Investigación

La clase de ciudadanía como un escenario de aprendizaje y espera

Civics studies classes as a scenario for learning and waiting

Andrés E. Hernandez *
(CCONFINES-CONICET), Argentina

Itinerarios educativos

Universidad Nacional del Litoral, Argentina

ISSN: 1850-3853

ISSN-e: 2362-5554

Periodicidad: Semestral

núm. 16, e0023, 2022

revistadelindi@fhuc.unl.edu.ar

Recepción: 30 Octubre 2021

Aprobación: 10 Abril 2022



DOI: https://doi.org/10.14409/ie.2022.16.e0023

Resumen: El presente artículo se propone revisar y profundizar algunas líneas de análisis acerca de los modos de habitar las aulas, en tanto experiencias de aprendizaje y de formación ciudadana. Luego de recuperar parte de las reflexiones académicas acerca del tiempo escolar, se busca incorporar al análisis la categoría de espera, como un modo de hacer visibles los procesos y las experiencias de poder y dominación que tienen lugar de modo cotidiano en las aulas. Para ello se apela al método etnográfico, como una pieza clave en el esfuerzo por superar algunas de las antinomias que hoy se debaten en el campo de la investigación educativa. Las reflexiones aquí esgrimidas se sustentan en el trabajo de campo realizado a partir de un estudio de casos en escuelas secundarias de Argentina.

Palabras clave: tiempo, espera, poder, educación secundaria, formación ciudadana.

Abstract: This article is intended to review and delve more deeply into some lines of analysis about the ways of inhabiting classrooms in relation to learning experiences and civic education. After gathering academic reflections on school time, we seek to incorporate the category of waiting into the analysis as a way of bringing to light the processes and experiences of power and domination that take place in classrooms. For this purpose, the ethnographic method is adopted as a key piece in the effort to overcome some of the antinomies that are debated in the field of educational research. These reflections are based on field work carried out for a case study in secondary schools[U1] of Argentina.

Keywords: time, waiting, power, secondary education, civics studies.

Introducción

El siguiente estudio procura hacer y contribuir al campo de la investigación educativa desde una agenda movimiento. Si bien es esperable que estas reflexiones cristalicen en una forma particular de análisis, el esfuerzo que está detrás de la perspectiva aquí asumida apunta a que al menos quede impresa en medio de una intersección. De este modo, los puntos y las líneas que aquí se trazan se resisten a quedar atrapados en un tiempo–lugar o un sentido único e inmutable. Este es un modo posible de poner en práctica el esfuerzo por desentrañar las lógicas del poder, sin desentenderse de la complejidad y la propia dinámica de la vida social. Una de las hipótesis en las que se apoya este trabajo se vincula al modo en que ciertas investigaciones han trabajado las dimensiones temporales y espaciales, haciendo especial hincapié en aquellas que han tomado como ámbito de indagación las instituciones de educación formal. Cabe destacar en este sentido el hecho de que, pese a la profundidad con que se han abordado algunas de estas líneas de investigación, al mismo tiempo se haya descuidado en cierto modo la noción de espera. Esto ha implicado que permanecieran fuera de nuestro radar una parte importante de los modos en que se manifiestan ciertos procesos y experiencias que están íntimamente ligados al ejercicio del poder y de las resistencias, y que se manifiestan especialmente en las aulas.

La pregunta que intento abordar aquí refiere a cómo los rituales que se siguen diariamente en las escuelas pueden ayudar a repensar las categorías de tiempo y espera, en tanto procesos de clasificación, organización y regulación. Lo que, en sentido inverso, equivale a revisar los modos en que estas mismas categorías pueden ayudar a repensar las experiencias de adolescentes y jóvenes en ámbitos de educación formal. Como intentaré mostrar a lo largo de este trabajo, esto exige por momentos incorporar al análisis cierta categoría espacial, que aquí es suplantada por el concepto de escenario, pues es allí donde transcurren el tiempo y la espera. Es entonces y donde resulta posible no solo comprender los modos particulares de habitar —en este caso las aulas— sino además desarrollar la sensibilidad necesaria que permita identificar la textura del poder tal como es aprendido en medio de la trama y las dinámicas cotidianas.

Durante el desarrollo del trabajo de campo1 en el que se inscriben estas consideraciones se ha optado por una aproximación de tipo etnográfica, habida cuenta del potencial interpretativo que acompaña aquel modo de presenciar e interactuar en escenarios cotidianos. Pues es allí/entonces donde y cuando se están sucediendo los procesos y experiencias que nos proponemos comprender. Lejos de una defensa abstracta de la etnografía, aquí se intenta mostrar en medio de la trama argumental la densa red de relaciones involucradas, como así también el complejo modo en que se articulan reflexividad, trabajo de campo, categorías y herramientas de análisis.

Este artículo está organizado siguiendo una estructura que se compone de seis apartados. Los primeros tres están enteramente dedicados a esbozar las coordenadas fundamentales en las que se inscriben algunos de los debates actuales en torno a las categorías de tiempo, espera y poder. Luego de repasar los ejes que permiten entender al tiempo como locus de conflicto, dominación y resistencia, se ilustran los principales campos de indagación en los que estas discusiones han sido especialmente ricas. Allí se introduce la pregunta por las escuelas como un ámbito posible para el estudio del tiempo y de la espera. El tercer apartado intenta mostrar cómo si bien la categoría tiempo ha inspirado numerosas líneas de indagación en el campo educativo, habitualmente ha quedado atrapada en ciertas antinomias, no permitiendo que la espera se manifestara como preocupación o herramienta de análisis. El cuarto apartado se presenta a modo de bisagra, haciendo voltear la mirada en dirección a las prácticas y sentidos que he podido registrar a lo largo de mi investigación sobre las formas de construcción de ciudadanía en escuelas secundarias. Allí se intenta mostrar la importancia de asegurar un proceso reflexivo constante en torno a la pregunta de investigación, de modo tal que se pueda prevenir una siempre posible caída en esquemas binarios del tipo presencia/ausencia de aquello que hemos ido a buscar, describir y comprender. En los últimos dos apartados se aborda la espera como parte de un juego de expectativas cruzadas, a través de las cuales se expresa cierta tensión normativa, pero que al ser pensada en clave tempográfica alumbra otros sentidos que también son aprendidos y disputados. Allí se hace hincapié en una serie de escenas etnográficas a través de las cuales se intenta ilustrar la clase de problemas y reflexiones que suscita una estrategia de análisis de aquello que acontece dentro del aula como un escenario de aprendizaje y de espera.

El tiempo, la espera y el poder

El tiempo se presenta como una categoría ciertamente esquiva, aunque no ignorada por las ciencias sociales. La edición póstuma que reúne los trabajos de Norbert Elías (1997) Sobre el tiempo logró poner en tensión la estéril oposición entre las teorías objetivistas y subjetivistas. De este modo, su perspectiva configuracional acerca del proceso civilizatorio le permitió desprenderse de la pregunta por el principio, así como de aquella que intenta fijar un telos o finalidad más o menos consciente y prefijada. Si bien el cambio histórico como totalidad no puede ser analizado como algo planificado racionalmente, al mismo tiempo se reconoce su carácter aprendido en el marco de las complejas interdependencias que determinan su marcha (Elías, 1989: 449). De este modo Elías reconoce la importancia del tiempo en tanto experiencia aprendida y, por lo tanto, como una institución social que en la práctica se transforma en una pauta de autocoacción abarcando toda la existencia del individuo. Su noción de tiempo como símbolo aprendido, refiere a un medio de orientación institucionalizado socialmente, que tiene la facultad de enlazar la coacción externa —tanto social como natural— e interna, regulando la conducta y la sensibilidad humanas. Esta capacidad reguladora exige profundizar algunos de los procesos y experiencias sociales concretas implicadas.

Cuando Pierre Bourdieu (1999) retoma la discusión años más tarde se refiere al valor social del tiempo como principio aglutinador de los diferenciales de poder. Se trata de una dimensión fundamental del valor social de la persona, en la medida en que representa el don más valioso y personal que ésta puede ofrecer. Tanto en lo que respecta a aspectos materiales —el trabajo— como simbólicos —la diligencia y la prisa—, la solicitud y la contraprestación involucran un tipo de relación en la que también se experimenta el poder. Ese lapso de tiempo, que equivale a la duración misma de la expectativa, supone la existencia de una ventaja relativa entre quien ostenta el poder de decisión sobre un bien, un servicio o un derecho y quien aguarda por alguno de estos. Se trata, según el propio Bourdieu, del ejercicio estratégico de una especie de poder basado en la manipulación directa de las aspiraciones (1999: 305). Siguiendo este razonamiento, que abreva generalmente en analogías de tipo monetaristas, el tiempo es pensado como un recurso limitado, con lo cual el control del mismo aparece como una propiedad esencial del poder y no como mero subproducto (Schwartz, 1974). Al tratarse de una relación de intercambio, la distribución del tiempo de espera coincide con la distribución del poder.

Más recientemente, Javier Auyero (2013) ha puesto en agenda algunas experiencias vinculadas al tiempo en tanto locus importante de conflicto. Según sostiene el autor, el sentido colectivo del tiempo se entrelaza profundamente con el funcionamiento de la dominación social así como también con la resistencia a esa dominación (Auyero, 2013: 46). Su apuesta a construir una tempografía de la dominación se apoya justamente en la descripción densa etnográfica como un modo de dar cuenta de las percepciones e (in)acciones en tanto modos de desafiar o perpetuar la dominación (Auyero, 2013: 19). Esta suerte de apertura parcial ante los modos en que los sectores pobres urbanos se vinculan con las burocracias estatales, provee de las coordenadas mínimas para orientar la investigación acerca de la espera. No obstante ello, considero que falta aún desarrollar y profundizar algunos aspectos vinculados a la capacidad analítica desplegada hasta ahora frente a los modos en que ciertos sectores aprenden a ser «pacientes del Estado». Esto se vincula justamente a los campos en los que se ha indagado acerca de estos problemas. En el contexto actual se observa la emergencia de un renovado interés analítico en torno a la categoría tiempo, como parte de una perspectiva que se propone analizar y comprender los mecanismos de dominación que atraviesan a quienes esperan acceder a cierta clase de beneficios o derechos básicos, como la salud (Braz, 2019), la vivienda (Olejarczyk, 2017) y la justicia (Zenobi, 2017). Llamativamente, y por razones que intentaremos mostrar a continuación, el campo educativo no parece haber dado mayor importancia a esta clase de preocupaciones y herramientas de análisis. Aún en un contexto en el que la educación ha llegado a ocupar un lugar fundamental en el marco de la llamada perspectiva o enfoque de derechos.

Salas, listas y otros escenarios posibles

Una exploración de aquellos campos en los que el tiempo y la espera son presentados como parte de una preocupación creciente, en la medida en que refieren a una experiencia relacional que debe ser atendida, permitirá identificar rápidamente a las salas y laslistas como espacios y registros detrás de los cuales se acumulan las personas que requieren de la atención, tramitación o diagnóstico. Si bien abundan los estudios de corte cuantitativo que miden las secuencias de tiempo con el objetivo de identificar un exceso relativo, según un criterio de eficiencia y maximización, proliferan a la par trabajos etnográficos que prestan atención a los modos en que los actores habitan y transitan esos espacios. Desde este punto de vista, el esfuerzo analítico se dirige a pensar el tiempo–espacio en medio de dos hechos observables que son significativos tanto para los propios agentes como para el etnógrafo. La espera da cuenta justamente de un componente activo intermedio que también puede ser observado, siempre que se esté abierto ante una diversidad de presencias en medio de aquello que aparece en primer término como ausencia. Esto es, un bien, un servicio o un derecho que aún no llega. La dominación aparece en este sentido como una primera alternativa que da sentido o contenido al acto de esperar, aunque también pueden ocurrir otras cosas en medio de aquel acto que entonces se torna positivo y productivo. Aquí elijo pensar esa espera como un modo particular de habitar un escenario social específico. Es una respuesta que involucra una expectativa ante un derecho o beneficio concreto, pero también es una práctica en sí misma que produce sus propios sentidos en el marco de la configuración de ese universo o escenario social.

Al prestar atención a la dimensión política de la espera como modo de habitar un escenario social, uno de los problemas que asoma entonces es aquel que se vincula a la necesidad de dar cuenta de la asimetría que caracteriza a la relación entre Estado y ciudadanos. Esta relación tiene como característica fundamental una gran variedad de manifestaciones según el escenario específico que se considere, lo cual conduce inevitablemente a pensar los modos en que los actores habitan cada uno de esos escenarios como modos de vinculación con la propia estatalidad. Así, una lista de quienes esperan por un trasplante no es lo mismo que una sala de un hospital, ni ésta es indistinta respecto de la que ha montado el Ministerio de Desarrollo Social, una comisaría, un banco o un concesionario de automóviles. Al llegar a este punto cabe preguntarse, ¿es posible pensar a las escuelas como escenarios en los que la espera se ha vuelto una experiencia recurrente? Antes de abordar esta pregunta, resulta necesario repasar brevemente algunas consideraciones respecto del modo en que el tiempo ha sido utilizado como una categoría de análisis en el campo de la investigación educativa.

El tiempo en las escuelas y cómo superar las falsas antinomias

La categoría tiempo ha sido ampliamente discutida y utilizada en el campo de la investigación educativa. El supuesto de que es posible identificar una noción de tiempo escolar ha permitido la construcción y diferenciación de un campo de estudio propiamente dicho. De este modo, podemos distinguir una gran variedad de trabajos que abordan esta cuestión, aunque desde perspectivas tan ricas como heterogéneas. Esto ha permitido, por ejemplo, hacer foco en la relación entre tiempo y educación en clave genealógica (Escolano Benito, 1992; 2000), pero también medir cuantitativamente la distribución y uso o gestión del tiempo en las aulas (Gálvez & otros, 1981; Martinic y Vergara, 2007). En cuanto a qué mirar, debe mencionarse el hecho de que hayan sido revisadas la cuestión de los aprendizajes (Bloom, 1974), la extensión de la jornada escolar (Fernández Enguita, 2001), la centralidad de la normatividad (Quiroz, 1992) y el control administrativo (Hargreaves, 1992) e incluso el ocio o tiempo libre que rodea a la jornada y el calendario escolar (Caride Gómez, Lorenzo Castiñeiras & Rodríguez Fernández, 2012; Caride Gómez, 2009). En cualquier caso, la ampliación de los puntos de vista explicitados en estas líneas de trabajo ha permitido reconocer la falsa antinomia o dualismo entre una concepción absoluta u objetiva y otra relativa o subjetiva del tiempo (Husti, 1992; Martinic & Vergara, 2007), poniendo bajo sospecha toda clase de dispositivos instrumentados en el marco de los sistemas educativos modernos. Aun sabiendo, huelga decir, que las nociones de tiempo físico y social no son estancas y no pueden bajo ningún punto de vista ser consideradas como entidades absolutamente separadas (Elías, 1997).

Junto con el declive de la institución (Dubet, 2006), la antropología y la sociología de la educación han confluido en una verdadera reorientación de la mirada, que ahora se posa en las experiencias de los actores. Si bien cabe reconocer que esto no implica necesariamente que se ignoren las implicancias estructurales que cristalizan, por ejemplo, en la organización del calendario y la jornada escolar, es más bien recurrente la tendencia a ordenar aquello que se presenta como un proceso sumamente complejo a modo de una nueva sucesión seriada de etapas o miradas. De este modo, podríamos referir al tránsito de un tiempo objetivo burocrático o técnico–instrumental, tributario de la sociedad y los modelos educativos centrados en instalar el orden y la disciplina, hacia nuevas apuestas que se enfocan en las experiencias de los alumnos y requieren por lo tanto de nociones de tiempo más flexibles o móviles (Vázquez Recio, 2007). Pero estas nuevas modulaciones, por más multidimensionales que pretendan ser, insisten una vez más en una relación de oposición entre el tiempo de la escuela y el tiempo del alumno, con lo cual no termina de alumbrarse el camino hacia una verdadera superación de estas falsas antinomias.

En uno de sus trabajos más recientes Elsie Rockwell (2018) avanza en cierto modo por esta línea de reflexión, ofreciéndonos un mapa de la cuestión a partir de la existencia de temporalidades múltiples y diferentes experiencias subjetivas del tiempo. Si bien identifica algunos de los dilemas que se presentan en la investigación sobre las culturas escolares, apenas alcanza a esbozar el modo en que el estudio de lo cotidiano puede contribuir a superar algunas de las dificultades que aparecen luego de un “cambio de escala” como el que se propone. La falta de eslabones o lo fragmentarias que resultan nuestras observaciones (Rockwell, 2018: 29) abonan la necesidad de repensar la capacidad explicativa de las tramas narrativas según los ejes temporales y espaciales.

Más recientemente, otros autores han revisado en profundidad parte de los estudios empíricos desarrollados en América Latina que se han detenido en analizar el impacto de las políticas de extensión del tiempo escolar y cómo este recurso se gestiona, comprende y organiza en las escuelas (Rubio González et al., 2019). De este modo identifican, entre otras cuestiones, cierta tendencia a la mala utilización del recurso del tiempo en las aulas. Esta sería una entre otras tantas expresiones de los desacuerdos y las diferencias en los modos de valorar y dar significado al tiempo escolar, lo que explicaría la falta de sintonía entre los agentes educativos escolares y extraescolares (Rubio González et al., 2019: 112).

Al llegar a este punto, cabe resaltar el hecho de que hasta ahora no se haya pensado en profundidad la cuestión de la espera como una práctica habitual que puede ser observada en el marco de las relaciones que entablan habitualmente docentes y estudiantes en las aulas (esperar que suene el timbre, esperar para el uso de la palabra, esperar que llegue el fin de semana, entre otras prácticas y expresiones cotidianas). Esto se explica fundamentalmente por el modo en que ha sido históricamente construido el tiempo escolar, a partir de la configuración de cronosistemas de periodización de las actividades educativas (Escolano Benito, 1993). Tanto las racionalidades como las valoraciones culturales y sociales que caracterizan a los esquemas de periodización escolar vigentes, explican los microsistemas de control y poder en los cuales hoy tanto niños como jóvenes desarrollan sus propias experiencias de aprendizaje y organización del tiempo. Siguiendo el planteo de Escolano, esta regulación de la espontaneidad a través de un orden normativo del tiempo, el cual supone ciertos patrones básicos como el día y la semana, ha permitido la coordinación entre los distintos cronosistemas de la vida pública y privada, respondiendo a las necesidades económicas de la sociedad. Así, el tiempo de descanso y los recreos solo cobraron sentido cuando llegó a concebirse su función higienizadora, la cual venía a atender al problema de la fatiga escolar (Escolano Benito, 1993: 151). Más recientemente Terigi (2004, 2010) ha insistido en la importancia y la utilidad del concepto de cronosistema escolar para dar cuenta de algunas de las transformaciones recientes dentro del sistema educativo, lo cual permite identificar ciertas tendencias vinculadas a la aceleración de los aprendizajes y el peso que tiene el ritmo esperado (transformado en normal) en el marco del despliegue de las trayectorias educativas (2010: 102).

A pesar de la flexibilidad y las transformaciones observadas a nivel de las formas de organización del tiempo escolar desde la segunda mitad del siglo XX, es posible aún hoy distinguir la continuidad de ciertos ejes estructuradores de las experiencias de docentes y estudiantes. En este sentido, podemos afirmar que perdura la configuración de un orden escolar uniforme, estandarizado y rígido que cobra sentido en el marco de concepciones del tiempo como matriz de disciplinamiento y control social. La organización, uso y aprovechamiento2 del tiempo persisten como un criterio que define por contraste aquello que se entiende como pérdida del mismo. Claro que ese aprovechamiento está sujeto a los marcos que legitiman un tipo de uso por encima de otro, pero es evidente que no alcanza con responder a la pregunta acerca de los objetivos que la escuela persigue o aquello que una docente tiene planificado trabajar a lo largo del dictado de una asignatura. Este es otro de los aspectos involucrados en las transformaciones recientes, así como en los procesos de reformas educativas emprendidas hacia fines del siglo XX. Podrá esperarse cierta ampliación y diversificación de los objetivos y modalidades, dando cuenta de marcos cada vez más flexibles y la existencia de tiempos móviles, pero siempre habrá un momento de delimitación de aquello que configura el uso legítimo del tiempo en un momento y un contexto determinado. Esa es una discusión que permanece completamente abierta, en la medida en que refiere tanto a las prácticas y estrategias pedagógicas que los docentes despliegan —según su formación y su propia experiencia— como así también a las propias culturas juveniles y a las condiciones socioeconómicas de ambos, entre otros tantos factores que podríamos mencionar. En cualquier caso, lo que debemos tener en cuenta aquí es que se trata de un asunto que debe ser analizado en contextos específicos, para lo cual la etnografía puede hacer un aporte sin dudas significativo.

Si bien es dable suponer que el tiempo desaprovechado da cuenta de las tensiones que acumula el propio sistema educativo, en el marco del desajuste de expectativas que los propios actores encarnan, a lo largo de mi trabajo de campo he podido registrar una gran variedad de prácticas que los y las estudiantes despliegan durante el desarrollo de las clases. Pasar por alto aquello que está en juego podrá formar parte de las disposiciones que docentes y directivos despliegan, toda vez que sancionan formal o informalmente alguna de las conductas de sus estudiantes. Sin embargo, la riqueza de experiencias que están teniendo lugar allí se convierten en el material crudo que moviliza al etnógrafo. Cabe en este sentido preguntarse ¿hay alguna clase de unidad en medio de la diversidad de prácticas que los estudiantes llevan adelante durante la clase? ¿Es posible identificar en esos usos alternativos del tiempo escolar cierta clase de componente estructural o estructurador de las prácticas? Para avanzar con esta discusión, e intentar superar las antinomias mencionadas más arriba, a continuación me propongo esbozar una etnografía del tiempo y de la espera en las escuelas.

Las formas de la pregunta: del tiempo vacío a los tiempos otros

Un posible punto de partida para trasladar estas consideraciones al plano analítico gira en torno a la cuestión de las formas que fue tomando, en el propio discurrir del trabajo etnográfico, aquella pregunta que inicialmente motivó mi investigación. Me refiero con ello al hecho de que mi entrada a las escuelas secundarias y en especial a tres de ellas, formara parte de una estrategia que apuntaba inicialmente a dar cuenta del papel de la educación formal en la formación ciudadana de los y las jóvenes. Esto, habida cuenta de las experiencias de protestas estudiantiles que han tenido lugar en los últimos años en reclamo por mejoras en la infraestructura, pero también para lograr una mayor incidencia en los ámbitos de decisión acerca de cuestiones curriculares y del gobierno del propio sistema educativo (Míguez y Hernández, 2016).

Una de las cuestiones que catapultó la necesidad de referir a la formación ciudadana como el despliegue de un conjunto variable y relativamente heterogéneo de prácticas y sentidos, que se presentan como textura y como gramática propiamente política en medio de la vida escolar, resultó del esfuerzo que implicó realizar trabajo de campo en varias escuelas y clases al mismo tiempo. Esto me llevó inevitablemente a encontrarme con las más variadas experiencias, poniendo a prueba el talante específico que hace de la escuela secundaria una de las instituciones encargadas de asegurar el derecho a la educación. Así fue que en medio de mis observaciones me encontré ante la necesidad de reformular mi pregunta inicial, la cual me llevó particularmente en el caso de la Escuela Guillermo Bustos3 a plantearme qué ocurre cuando en una clase no parece haber nada significativo o específico desde el punto de vista de quien se interesa por las formas de construcción y formación ciudadana en escuelas secundarias.

Mientras la idea de presencia/ausencia de aquello que el etnógrafo ha ido a buscar a un escenario social específico conduciría a esbozar algún tipo de noción de tiempo vacío o tiempo perdido, en mi caso opté por profundizar la densa trama de prácticas, sentidos y relaciones que docentes y estudiantes tejen cotidianamente durante las clases de ciudadanía. De este modo es que la perplejidad inicial ante una textura política que era para mí indescifrable, hasta entonces, me llevó a apoyarme una vez más en la descripción densa (Geertz, 2003) según reza la máxima antropológica. Sin lugar a dudas, en la clase de ciudadanía se suceden una infinidad de prácticas a partir, pero también más allá, de lo que se supone que debe ocurrir según normativas, planificaciones y evaluaciones. Esas otras temporalidades que desbordan permanentemente el cauce de las expectativas legítimas, requieren y exigen otro tipo de mirada. Una más atenta a los modos en que estudiantes y docentes construyen sus relaciones en lo cotidiano y que, en caso de ser necesario, esté dispuesta a desprenderse del gradualismo que arrastra toda perspectiva que de un modo u otro se inspira en la cumplimentación o no de la norma. Pues ese ajuste de la mirada también depende de un ejercicio reflexivo constante.

La espera en medio del fuego cruzado de expectativas

Una de las cuestiones que comenzó a llamarme la atención, en la medida en que se prolongaba mi presencia en las escuelas, fue el hecho de que una gran parte de los estudiantes no hiciera nada. O que al menos se refirieran de este modo a su propio modo de habitar el aula durante la clase de ciudadanía. Considero que esta doble condición, debido a su propia opacidad resulta fundamental para la construcción del problema. Llamativamente, ese «no hacer nada» —en tanto categoría nativa— refiere a una gran variedad de prácticas vinculadas al cuidado personal (maquillarse, depilarse las cejas o revisarse el estado del cutis facial), juegos (de cartas, mediante aplicaciones en el teléfono celular y algunos deportes o juegos físicos adaptados a espacios reducidos), la resolución de actividades de otras asignaturas e incluso conversar y discutir sobre los más variados asuntos personales (la familia, los noviazgos, la ropa, las calificaciones y promedios), mientras intercambian masajes o caricias. El hecho de que este tipo de interacciones horizontales tan heterogéneas entre sí resulten de algún modo invisibles para los propios estudiantes, pone de relieve cierto desajuste entre las expectativas acerca de lo que debieran hacer durante la clase (o lo que el profesor debiera exigirles) y aquello que realmente hacen. Es que lejos de entender que ese amplio margen de maniobra con el que cuentan —a veces abiertamente facilitado por los docentes— es una condición que pueden aprovechar en función de sus propios intereses, en ocasiones da cuenta de cierta inconformidad, pasible de ser redefinida incluso como demanda. Demandas respecto a saberes que no son impartidos ni aprehendidos, límites que deben ser impuestos y criterios de justicia que no se manifiestan de modo ecuánime al momento de evaluar o sancionar. Pero lo que caracteriza a las clases de ciudadanía de segundo año de la Escuela Guillermo Bustos es que este «no hacer nada», lejos de traducirse en una demanda, conduce a otra noción aún más habitual como es la de «molestar». Así es como se refieren los propios estudiantes a un repertorio relativamente definido, aunque siempre abierto a nuevas tácticas, tendiente a desestabilizar el orden de la interacción. Un tipo de orden que contribuyen a mantener tanto aquellos estudiantes que responden favorablemente a las consignas de la docente como quienes optan por «no hacer nada». Esconder el «libro de temas», las carpetas y otros útiles de sus compañeros o arrojarse toda clase de objetos, al punto en que por momentos la clase se convierte en una batalla campal, forman parte del guión que aquellos estudiantes siguen a diario durante las clases de ciudadanía.

Al llegar a este punto cabe retomar la pregunta central de este trabajo, la cual apunta a dilucidar si es posible pensar en algún tipo de unidad que dé sentido y espesor al aparente vacío con que los jóvenes se representan aquel conjunto de prácticas intermedias. Y con intermedias me refiero al espacio físico y simbólico que transcurre entre la primera fila del aula (donde elijen sentarse los estudiantes, mientras copian el dictado de la profesora) y la última (el origen de donde provienen los proyectiles que habitualmente surcan el aire del aula y el mejor lugar para esconder objetos personales), y que involucra sin dudas un modo específico de habitar el aula que no puede ser desestimado.

Esta suerte de taxonomía fundamental que debe ser tomada apenas como un modo esquemático de graficar aquello que sucede de modo más o menos recurrente durante la clase de ciudadanía, permite reconstruir una parte importante de las dinámicas de interacción que allí tienen lugar. Si bien todos están igualmente obligados a estar allí sentados mientras la docente dicta su clase, es imposible desentenderse de las diferencias que se manifiestan en el modo en que los estudiantes habitan, y por lo tanto interactúan, dentro el aula. Cabe en este sentido considerar a modo de clave interpretativa la distinción entre aquellos estudiantes que aprenden ciudadanía, quienes esperan mientras los primeros aprenden ciudadanía y, finalmente, quienes se resisten a esperar. Esta lectura en clave tempográfica permite redefinir los términos en los que es posible inicialmente diferenciar a aquellos estudiantes que copian, respecto de quienes se desempeñan como los profesionales del desorden, mientras un tercer grupo queda atrapado en el medio de esa virtual tensión normativa. Considero que esta clave de lectura, que es a la vez temporal y espacial, pone en juego otra dimensión de los modos en que se ejerce el poder y la dominación a través de las instituciones de educación formal y, más específicamente, de los modos insospechados a través de los cuales se lleva a la práctica la formación ciudadana.

Para ilustrar la clase de problemas que se tornan visibles una vez que se asume este punto de vista analítico, pasaré a describir algunas situaciones que constituyen verdaderas escenas etnográficas (Del Río y Álvarez, 1999). Si bien resultaría inadecuado generalizar aquí algún tipo de conclusión, considero que la potencia interpretativa de estas observaciones puede sugerir nuevas lecturas sobre procesos y experiencias similares o equivalentes.

La espera como experiencia temporal y espacial en la escuela

A lo largo de mi trabajo de campo me he encontrado frente a una serie de indicios o microdatos que refieren a la espera como una práctica habitual en las escuelas secundarias. La gravidez del clima que se vive en el aula en esos minutos que preceden al sonido del timbre que anuncia el comienzo del próximo recreo; los amontonamientos de estudiantes alrededor de la puerta del aula, expectantes de que la profesora no haya asistido a clases aquel día; o incluso la forma de experimentar la distancia temporal que separa cada día de la semana del próximo viernes, aparecen en medio de otras tantas escenas cotidianas. En este sentido, si bien la espera resulta constatable a nivel empírico, pone a prueba la astucia interpretativa acerca del tiempo escolar. Esto, en la medida en que solamente el ejercicio reflexivo constante permite desarrollar la sensibilidad necesaria ante la —a veces— imperceptible textura de la trama cotidiana que constituye la vida escolar.

Durante mis observaciones de la clase de ciudadanía en la Escuela Bustos pude identificar una suerte de tensión persistente entre el adentro y el afuera del aula, que influye en los modos de habitar la clase. Me ha resultado útil representar esta fuerza como una especie de hilo invisible, de elasticidad variable, que arrastra a los estudiantes hacia la puerta del aula, e incluso más allá de esta. Pues bien, esta dimensión espacial se articula de un modo complejo respecto del manejo y la organización del tiempo en la escuela. Podrá argumentarse a priori que el sonido del timbre representa por antonomasia el marcador del comienzo y la finalización de la clase, lo que equivale a preanunciar los movimientos de entrada y salida del aula. No obstante, la observación sostenida permite constatar, en torno a ese mismo sonido, la existencia de un límite temporal y espacial sumamente poroso. Si bien debo decir que durante el período en que realicé mi trabajo de campo jamás registré algún tipo de sanción que recayera sobre un estudiante por salir o evadir una clase, esto no implica que no existan otros modos más informales de control. En aquellas situaciones en que los estudiantes intentar salir del aula —siguiendo el rastro de aquel hilo invisible—, antes de cruzar la puerta suelen dirigir una mirada a la docente pidiendo su aprobación. Un simple gesto, a veces acompañado de una expresión del tipo «ni se te ocurra», basta para que desistan de inmediato. Pero si hay algo que resulta más sugerente aún es el modo persistente en que algunos estudiantes se empeñan en escamotear los últimos minutos de la clase. Si bien la profesora suele advertir cómo algunos cuerpos comienzan a desplazarse lentamente hacia la puerta, llevando sus mochilas a cuestas, apenas se conforma con que el pequeño grupo de estudiantes de la primera fila la sigan con relativa atención. En una ocasión pude registrar cómo el miedo a que aquella fila no autorizada en cercanías de la puerta diera lugar a una fuga masiva, la llevó a colocar una mesa como barrera física. Incluso es posible observar días en que algunos estudiantes se pasan toda la clase cargando sus mochilas sobre sus espaldas, a la espera de que la clase llegue a su fin. Esta posición defensiva con la que intentan además prevenir que les quiten y oculten sus efectos personales, termina de ilustrar un sector de aquel escenario en el que la unidad aula/clase se presenta como un límite temporal y espacial.

Al llegar a este punto considero fundamental hacer hincapié en que es allí/entonces donde y cuando la espera se constituye en una experiencia aprendida colectivamente. Con ello me refiero a que este experiencia no solo incluye a quienes aprenden a esperar que otros aprendan de ciudadanía y a quienes se resisten a esperar. También alcanza a la propia docente y a los estudiantes de la primera fila. En cuanto a la «profe de ciudadanía», por un lado, no pasa desapercibida la constante incomodidad y ansiedad de quien espera algún día poder captar la atención de sus estudiantes y provocar su participación durante la clase. Lo que habitualmente es buscado a partir de alguna consigna de debate. Para ello se empeña, según ella misma me explicó, en seleccionar algunos temas que considera pueden hacer sentido entre los adolescentes, como el consumo de drogas, el acoso y distintas formas de violencias. Esto, como respuesta inmediata frente al fracaso inicial que supuso abordar las diferencias entre «ética y moral».

Para ilustrar algunas de las dinámicas implicadas cabe mencionar aquella ocasión en que pude registrar cómo la presión de los alumnos en las inmediaciones de la puerta fue tal, que ese hilo invisible los arrastró fuera del aula 10 o 15 minutos antes de que sonara el timbre, como quien abre la compuerta de un dique a punto de rebalsar. Mientras en el aula solo quedaron 3 estudiantes. Por un lado, Miguel, quien insistía en esconderle el libro de temas a la profesora, buscando llamar su atención para que le permitiera abandonar el aula. Pese a lo irónica o confusa que pudiera resultar esta escena, muestra cómo la espera a veces es aprendida e incorporada con una eficacia tal que los actores pierden de vista todo cambio en las condiciones y contexto inmediato. Pero no solo Miguel esperaba, sino también Paula y Belén, que le insistieron en varias ocasiones a la profesora que la clase aún no había terminado. Ignorando con cierta habilidad las posiciones esgrimidas por estos tres estudiantes, la docente comenzó a acomodar entonces sus cosas para finalmente retirarse. Podría decirse que aquella escena permite observar en cierto modo cómo la imposibilidad de construir un límite físico y simbólico eficaz, confluye en el caso de «la profe» con el cansancio de esperar la atención y la participación de sus estudiantes, algo que jamás llegó. Pero además muestra cómo en ciertas ocasiones la experiencia de la espera también se invierte. Este es el caso de quienes se mantienen en actitud de espera el final de una clase interrumpida antes de tiempo. Esto podrá sugerir que se trata de un juego de suma cero, pero sobre todo muestra el carácter relacional, contingente y abierto que asume la clase de ciudadanía cuando se configura como un escenario de aprendizaje y de espera.

Conclusiones

Aquí finaliza de algún modo nuestro andar tras la búsqueda de las formas en que se ejerce el poder y la dominación en las instituciones de educación formal. Para ello, nos hemos apoyado en un análisis en clave temporal y espacial de los modos en que se experimentan aquellas tramas y modos de relacionarse en la vida cotidiana. Este camino nos ha llevado de las salas y las listas de espera a las escuelas, para finalmente sentarnos a pensar desde una de las aulas de una escuela secundaria de la ciudad de Córdoba, Argentina. A partir de una serie de consideraciones respecto al tiempo como una experiencia social aprendida, he intentado ubicar algunas coordenadas que nos permitan entender a la espera como una forma particular de ejercicio del poder y la dominación. Esto no solo pone en consideración un locus de conflicto, sino también un cronos de aquello que es aprendido. En este sentido, me he empeñado en mostrar lo estéril que resulta pensar en una distinción sustancial entre un tiempo de la escuela, por un lado, y un tiempo del alumno, por el otro, siendo que éstos se atraviesan permanentemente.

Entre aquellas tareas que urge resolver, vale mencionar la importancia de discutir y revisar en profundidad aquellas nociones de tiempo que son tributarias de otras esferas sociales y cronosistemas en los cuales se imponen sin mayores dificultades ciertas ritmos de productividad y aprovechamiento del tiempo físico o biológico. Es que en las escuelas no existe nada parecido a un tiempo vacío o perdido, excepto que nos dejemos llevar por las mareas normativas. Aprender a nadar equivale en este caso al ejercicio reflexivo e interpretativo constante. De este modo, es posible que la tensión normativa implicada en un proceso o relación sea desnudada, mostrando nuevas facetas, más próximas incluso a las experiencias de aprendizaje. Al considerar la porosidad de los límites espaciales, tal como se manifiestan en y más allá de las aulas, la espera aparece como un elemento aglutinador y en algún sentido estructurador de ciertos clivajes. Estos instituyen una forma de habitar el aula, haciendo tiempo y lugar a una formación ciudadana particular en la que no solo se asignan y construyen roles sino que genera disposiciones (escuchar y aprender, jugar y molestar, o simplemente evadir la clase). Es en esos cómo, dónde y cuándo los tiempos objetivo y subjetivo se atraviesan y configuran recíprocamente. Si bien todos aprenden a esperar, esa espera no es homogénea ni mucho menos los afecta de igual modo. Tanto las expectativas como las frustraciones se presentan como desigualmente distribuidas. Allí el tiempo escolar se vuelve un escenario de tensión y potencial conflicto. En aquellos casos en que no se manifiestan o traducen en demandas, las experiencias escolares pueden alumbrar otros tipos de ejercicio del poder y la dominación, que se tornan visibles solamente si son analizadas en clave tempográfica.

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Notas

1 Si bien debo decir que comencé mi trabajo de campo en el marco de las protestas estudiantiles que tuvieron lugar en la ciudad de Córdoba (Argentina) con motivo de la sanción de una nueva ley de educación provincial en 2010, las escenas etnográficas sobre las que versa el presente análisis fueron registradas fundamentalmente durante 2016. En esta última etapa de mi trabajo de campo, que dio lugar a la elaboración de mi tesis doctoral en Ciencias Antropológicas (UNC), llevé adelante un registro extenso de las observaciones realizadas en las clases de Ciudadanía y Participación (de 2° año) y Ciudadanía y Política (de 6° año) en tres escuelas secundarias. Estas observaciones me encontraron participando en reuniones de Centros de Estudiantes y de personal docente, en protestas estudiantiles, y otros espacios de interacción cotidiana. Como estrategia complementaria realicé más de 40 entrevistas semi–estructuradas, tanto individuales como grupales a alumnos, docentes, preceptores y directivos. Finalmente, hice un extenso trabajo de revisión documental que incluyó, además de legislación nacional y provincial, algunas orientaciones curriculares, memos y resoluciones, los programas de las asignaturas, libros de temas y carpetas de los propios estudiantes.
2 Llegando a imponerse en ocasiones no solo la discusión acerca de la cantidad de tiempo escolar disponible (Martinic, 2015) sino incluso aquella acerca de la «gestión adecuada» del mismo (Abadzi, 2007).
3 Huelga decir que se trata tan solo de un nombre ficticio, elegido a los fines de ofrecer un rostro y una arquitectura palpable que intenta conservar algunos de los aspectos fundamentales que están implicados en los modos específicos de habitar y referir a una de las escuelas en la que realicé parte del trabajo de campo. Lo mismo vale para los nombres de los estudiantes que aquí se mencionan.

Notas de autor

* Es Licenciado en Sociología por la Universidad Nacional de Villa María (UNVM) y Doctor en Ciencias Antropológicas, por la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC). Ha sido docente de la Universidad Nacional de Villa María y de la Universidad Nacional de Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur, además de Profesor invitado en la Universidad Nacional de San Luis. Actualmente dirige el proyecto de investigación Expectativas y redes de sociabilidad juvenil: un estudio acerca de las experiencias y sentidos de ser joven en Villa María (2020–2021).
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