniguales reciben ese nombre por parte de Isolina (la niña que las ve por primera vez en Finisterre) porque no tienen igual. Se vinculan con los insectos, las hadas y las brujas, pero no se asimilan a ninguna de estas categorías. No hacen milagros, ellas son un milagro que consiste en su propio ser, capaz de regenerarse (de remendarse, de repararse) con tenaz resiliencia.

La especie (compuesta por una mayoría de Siniguales hembras y por un único Sinigual),[2] no se reproduce “mediante el sexo sino mediante la ingeniería textil” (Lojo y Beuter, 2016:s/n):

Cada nueva Sinigual agregada a la especie es el fruto cuidadoso de una decisión colectiva. Se debaten, en un cónclave secreto, la forma y la estatura del cuerpo, el color y la longitud del pelo traslúcido, así como la textura y el corte de las ropas. (…) Cuando los planos están hechos y la decisión está tomada, salen a buscar los materiales para forjar la criatura que sueñan.

Traen de sus costureros-dormitorios telas y velos y en ciertos casos los botones brillantes que servirán de escudos. Durante una noche o más noches, cortan y cosen, pegan y suturan. Luego, un zumbido de abejas conmueve levemente los costureros en el aire oscuro de las habitaciones cerradas, y por los intersticios de las canastas se filtra el fogonazo de una explosión sin ruido.

A la mañana siguiente, envuelta completamente en gasas blancas, como una larva de mariposa o una momia, sale a la luz del día la Sinigual recién hecha. Le quitan las vendas y abre entonces todo su cuerpo lleno de ojos para mirar el mundo (Lojo y Beuter, 2016:s/n).

Desde los mismos títulos de este libro, dibujados con formato de punto cruz, que Leonor Beuter copió del muestrario bordado por Julia, mi abuela y su bisabuela, se homenajea, letra por letra, la matriz transmitida por las antepasadas.

Las Siniguales son migrantes también. Viajan junto a Isolina, la que reaparece como personaje de la novela Solo queda saltar, que las ha visto por primera y última vez en las escolleras del Finisterre gallego y cree que han desaparecido para siempre, pero ignora que la han acompañado hasta el Sur de América y que sigue incluida en ese universo de sentido, tan legendario como real. Las recuerda hasta la vejez, sin saber que están, que estarán siempre, que son inalienablemente suyas: “Se duerme sobre el escritorio y sonríe en sueños, aunque no lo sabe, porque las Siniguales que viven a dos pasos, en el olvidado costurero, salen de su refugio y le rozan el cuello con sus incomprensibles patitas de alambre y seda” (Lojo y Beuter, 2016:s/n).

No tuve al lado, en la infancia, mujeres gallegas que me transmitieran ese legado del cuento, del canto, del coro. Pero sí un padre gallego que cumplió ese papel. El que en los relatos de la sobremesa del domingo me hablaba de nuestro linaje totémico, de nuestra vinculación ancestral con el castaño, el ‘castiñeiro’: el “árbol madre” (la palabra “árbol” es femenina en lengua gallega: ‘unha árbore’) nutritivo, protector, monstruoso, gigantesco, cuya madera había servido, en tiempos inmemoriales, para labrar los muebles de toda una familia. Nunca vi mejor representado ese árbol mítico, que en la pintura del siglo XVIII elegida por Rosa María Grillo para la tapa de la traducción italiana de Árbol de familia - L’alberodi familia (2016) -. Adentro de ese inmenso castaño hay nada menos que una casa.[3]

La genealogía (Broullón, 2013), funciona así como “dispositivo de protección en el exterior”, y sobrevive al tránsito. La casa se lleva dentro, incluida en la memoria del árbol madre, y el propio cuerpo se ahueca y se hace barca, como lo declara Isolina. Parece haberse resuelto, por fin, el dilema. La eterna dicotomía de partir y de llegar, desgarrarse y volver, ya no es una aporía, sino una nueva forma posible de vida: el vaivén transatlántico, que une los extremos en la intimidad circular de una memoria perenne:



Yo soy el vaivén.
Cuando me voy, nada dejo, porque todo viaja conmigo.
Soy la casa sin anclas, soy mi propia barca que cruza los abismos, llevando la memoria de todas las orillas. (Lojo, 2018b:149)

Referencias

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Notas

[1] La responsable de esa investigación fue Marina Guidotti, autora de la edición crítica Escritos periodísticos completos (1860-1892) (2015).
[2] El único Sinigual se ve obligado a perseguir libélulas, y de esa unión absurda entre lo textil y lo biológico surge de cuando en cuando (“cada muerte de obispo”) una criatura portentosa.
[3] La imagen es Castagno dei cento cavalli (1779), de Jean-Pierre Houël, fruto de sus viajes por Italia, país que lo fascinaba. Este “castaño de los cien caballos” se halla en la pendiente oriental del Etna, en Sicilia, y es el más grande y más antiguo conocido en Europa.

Notas de autor

* María Rosa Lojo es escritora, doctora en Letras (UBA), Investigadora Principal del CONICET (J). Dirige el Centro de Ediciones y Estudios Críticos de Literatura Argentina en la Universidad del Salvador, Buenos Aires. Su obra de creación comprende nueve novelas, seis libros de cuentos y seis libros de poesía y microficción lírica. Recibió múltiples reconocimientos nacionales e internacionales, entre los últimos, el Gran Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores (2018) y la Medalla Europea de Poesía y Arte Homero (Bruselas, 2021).
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