Artículos
La teoría del Estado en la era del individuo
State Theory in the Age of the Individual
La teoría del Estado en la era del individuo
Tópicos, núm. 44, 2022
Asociación Revista de Filosofía de Santa Fe
Recepción: 01 Febrero 2021
Aprobación: 01 Agosto 2021
Resumen: Las primeras elaboraciones sistemáticas sobre la obligación estatal parten de la identificación de la voluntad y los derechos del individuo como fuente de legitimación de todo orden. Este artículo ofrece una mirada panorámica e introductoria a las contribuciones señeras del moderno derecho natural, al tiempo que problematiza el lugar que estas teorías asignan a las mujeres y a los no europeos.
Palabras clave: Teoría del Estado, Individuo, Liberalismo, Género, Servidumbre.
Abstract: The first systematic reflections on state rule identify the source of legitimacy of every political order in the will and rights of the individual. This article provides an introductory and bird’s eye view of the foundational contributions of modern natural right, as well as a problematization of the place these theories assign to women and non-Europeans.
Keywords: Theory of the State, Individual, Liberalism, Gender, Servitude.
La era del individuo
Es propio de nuestro tiempo el postular que el Estado no constituye una permanente antropológica: que la estatalidad tiene su historia y que esa historia es más breve y más reciente que la historia de la humanidad. Igualmente propio de nuestro tiempo es el postulado de que el individuo tampoco constituye una permanente antropológica: que el individualismo también tiene su historia y que esa historia es también más breve y más reciente que la historia humana. Y bien, dando ambos postulados por ciertos, nos interesa aquí reconstruir el momento en que el Estado y el individuo se encuentran en una historia común.
Empecemos por ganar claridad sobre eso que llamamos individualismo. Es habitual referir la emergencia del individualismo a las doctrinas contractuales del siglo XVII. Por caso, el profesor de Oxford C. B. Macpherson reconoce la emergencia del individualismo en las teorías políticas de la segunda mitad del 1600, en un arco que va de Thomas Hobbes a John Locke. Ahora bien, el hecho de que Macpherson hable en su libro de “individualismo posesivo” hace pensar que el ejemplar “posesivo” al que allí se refiere constituye solo una especie de “individualismo” entre varias otras, o que este espécimen moderno pertenece a un género más vasto y tal vez más antiguo[1].
Algo de esto puede rastrearse en los trabajos de su par de Cambridge, Quentin Skinner. Precisamente, en su exploración de los fundamentos del pensamiento político moderno, Skinner no puede dejar de tomar nota del renovado interés en la personalidad individual que es desplegado por el humanismo a partir del siglo XIII. Concretamente, lo que interesa a los humanistas del Renacimiento es la capacidad del hombre de emplear su poder para transformarse a sí mismo y para transformar la naturaleza. Esta vis arquitectónica del individuo laborioso constituye para Skinner uno de los fundamentos del pensamiento político moderno, reconocible ya en el Renacimiento[2].
Pero, ¿por qué contentarnos con eso? El profesor de Oxford Larry Siedentop remonta la invención del individuo a la revolución moral introducida por el cristianismo. Concretamente, el individualismo puede reconocerse ya en la enseñanza de Cristo, allí donde postula la igualdad moral de todos los hombres, en contra de las desigualdades naturales, y la libertad de la agencia humana, en contra de todo determinismo del destino. Conforme la propuesta de Siedentop, es en la filosofía de Pablo de Tarso donde debe iniciarse el relato de cómo el individuo se volvió el organizador de la sociedad en Occidente[3].
Aún más allá va el profesor de la London School of Economics, Friedrich Hayek, al señalar que los elementos del individualismo deben rastrearse no solo en el Renacimiento o en el cristianismo, sino también en la filosofía de la Antigüedad clásica. Es que, para Hayek, el respeto al hombre individual en tanto que hombre es coetáneo a la civilización occidental europea[4]. Si, en esta pendiente expansiva, nos dejamos llevar por otro eminente profesor de Oxford, como lo es Isaiah Berlin, tendremos que admitir que la cuestión de “¿por qué debe obedecer un individuo?” constituye la “pregunta eterna” de la filosofía política[5]. Procediendo así, la era del individuo se nos vuelve coetánea a la existencia humana o, cuanto menos, al afán humano por preguntarse sobre las cosas políticas.
Claro que estos profesores emplean los términos de individuo e individualismo en diversos sentidos. Una cosa es la preocupación ética por el cultivo de la individualidad olímpica; otra es la preocupación religiosa por la salvación ultramundana del alma; otra es el interés por los prodigios técnicos de que es capaz la creatividad humana; otra muy distinta es finalmente la fundamentación moral del derecho individual a la apropiación irrestricta. Cierto es que, en todos estos casos, se habla de individuo y de individualismo, pero a nadie escapa que con ello se mientan cosas diferentes.
Sobre este tema, es Leo Strauss quien puede brindarnos una medida de claridad. Para este profesor alemán, la cuestión de la individualidad constituye el fondo de la querella entre antiguos y modernos[6]. Siendo así, una comparación de las perspectivas de los antiguos y los modernos debería permitirnos captar con mayor claridad de qué hablamos cuando decimos “individualismo”. Strauss sostiene que la filosofía política antigua o clásica parte de la descripción de un orden cósmico que permite identificar el lugar que cada tipo o clase de individuo ocupa al interior del todo. De allí que una ciudad bien ordenada, una ciudad organizada conforme al orden natural, sea aquella en la que cada individuo ocupa la posición naturalmente asignada a su tipo o clase, y desempeña el deber o tarea que le corresponde[7]. En lo esencial, la enseñanza filosófica de los antiguos no se aleja de la enseñanza bíblica: también aquí el hombre ocupa un lugar entre las criaturas. Se trata de un lugar eminente, pues el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios y es llamado a cuidar la creación y hacerla fructificar. Aquí también la virtud consiste en tomar nota del lugar que cada quien ocupa al interior del todo y en desempeñar el deber o tarea correspondiente.[8]
Ahora bien, Strauss sostiene que la filosofía política moderna desconfía de estos relatos cosmológicos o cosmoteológicos sobre el todo. Pero su punto de partida no está en una descripción alternativa del todo, sino en una descripción de la parte o del individuo. Y es a partir de esa descripción del individuo, de sus pasiones y derechos, que la filosofía política moderna deriva una reflexión sobre el orden social más adecuado[9]. Esta inversión de la enseñanza política, que en los antiguos iba del todo a la parte y en los modernos, de la parte al todo, puede describirse también como la sustitución de la “ley de naturaleza” por los “derechos humanos”. Esta sustitución implica un doble corrimiento. Por un lado, el deber ante la ley que rige al todo cede su lugar a la afirmación de los derechos del individuo. Por otro lado, la naturaleza, como estándar o guía de la acción, cede su lugar al hombre, como fuente de toda legitimidad y fin de todo orden social. El estatuto que los modernos asignan a la individualidad puede describirse entonces como el doble reemplazo de la ley por los derechos y de la naturaleza por los hombres[10].
En vista de estas precisiones, podemos decir que, con el advenimiento de la filosofía política moderna, el individuo queda colocado en el punto de partida o fundamento de toda reflexión sobre la buena sociedad. El papel protagónico que asume el individualismo para los modernos, en contraste con el rol secundario que desempeña para los antiguos, nos habilita a identificar el advenimiento de la filosofía política moderna con el inicio de era del individuo.
Ahora bien, el inicio de la era del individuo tanto como el advenimiento de la filosofía política moderna tienen lugar en la obra de Thomas Hobbes. Pues, precisamente, es en su ciencia política que tiene lugar el encuentro primero del Estado y el individuo. De allí que nuestro recorrido comience con un sondeo de la relación entre individuo y Estado, tal como es articulada por la ciencia política de Hobbes. Hecho esto, nos preguntaremos si este individuo que traba relación con el Estado no es el resultado segundo de un proceso de preselección de quiénes cuentan como ciudadanos y quiénes no. De ser así, la domesticidad de las mujeres, la servidumbre de los amerindios y la esclavitud de los afroamericanos configurarían un triple desafío a las pretensiones universalistas de la era del individuo. Hecho esto, reconstruiremos las reflexiones de Jean-Jacques Rousseau y Emmanuel-Joseph Sieyès en torno al problema de la exclusión y al desafío de la igualdad. El artículo concluye con una reflexión sobre la actualidad de estos debates en el marco de la cultura liberal que nos resulta contemporánea.
La ciencia política
La obra de Thomas Hobbes constituye la primera aproximación científica a las cosas políticas. Cuanto menos, ese es el modo en que el mismo Hobbes concibe su tarea. Hay que decir que en el siglo XVII “ciencia” y “filosofía” todavía no remiten a dominios separados o distinguibles, sino que aparecen como términos más bien intercambiables[11]. La ciencia o filosofía política de Hobbes implica, sí, una separación o distinción respecto de la ciencia o filosofía política de los antiguos[12]. Podría pensarse que lo propio de la modernidad científica o filosófica viene dado por la aplicación del método científico: de aquel proceder metódico con que Hobbes entró en contacto al visitar a Galileo[13].
Conforme al método de Galileo, en el estudio de las cuestiones se debe proceder desmontando el objeto hasta dar con sus componentes elementales y recomponiendo luego el conjunto mediante una deducción clara[14]. Este proceder “resolutivo compositivo” es análogo al proceder de un relojero que se enfrenta con un ejemplar que no funciona: lo primero que debe hacerse es desarmar la máquina, separando sus diversas partes y disponiéndolas sobre el tablero de trabajo. Una vez desarmado el mecanismo de conjunto, se observan las piezas elementales, aquellas que no pueden ya dividirse sin romperse, y se estudia el funcionamiento de cada una de ellas. Esto permite recomponer el conjunto de manera clara y razonada, partiendo de la comprensión adecuada del funcionamiento de las piezas individuales[15]. Análogo proceder resulta el del científico o filósofo de las cosas políticas, que se enfrenta con un Estado que no funciona y, a efectos de comprenderlo, debe desmontar sus diferentes mecanismos para dar con las piezas elementales.
Ahora bien, al desarmar o descomponer el Estado en el camino resolutivo de su razonamiento, el científico o filósofo político recrea en su mente algo de lo que le sucede al Estado durante la guerra civil. Es que la guerra civil también desarma o descompone la maquinaria estatal: la hostilidad entre conciudadanos tiene por efecto el distanciar y separar a compatriotas, coprovincianos, colegas, vecinos, familiares… A medida que la hostilidad se intensifica en el interior de la comunidad política, todas las partes del Estado comienzan a desmontarse: la guerra civil desarma los países, las provincias, las corporaciones, los barrios y las familias, a tal punto que el individuo queda suelto y aislado[16].
Con esto en mente, podemos sospechar que, más que en la transposición del método de las ciencias naturales, la filosofía o ciencia política moderna encuentra su fundamento en una experiencia directa de la vida humana y en la actitud o disposición moral que de ella deriva[17]. En la soledad de su existencia amenazada, el individuo queda expuesto como una pieza de relojería dispuesta sobre el tablero de trabajo. Y bien, ¿cuál es el aspecto de estas piezas elementales? Lo primero que nota Hobbes es que las piezas que conforman el Estado son iguales unas a otras. Si bien no son idénticas, esas piezas individuales tampoco presentan diferencias de fuerza o de inteligencia tan evidentes que hagan ostensible una jerarquización natural entre ellas. Así, siendo que las diferencias entre individuos no resultan determinantes, estas pueden ser abstraídas, permitiendo identificar la pieza elemental de la maquinaria con el individuo abstracto o genérico. Si hubiera entre nosotros personas de cuatro metros de altura, portadoras de una fuerza descomunal y de una inteligencia superlativa, nuestra inclinación a obedecerlas sería algo natural[18]. Siendo que ese no es el caso, no queda claro quién debe mandar y quién obedecer; y esa falta de claridad hace que toda jerarquía resulte cuestionable. De allí que la ausencia de desigualdades naturales evidentes sea fuente de discordia.
Esta natural discordia presenta tres formas. Los individuos buscan su felicidad mediante la obtención de las cosas que desean. Ahora bien, una misma cosa puede ser objeto de deseo de más de un individuo y es inevitable que esto genere competencia entre ellos. Esa competencia está pronta a volverse desconfianza, allí donde el individuo siente que la contigüidad de otros es fuente de amenaza e inseguridad para sus cosas, pero también para su vida. A la competencia y la desconfianza se suma también la ofensa, allí donde el modo en que los demás actúan no se corresponde con la estima que el propio individuo tiene de sí. Así sueltos, los individuos que buscan beneficios, seguridad y reputación se vuelven mutuamente competitivos, desconfiados y orgullosos. Pésimo se llevan los individuos en una situación así. En este clima de hostilidad, es esperable que busquen la paz. Pero, mientras no haya expectativas de una paz inminente, lo más razonable es que cada quien se prepare para dar guerra. En este estado de amenaza permanente, ¿qué podría limitar el derecho del individuo a hacer todo lo posible para salvar su vida? Es comprensible que el individuo amenazado piense que tienen el derecho a todo lo que esté a su alcance para salvarse, o que lo asiste el derecho natural a todas las cosas. Ahora bien, un Estado en el que cada quien tiene derecho a todo no puede ser sino un Estado de guerra. ¿Quién puede vivir así? Nadie puede vivir así.
Habrá quienes, buscando la paz y evitando la guerra, se propongan actuar con justicia respecto del resto. Pero ¿qué es justo o justicia en una situación así? Se dice que actúa injustamente quien traiciona la confianza de aquel con quien convino o pactó algo. Si esto es así, la justicia consiste entonces en cumplir los pactos o convenios. Ahora bien, en una situación de constante temor, incluso las personas de mejor corazón se verán forzadas a incumplir lo convenido si es que con ello logran conjurar la amenaza mortal que sobre ellas pende. ¿Quién puede reprender moralmente a alguien que incumple la palabra empeñada para salvar su vida? En esta situación terrible, en la que no hay un poder vinculante en condiciones de brindar seguridad jurídica, cada quien hace lo que puede y todo lo que se haga es igualmente justo e injusto. Se dice también que justo es dar a cada quien lo suyo. Pero en una situación tal que cada quien es el único guardián de sus propias espaldas, ¿quién puede reprender moralmente a quien toma lo que no es suyo, si siente que en ello se le va la vida? Es este estado terrible, no hay lo mío ni lo tuyo ni lo justo ni lo injusto: no hay por ende propiedad ni justicia que puedan brindar un criterio de orden.[19]
¿Cómo se sale de esta? ¿Cómo transformar la discordia en concordia? La paz civil solo puede alcanzarse allí donde un poder común protege a los individuos y garantiza con ello un orden jurídico respetuoso de la propiedad y de los pactos. De lograr esto, la búsqueda de seguridad dejaría de profundizar la desconfianza para concitar obediencia, la búsqueda de beneficios dejaría de exacerbar la competencia para incitar al trabajo y la búsqueda de reputación dejaría de azuzar la ofensa para estimular la industria[20]. Esto es decir que el temor a la muerte, el deseo de comodidades y la esperanza de obtenerlas mediante la industria son tres pasiones que conducen a la paz. Ahora bien, solo hay una manera de alcanzar la paz civil: todos deben dar un paso atrás. Todos, menos uno. Aquel que queda al frente resulta el encargado de proteger al conjunto y de garantizar el orden. Para ello, todo el resto debe transferirle su derecho natural a protegerse y obligarse a tributarle obediencia[21].
En virtud de este prodigio, los individuos que así proceden dan vida a una persona artificial o a un autómata[22]. Esa persona artificial, que es el Estado, está compuesta por una cabeza, que es el soberano, y por un cuerpo, que es el pueblo. El soberano es una persona natural o una asamblea que representa al pueblo y actúa en nombre suyo. Por su parte, el pueblo es una pluralidad de personas naturales que, juntas, se vuelven el autor unitario de las acciones del soberano. De este modo, representante y representados se constituyen en un mismo momento: el primero, como actor autorizado por el consentimiento del pueblo; los segundos, como autores inactivos de las decisiones del soberano.[23] Si toda persona natural es autora de sus actos, la persona artificial a la que llamamos Estado aloja la acción en el soberano y la autoría en el pueblo.[24]
La persona que asume la representación del conjunto es dos cosas al mismo tiempo: por un lado, es una persona natural, de carne y hueso, como cualquier otro individuo; por el otro, es la cabeza o el rostro de esa persona artificial que es el estado. Con esto, el Estado hobbesiano remeda algo de la doctrina tardomedieval del derecho divino de reyes. Conforme esta doctrina, que llega a nosotros a través del historiador Ernst Kantorowicz, el rey cuenta con dos cuerpos: un cuerpo natural, sometido al paso del tiempo, a la enfermedad y a la muerte, y un cuerpo político, invisible e intangible, que garantiza la continuidad inmortal de la política y el gobierno a lo largo de las generaciones.[25]
Sostener que una persona de carne y hueso hace las veces de cabeza o de rostro del Estado da a pensar en una idea de representación en términos actorales o teatrales: el actor sostiene delante de su rostro natural la máscara de la persona que le toca representar[26]. Precisamente, en la etimología del término “persona” está la máscara que los actores del teatro griego empleaban para ocultar sus rostros y amplificar sus voces[27]. Y bien, ¿qué vocifera el representante soberano a través de su máscara? En primer lugar, el contenido de las leyes. El soberano es el único portador de la autoridad legislativa: elabora las leyes, las interpreta, las administra y las deroga también. Si bien puede delegar esa interpretación y administración en otros, el soberano siempre conserva la decisión última. Es que la autoridad nomotética del soberano es incondicionada. Y es claro por qué debe ser así. Antes de que emergiera el Estado, no era posible distinguir justicia de injusticia. Por ende, es absurdo pretender limitar el contenido de las leyes por criterios de justicia que antecedan al Estado. De igual modo, antes de que emergiera el estado, los individuos se encontraban atomizados en una existencia solitaria y terrible. Por ende, es absurdo que cualquier agrupamiento de individuos pretenda limitar el poder legislativo del soberano, apelando a derechos preexistentes. La ley deriva su carácter vinculante de la autoridad que la sanciona y no de su apelación a contenidos permanentes de justicia ni a libertades o derechos ancestrales[28]. Estas precisiones sobre la ley civil tienen implicancias respecto de la ley divina. Pues, en un Estado cristiano, las leyes civiles difícilmente conservarían su carácter vinculante si estuvieran reñidas con los mandatos divinos. Claro que no es el soberano, sino Dios, quien dicta la ley divina; pero, a efectos de la paz civil, se impone que sea el soberano el único intérprete de las disposiciones contenidas en las Escrituras. Por ende, corresponde al Estado el establecimiento de los preceptos de la fe pública.[29]
Ahora bien, pobre anatomía política es aquella que describe al Estado como un compuesto de solo dos elementos: una máscara ruidosa y un cuerpo sin forma. Para que el Estado se ponga en movimiento, es necesario que ese cuerpo político se dé partes específicas y diferenciadas. Precisamente, es tarea del soberano la de dar forma al conjunto. Esta generación prodigiosa del cuerpo político, que comienza cuando la masa informe se da una cabeza, se perfecciona a medida que la cabeza va distribuyendo la materia viva de su cuerpo, creando los diferentes músculos y órganos. La primera tarea de la cabeza de Estado es la de agrupar a los individuos, conformando diferentes músculos y miembros: estos son las provincias, ciudades y colonias; las universidades, colegios e iglesias; las empresas, mercados y familias. En segundo lugar, estos músculos deben complementarse con órganos. Así, el cuerpo político debe darse ojos que le permitan ver qué pasa fuera: para ello, se designan embajadores y diplomáticos. Debe darse estómago para nutrir al conjunto: para ello, se designan ministros encargados de la hacienda, el tesoro y los tributos. Debe darse manos para sostener las armas: para ello, se conforma un cuerpo de policía que apresa malhechores y reprime tumultos. Debe darse tendones y nervios para mover los músculos: estos son los gobernadores, rectores, clérigos y demás comisionados del soberano[30]. Si la formación de los músculos y órganos es producto de la decisión de la cabeza, sería absurdo que alguna de estas partes antepusiera al soberano títulos o derechos preexistentes. Toda agrupación de individuos que contravenga al soberano no equivale a otra cosa que a cálculos renales, a tumores o a gusanos que minan por dentro al cuerpo político[31].
A resultas de este proceder metódico, Hobbes parte del individuo, constata la soledad de su existencia amenazada y, a partir de allí, construye un cuerpo político en el cual el soberano se yergue como legislador incondicionado, como intérprete último de las Escrituras, como fuente de toda asociación y como creador de toda autoridad. En vista de la situación límite implicada en la guerra civil, el Estado se construye sobre una tabula rasa. Esto permite desacreditar todo criterio de justicia que se presuma superior a la ley civil, toda libertad o derecho que se presente como previamente adquirido, toda agrupación que se considere más fundamental que el Estado, todo título de autoridad que se presuma anterior o independiente del soberano. Antes del Estado no hay nada, por lo que frente al soberano no hay nadie.[32]
Ahora bien, el individualismo del comienzo desembocaría en un absolutismo irrestricto si no fuera por un detalle del sistema hobbesiano. Concretamente, al abordar la potestad soberana de interpretar las Escrituras, Hobbes sostiene que, en su fuero interno, el individuo puede creer lo que quiera, siempre que se avenga externamente a los preceptos de la fe pública establecidos por el soberano[33]. De este modo, cada persona que conforma al pueblo es dos cosas al mismo tiempo: por un lado, es un ciudadano del Estado que, en tanto tal, debe obedecer los mandatos del soberano; por otro lado, es un hombre privado que, en la interioridad de sus íntimas convicciones, puede creer lo que quiera. Si la persona del representante se desdobla en un cuerpo político y otro natural, la persona del representado también aparece duplicada en una existencia pública y otra privada. Esta reserva individualista que Hobbes aloja en la conciencia del individuo produce un desdoblamiento entre la profesión de fe pública y la confesión de fe privada. Y el hiato así abierto entre ambos términos constituye la sede de tres procesos políticos que se desarrollan de aquí en más. En primer lugar, en esta distancia entre la conformidad pública y la reserva privada, tiene lugar la génesis de la crítica al absolutismo estatal, que se cultiva primero en círculos de sociabilidad reservados y discretos y que, una vez que alcance publicidad, dará lugar a la Ilustración.[34] En segundo lugar, en este derecho que el individuo preserva respecto del Estado se reconoce también la primera semilla de la posterior expansión de los restantes derechos del individuo, entendido no solo como fundamento originario del orden social, sino también como límite permanente a la autoridad del Estado.[35] Finalmente, en este hiato entre la obediencia pública y la renuencia privada opera también el dispositivo de la confesión, clerical primero y laico después, como principal vector del disciplinamiento de los individuos[36].
Individuals that Matter
De todas las páginas que componen el Leviatán, hay una que, sin lugar a dudas, es la más sugerente y prolífica en consecuencias. Se trata del frontispicio en que se reproduce el grabado que Hobbes encargó al ilustrador francés Abraham Bosse[37]. Mucho se ha escrito sobre esta imagen, que muestra a una persona artificial, compuesta de una pluralidad de individuos amuchados[38]. Ya en la introducción se sostiene que los individuos constituyen la materia prima del Estado. Con esto, queda claro a qué se refiere Hobbes cuando, en el título de la obra, alude a the Matter del cuerpo político. Este materialismo corpóreo presente en el título, en el frontispicio y en la introducción del Leviatán difícilmente pueda compaginarse con el materialismo corpóreo igualmente identificable en un libro como Bodies that Matter, de Judith Butler. Sin embargo, hay algo en el título de la obra de Butler que resulta especialmente relevante para el propósito de la argumentación que sigue. Es que, en la reflexión contemporánea sobre las pautas sexo-genéricas que distinguen a los cuerpos que importan de los que no, Butler siente la obligación de recordar la realidad material de los cuerpos y los modos en que esa misma materia es formada o performada por prácticas sociales. Esta lucidez está presente en el título mismo de su libro, que admite dos traducciones posibles: Cuerposque importan, que es la traducción que conocemos; y Cuerpos: esa materia, que es una posibilidad habilitada desde el momento en que la portada del original en inglés imprime el título dejando un salto de línea entre la primera y la segunda palabra.
Con esto en mente, resulta posible volver a Hobbes con una inquietud renovada: si bien la materia prima de que está hecho el cuerpo político es la de meros individuos sin atributos, ¿no inquieta pensar que la fabricación de ese autómata puede estar precedida por un proceso de selección de la materia prima adecuada, esto es, por una partición entre los individuos que importan y los que no? El individuo genérico de que está hecho el Estado, ¿no es un individuo previamente generizado? Concretamente, ¿hay mujeres en el cuerpo político? Si sí, ¿cuál es el lugar que les cabe? Volvamos al frontispicio. Lo primero que salta a la vista es que la persona artificial del Estado tiene rasgos evidentemente masculinos. A nadie escapa que el Leviatán es un varón con bigote. Ahora bien, visto con mayor detalle, hay que decir que el cuerpo político está conformado por un número no desdeñable de mujeres[39]. Esto daría a pensar que Hobbes previó la presencia de mujeres en el emblema que encargó a Bosse o que, en el peor de los casos, Bosse las incorporó por propia cuenta y eso a Hobbes no le resultó tan inadmisible como para pedirle que corrigiera el dibujo.
Cierto es que, al caracterizar al individuo aislado o al individuo en estado natural, Hobbes no establece distinciones relevantes entre varones y mujeres. En contraste con lo que después harán John Locke y Jean-Jacques Rousseau, Hobbes considera que, en estado natural, las diferencias físicas e intelectuales entre varones y mujeres no son tan significativas como para explicar un dominio natural de los primeros sobre las segundas[40]. Llega incluso a sostener que el único dominio natural entre seres humanos es el que se da entre la madre y el recién nacido. El dominio del padre es fruto de una convención, puesto que siempre cabe la pregunta sobre el verdadero progenitor, mientras que sobre la filiación materna nunca cabe duda[41]. Ahora bien, esta natural igualdad entre varones y mujeres en algún momento se arruina. Es que, al definir la familia, Hobbes hace desaparecer a la mujer y habla solo del dominio del hombre sobre la progenie y la servidumbre. Si las figuras del padre, el hijo y el sirviente brindan una definición exhaustiva de la familia, el único lugar que cabe atribuir a la mujer adulta es el de sirvienta. Repasemos lo dicho. El punto de partida es el de una igualdad natural entre varones y mujeres. El punto de llegada es el de la institución de las familias como músculos imprescindibles del cuerpo político: familias conformadas por varones que dominan sobre hijos y sirvientes. En el medio algo pasó. ¿Cómo explicarlo? Es Carole Pateman quien explicita el paso que queda implícito en la teoría de Hobbes: previo a la constitución del Estado, las mujeres tienen que haber sido reducidas a la servidumbre por los varones. “En el estado natural todas las mujeres se convierten en sirvientas, todas las mujeres quedan, pues, excluidas del pacto original, esto es decir que todas las mujeres quedan excluidas de convertirse en individuos”[42]. Hemos visto cómo el individuo que pasa a formar parte del Estado se desdobla en una existencia pública y otra privada. El caso de la mujer, que pasa a formar parte del Estado como sirvienta, se resuelve en una existencia unidimensional, una existencia recluida al ámbito privado de la familia.[43]
Convertida en sierva o sirvienta, toda mujer corre la suerte de quienes son reducidos a la servidumbre: la de integrar el Estado, pero no como sujeto signatario, sino como objeto dominado; la de formar parte del cuerpo político, pero no como persona civil, sino como personal doméstico. Esto es decir que, al momento de la conformación del Estado, hay individuos que importan y los hay que no. Ahora bien, si el lugar de las mujeres en el frontispicio puede dar lugar a dudas, lo que está fuera de toda duda es que el cuerpo político diseñado por Hobbes no incluye ninguna figura africana ni americana. El individuo genérico de que está hecho el Estado parece estar no solo generizado sino también racializado: género femenino y genus no europeo constituyen sendos impedimentos para acceder a los derechos que derivan de la condición de individuo. Curiosamente, Bosse cuenta con dos emblemas en los que se personifican los continentes africano y americano, recurriendo a figuras alegóricas femeninas. Pero nada remotamente parecido se ilustra en el frontispicio del Leviatán. Claro que la pregunta por una composición multiétnica del cuerpo político hobbesiano puede resultar anacrónica, pero lo cierto es que los temas de la servidumbre y la esclavitud de los no europeos son asuntos muy relevantes para la época y muy difíciles de justificar desde una perspectiva que coloca la voluntad de cada individuo como única fuente de toda subordinación.
Ya desde el siglo anterior, la política española se ve atravesada por el debate sobre la servidumbre indígena. El dominico Bartolomé de las Casas es el primero en denunciar las matanzas y tratos vejatorios sobre los americanos y en resaltar las crueldades de la institución de la encomienda. En su Brevísima relación de la destrucción de Indias, escrita por encargo del monarca Carlos V, de las Casas brinda una crónica despiadada de las atrocidades que los súbditos cristianos infligen sobre hombres, mujeres y niños de América, a quienes sindican de “rebeldes y alzados contra el servicio de Su Majestad”, olvidando así el principio de que “ninguno es ni puede ser llamado rebelde si antes no es súbdito”[44].
Atribulado por la crónica provista por De las Casas, el monarca español lo convoca a un debate con Juan Ginés de Sepúlveda, cronista oficial de la Corona, que tiene a su cargo el registro histórico del reinado de Carlos V así como de las expediciones y campañas al Nuevo Mundo.[45] Sepúlveda es partidario del dominio sobre los americanos y lo justifica sobre la base de la diferente naturaleza que distingue a los hombres de las criaturas inferiores:
con perfecto derecho los españoles imperan sobre estos bárbaros del Nuevo Mundo é islas adyacentes, los cuales en prudencia, ingenio, virtud y humanidad son tan inferiores á los españoles como los niños á los adultos y las mujeres á los varones, habiendo entre ellos tanta diferencia como la que va de gentes fieras y crueles á gentes clementísimas, de los prodigiosamente intemperantes á los continentes y templados, y estoy por decir que de monos á hombres[46].
Así diciendo, Sepúlveda justifica el dominio español sobre los amerindios, sobre la base de un aristotelismo remozado que aduce la natural esclavitud de los seres irracionales[47].
Más templado respecto de la cuestión amerindia parece ser el dominico Francisco de Vitoria, que acaba por ser el más influyente de los doctrinarios españoles. Vitoria rechaza el rebajamiento de los indios a la condición de primates, niños o dementes[48]y cuestiona también todo título espiritual o secular que el papa o el emperador se atribuyan sobre el territorio americano[49]. Descartada la servidumbre natural del amerindio tanto como el señorío mundial del emperador y el papa, Vitoria considera que, así y todo, la conquista española se encuentra debidamente justificada. Esto, sobre la base de dos argumentos: el primero es el derecho de gentes a la intercomunicación natural entre los hombres y al comercio de cosas[50]; el segundo es el deber cristiano de llevar el Evangelio a todos los hombres[51]. La libertad de comunicación y de misión de los europeos justifica así el sometimiento de todos aquellos que obstaculicen el comercio humano tanto como la tarea de promulgar la Palabra de Dios[52].
Por lo que venimos de decir, queda claro que la discusión del siglo XVI español en torno al derecho de conquista y a la reducción de los amerindios a la servidumbre no responde todavía a las coordenadas individualistas modernas: ya sea que se aluda al derecho natural aristotélico o a la teología cristiana, en ningún caso el punto de partida de este debate español viene dado por la postulación del individuo genérico como fundamento del orden. Distinto es el caso de la teoría política inglesa del siglo XVII, que coloca en la voluntad y consentimiento del individuo la única fuente de legitimidad de la obediencia[53]. ¿Cómo compatibilizar el postulado individualista con la legitimidad de la servidumbre?
Un principio de compatibilización podría ser provisto por la figura del “Estado por adquisición” de Hobbes. Tras describir la institución del Estado mediante un pacto de todos con todos, Hobbes se detiene en el caso en que un jefe militar victorioso doblega a sus enemigos y estos, ante la inminencia de su fin, imploran que se los dispense de la muerte y convienen someterse al vencedor. Esto vale también para el enemigo vencido que ya no antepone resistencia, dando a entender con ello que consiente en someterse al dominio del otro para salvar su vida. Con esto, Hobbes hace ver que no es la fuerza del vencedor la que da lugar a la servidumbre, sino la voluntad del vencido de conservar su vida, poniéndose al servicio del otro.[54] Ahora bien, esta argumentación justifica la sujeción del individuo al poder del Estado que garantiza protección. Distinto es el caso del sometimiento del individuo al dominio de un particular que lo serviliza o esclaviza. Javier Vázquez Prieto recuerda que, en varios episodios de su obra política, Hobbes define a la libertad como la ausencia de dominio entre particulares. Siendo así, el consentimiento entre los individuos en ocasión del que surge el Estado debería excluir por principio toda forma de servidumbre y esclavitud entre ellos.[55]
Más explícita y, por ello también, más influyente resulta la argumentación de John Locke en torno al poder despótico. En sus tratados sobre el gobierno civil, publicados a fines de siglo XVII, Locke fustiga las teorías patriarcales que entienden la obligación política como un derivado del deber filial de los hijos hacia los padres. Contra la ideología oficial de la época, que concibe al monarca como un padre, con derechos igualmente absolutos sobre sus hijos,[56] Locke argumenta que no hay entre los hombres jerarquías naturales y que toda supraordinación debe basarse en el consentimiento de los subordinados. Este rechazo del poder patriarcal, que ocupa todo su primer tratado sobre el gobierno civil, apunta a reemplazar el modelo despótico de la obediencia filial al padre por el modelo liberal del contrato entre individuos iguales. Claro que el igualitarismo liberal de Locke solo apunta a abolir las desigualdades entre varones. El patriarcalismo contra el que aquí se fustiga es el que desiguala a padre e hijos, no el que desiguala al marido y la mujer. Todo a lo largo del relato de Locke, desde el comienzo y hasta el final, las mujeres son tenidas por inferiores y están natural y civilmente subordinadas a los varones[57].
Ahora bien, en su tratamiento del poder despótico, Locke distingue esclavitud de servidumbre. El esclavo es el enemigo sobreviviente de una guerra justa y legítima, cuya vida ha quedado en manos del vencedor. El poder del amo parece derivarse de la fuerza que mantiene cautivo al esclavo y, entre ambos, se mantiene el estado de guerra[58]. Distinto es el caso del siervo: un hombre libre que vende a otro sus servicios por un determinado tiempo y que, a diferencia del esclavo, forma parte de la sociedad civil[59]. Podría sostenerse que la diferencia entre esclavitud y servidumbre equivale a la diferencia entre violencia y voluntad. Sin embargo, Locke identifica también en el esclavo la volición: es por obra de su voluntad que el esclavo se convierte en un enemigo salvaje, solo reducible mediante la fuerza; y es por obra de su voluntad que el esclavo sostiene sus cadenas, siendo que siempre está a su alcance el suicidio[60].
Estas precisiones sobre la legitimidad de la esclavitud y la servidumbre deben compaginarse con las consideraciones respecto del derecho de los individuos industriosos y racionales a apropiarse de tierras vacantes y cosas útiles mediante su trabajo. Conforme el razonamiento de Locke, Dios le da el mundo a todos los hombres en común para que cultiven la tierra y hagan fructificar la creación. En este marco, el derecho individual a la vida y la libertad incluye el derecho a apropiarse de las cosas necesarias. Esa apropiación se da mediante el trabajo, que es origen de toda posesión legítima, al tiempo que fuente de mejora y multiplicación del acervo común de la humanidad.[61] Ante esto, contrasta ver la indolencia de los habitantes del continente americano, que no se ocupan de darse un orden civil ni de trabajar más de lo que exige la inmediata subsistencia[62]. Este hábito indolente atribuido a los indígenas hace del continente americano un territorio vacante para el trabajo y la apropiación del resto[63]. Conforme la lectura de Cecilia Abdo Ferez, “Locke erige como criterio de qué es un hombre (una personalidad) al trabajo industrioso, por el cual el hombre se apropia de la naturaleza, que dejada tal como está, no solo no es productiva, sino que constituye una falta al deber divino de multiplicar sus frutos”. Ante esto, el derecho de los colonos europeos en territorio americano queda garantizado por la operación de un doble vacío, que desconoce toda forma de posesión económica y de organización política de los amerindios. Esto permite a los colonos apropiarse de las tierras y bienes del territorio americano, sin cometer por ello injuria alguna contra los amerindios. Al excluirlos del individualismo posesivo y civil, “las tierras de América [pasan] a considerarse vacantes, a disponibilidad, en espera de su mejora y solo si el amerindio [interfiere] en lo que no tiene por qué (porque de última podría adecuar sus hábitos), la situación deriva en injuria”[64].
Haciendo así, consigue Locke el prodigio de brindar una justificación individualista y liberal al “triángulo atlántico” que se traza entre la avidez europea, la esclavitud africana y la desposesión americana, en lo que resulta “la mayor empresa criminal de la época”[65]. Al suspender a los africanos en un estado de guerra permanente y al desconocer en los amerindios toda industria y civilidad, el individuo europeo encuentra vía libre para el despliegue de su derecho a la apropiación irrestricta. Por obra de su denodado empeño, Locke se apropia con todo derecho del título de “ideólogo de la desposesión colonial”[66].
La cuestión de la igualdad
No han sido pocas las voces que, a lo largo del siglo XVIII, denunciaron el escándalo de la desposesión y la servidumbre. En este contexto, Jean-Jacques Rousseau probablemente haya sido el primero en colocar el problema de la desigualdad a la base de su teoría del Estado. Precisamente, el punto de partida de su reflexión política es la exposición del contraste pasmoso entre la postulación de la libertad e igualdad naturales y la evidencia cotidiana de la opresión y la desigualdad. Ya desde el primer capítulo de su tratado sobre el contrato social, postula Rousseau que el hombre ha nacido libre y por doquier se lo ve encadenado[67]. Ahora bien, lejos de ser un dato natural, estas cadenas son producto de una deriva civilizatoria que pierde al hombre en una existencia inauténtica y desgarrada.[68] Contra la corrupción de la sociedad contemporánea, Rousseau se propone erigir un orden civil legítimo y seguro, en condiciones de instaurar o reinstaurar la igualdad natural entre los hombres. El igualitarismo de Rousseau es contrario a la esclavitud tanto como a la servidumbre, pues la igualdad implica que el poder “esté por debajo de la violencia y no se ejerza nunca sino en virtud del rango y las leyes, y en cuanto a la riqueza, que ningún ciudadano sea lo bastante opulento como para poder comprar a otro, y ninguno lo bastante pobre para ser constreñido a venderse”.[69]
¿Cómo lograr un orden legítimo y seguro, que remede la libertad e igualdad que asiste a los individuos por naturaleza? Esta pregunta se vuelve especialmente desafiante desde el momento en que la libertad es concebida como la facultad del individuo de hacer lo que quiera.[70] Pues esto implica que un orden legítimo será aquel en el que cada individuo responda no más que a los dictados de su propia voluntad. ¿Cómo es posible una cosa semejante? Y bien, Rousseau encuentra una vía de respuesta en la identificación de una dimensión de la voluntad de cada individuo que resulta susceptible de generalización. Si bien es innegable que cada individuo quiere cosas para sí, y eso hace a su voluntad particular, no menos cierto es que el individuo puede querer cosas que contribuyan tanto a su bienestar como al del conjunto: queriendo estas cosas, el individuo se conecta con una dimensión de su propio querer o de su propia voluntad que es más general que la de su mero interés particular. Allí donde el individuo quiere lo general, es posible alinear las voluntades individuales con vistas al interés común. Si cada individuo asume el compromiso de dejarse guiar no más que por la dimensión de generalidad que habita en su propio corazón, resulta posible alcanzar un orden común en el que todos sigan respondiendo no más que a su propia voluntad. Este es el sentido del contrato que diseña Rousseau: “Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y nosotros recibimos además a cada miembro como parte indivisible del todo”[71]. En cierto sentido, el contrato social rousseauniano es una especie de conversión espiritual en virtud de la cual cada individuo se compromete a intervenir en los asuntos públicos, poniendo siempre la dimensión de generalidad que habita en su propio corazón por sobre sus intereses particulares y mezquinos.[72]
En virtud de este pacto, se constituye una persona pública, un cuerpo político y moral conformado por la unión de todos los individuos. Este cuerpo, que es el Estado, equivale a la asamblea popular, que en sus resoluciones se guía no más que por los preceptos de la voluntad general. La asamblea popular, remedo de la virtuosa ciudad de los antiguos, es el asiento de la soberanía. Esto implica que el pueblo soberano es el encargado de elaborar las leyes generales del Estado. En esta asamblea, los individuos reunidos en su condición de ciudadanos deliberan hasta dar con los preceptos de la voluntad general respecto de cada materia bajo consideración. Para ello, tras obtener la información específica relativa a la materia considerada, cada ciudadano debe explorar su propio corazón, desprendiendo su decisión de todo componente mezquino, de tal modo que, una vez limadas todas las diferencias particulares, cada uno termine dando con el precepto de la voluntad general relativo a la materia tratada. Distinto es el caso cuando, durante la deliberación, intervienen asociaciones parciales que intentan presentar sus intereses particulares como equivalentes a la voluntad general. En estos casos, los individuos pierden de vista la generalidad y la deliberación se malogra. Por ello, es necesario excluir de la asamblea legislativa a todo estamento, corporación y partido[73].
Si el pacto diseñado por Hobbes tenía por resultado la constitución simultánea del soberano y del pueblo como dos magnitudes distinguibles, pero vinculadas por la mediación representativa, en el caso del pacto ideado por Rousseau, el soberano y el pueblo no son dos magnitudes distintas, sino que se trata de una y la misma cosa: el soberano ya no es un mediador que representa al pueblo, sino que es el pueblo mismo, inmediatamente presente en asamblea[74]. Más allá de la cerrada identidad de pueblo y soberano, hay todavía un desdoblamiento operante. Concretamente, el individuo que, en virtud del pacto, pasa a formar parte del Estado es dos en uno: por un lado, es un ciudadano que se compromete a atender la dimensión general de su voluntad y que, en tanto tal, es soberano; por otro lado, es un hombre con intereses privados que hacen a su voluntad particular y que debe obedecer las leyes del Estado en tanto que súbdito.
Ahora bien, el pueblo soberano tiene a su cargo la elaboración de las leyes generales del Estado. Pero la aplicación de esas leyes generales no puede estar a cargo de todos: la asamblea debe dar a ciertos hombres el encargo o comisión de aplicar estos preceptos. Los hombres que reciben este encargo o comisión conforman así el gobierno, que constituye una instancia mediadora entre el soberano y los súbditos, lo que es decir entre la voluntad general y las voluntades particulares o entre el ciudadano y el hombre. El gobierno se encarga de enderezar las dos mitades del individuo, garantizando la correspondencia entre las decisiones que éste toma en tanto que ciudadano y los comportamientos que éste despliega en tanto que súbdito. Resulta notable que la necesidad de reparar el desdoblamiento del individuo, que es hombre y es ciudadano, dé lugar a un desdoblamiento del Estado, que es soberanía y es gobierno. Rousseau se demora en este punto, explicando cómo la persona artificial del soberano, que tiene para sí el poder legislativo, tiene la necesidad de dar lugar a una segunda persona artificial, que es el gobierno, a quien encarga el poder ejecutivo. A resultas de estas complejas metáforas anatómicas, Rousseau explica la emergencia del gobierno, que es un cuerpo político intermedio, alojado en un pliegue interno del cuerpo político cabal del Estado[75].
Sostiene Isaiah Berlin que Rousseau no dice nada nuevo, pero prende fuego todo[76]. El incendio al que refiere Berlin comienza en el corazón del individuo, pues es allí donde Rousseau aloja la sede primera y última de la batalla política. Es que, si la fuente de toda concordia política está en el ventrículo general del corazón humano, la fuente de toda discordia debe hallarse en el otro ventrículo del corazón, que es el que se aferra a lo particular. De este modo, si la unidad política tiene un enemigo, ese enemigo está agazapado en el corazón de cada individuo[77]. De allí que la preocupación permanente de todo Estado bien constituido sea la de aplacar los focos de particularismo que puedan encenderse en el corazón de los individuos. A los individuos embotados en sus particularismos habrá que enseñarles qué es lo que verdaderamente quieren. De este modo, un pensamiento que parte del postulado de la libertad intransigente del individuo termina por conducirlo a un Estado total, que disecciona su corazón e interroga su conciencia[78]. Al profanar la reserva individualista que Hobbes había alojado en la conciencia privada del individuo, el Estado inspirado en la enseñanza de Rousseau termina devorando a sus propios hijos.[79]
En defensa de Rousseau hay que decir que él nunca terminó de convencerse de que la libertad individual fuera compatible con el Estado o con la vida en sociedad. El primer capítulo de su tratado sobre el contrato social, allí donde constata que el hombre vive por doquier encadenado, Rousseau advierte que la cuestión política a resolver no es la de cómo deshacerse de las cadenas, sino la de cómo hallar cadenas legítimas. Esto da a ver que todo orden social es una forma de encadenamiento o esclavitud y que, en el fondo, la pregunta por la libertad individual apunta a la posibilidad del retorno a un estado natural o presocial. Es como si, ante el espectáculo de la corrupción moderna, Rousseau oscilara entre el retorno al apacible estado de naturaleza y el retorno a la virtuosa ciudad de los antiguos. La primera de estas alternativas da lugar al romanticismo; la segunda, a la revolución[80].
Individuo y nación
La influencia de Rousseau en el curso de los acontecimientos políticos que llevaron a la revolución en Francia ha sido profusamente señalada. Carl Schmitt, por caso, refiere al tratado político de Rousseau como “la biblia de los jacobinos”, al tiempo que Hannah Arendt sostiene que Robespierre no hizo más que llevar la teoría política de Rousseau a las calles[81]. Parece haber acuerdo en atribuir a la teoría del Estado de Rousseau la paternidad del jacobinismo. En el aborrecimiento rousseauniano de la desigualdad, en su encumbramiento de la voluntad general en soberana y en su denuncia del particularismo que anida en el corazón de cada individuo es habitual reconocer la elevación jacobina de la piedad a virtud política, el encumbramiento de la salvación pública y el terror ejercido contra los traidores de la revolución.[82]
Así y todo, la influencia de Rousseau no debería reducirse al jacobinismo. Pues algo de sus ideas puede reconocerse también en una expresión relativamente más moderada, que no solo tiene efectos inmediatos en el curso de los acontecimientos revolucionarios, sino que resulta profusamente adoptada por la teoría política y jurídica posterior. Referimos a las consideraciones sobre la constitución política y la nación realizadas por el clérigo Emmanuel-Joseph Sieyès. Esas consideraciones, publicadas al calor de los acontecimientos de la revolución, encuentran eco duradero en la teoría del Estado posterior. Repasemos brevemente los hechos. En el marco de la crisis social, fiscal y política que vive Francia hacia fines de la década de 1780, el rey Luis XVI convoca a los estados generales. Esta antigua institución de la monarquía francesa, cuya convocatoria es potestad del rey, está integrada por tres órdenes, a saber: el clero, la nobleza y los diputados del llamado “tercer estado”. Sieyès interviene en ocasión de esta convocatoria, para denunciar la estructura amañada de esta institución, que dice representar a todo el pueblo francés, cuando en los hechos da lugar a resoluciones siempre contrarias al interés popular. Ante esto, Sieyès exige que se reconozca el verdadero lugar que cabe ocupar a todos aquellos que no son clérigos ni nobles.
Pues, ¿qué es el tercer estado? Sieyès explica que, para que una nación prospere y crezca, son necesarios trabajos particulares y funciones públicas. Los trabajos son los del campo, la industria, el comercio y los servicios. Las funciones son las de la espada, la toga, la Iglesia y la administración. Sobre la base de esta definición económica de la nación, Sieyès identifica que son los miembros del tercer estado quienes tienen a su cargo todos los trabajos particulares y quienes desempeñan la enorme mayoría de las funciones públicas. Siendo así, no es exagerado decir que el tercer estado es todo: “¿Quién se atrevería, pues, a decir que el tercer estado no posee todo lo necesario para formar una nación completa? Es como un hombre fuerte y robusto que tiene todavía un brazo encadenado”.[83]
Dicho esto, se pregunta Sieyès qué ha sido el tercer estado hasta el momento. Al observar la conformación de los estados generales, puede constatarse el lugar marginal reservado para los diputados del tercer estado. No solo los diputados del tercer estado son menos que los de la nobleza o el clero: esos pocos escaños son muchas veces ocupados por nobles y clérigos que dicen representar al pueblo. Y, para peor de males, las resoluciones de los estados generales se toman siempre contando los votos de cada orden y no los votos por cabeza. Esto implica que, por más que el pueblo consiga la mayoría nominal de los votos, alcanza con el acuerdo del orden noble y el orden clerical para hacer prevalecer la posición de los privilegiados. Este Estado así amañado queda al servicio de los privilegios y dispensas de la aristocracia, en detrimento de la voluntad general del pueblo. Si una nación es “un cuerpo de asociados viviendo bajo una ley común y representados por la misma legislatura”, cabe concluir que Francia no es una nación pues, más que una ley común, en ella rige una maraña de privilegios y dispensas; y, más que por una legislatura, ella es representada por una corte de privilegiados[84].
Si el tercer estado es el “todo” de la nación y hasta ahora no ha sido “nada”, Sieyès propone en su panfleto que el tercer estado sea “algo”. Para ello, exige una serie de reformas en la institución de los estados generales: equiparación de la cantidad de diputados de cada orden, prohibición a la aristocracia de ocupar las bancas del tercer estado y cómputo de los votos por cabeza y no por orden. Anticipa Sieyès que estas propuestas pueden generar resistencia de parte de los órdenes privilegiados. Y, ante esto, argumenta que quien debe resolver sobre este asunto constitucional, a quien debe consultarse, es a la nación misma: “es notorio que las partes de lo que creéis ser la Constitución francesa no están de acuerdo entre sí. ¿A quién, pues, corresponde decidir? A la nación, independiente, como necesariamente lo es, de toda forma positiva”[85]. Esto, porque todo poder estatal, toda forma positiva del Estado ha sido constituida por decisión de los individuos de unir sus voluntades en una voluntad común y de conformar así una nación. La fuente de todo poder constituido se remonta a esa voluntad común de los individuos que integran la nación. De allí que la nación sea la verdadera titular del poder constituyente. De ella emana la ley constitucional y los poderes constituidos, y a ella debe acudirse cuando, entre las instituciones del estado, se presentan desacuerdos. Ahora bien, “puesto que una gran nación no puede reunirse ella misma en realidad todas las veces que circunstancias fuera del orden común pudieran exigirlo, es menester que confíe a representantes extraordinarios los poderes necesarios en esas ocasiones”[86]. En suma, si los estados generales no logran ponerse de acuerdo, es necesario entonces convocar a una asamblea nacional constituyente.
Con su intervención en el curso de los acontecimientos en Francia, Sieyès sienta las bases de la doctrina del poder constituyente, que identifica a la nación con la fuente tanto de la ley constitucional como de todas las instituciones del Estado.[87] Conforme esta doctrina, si bien los individuos pertenecen a diversos órdenes y desarrollan diferentes trabajos y funciones, lo cierto es que, en tanto que ciudadanos, todos ellos participan del poder constituyente de la nación. Este desdoblamiento está igualmente presente en la Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano. En sus diferentes versiones, la postulación de la igualdad y libertad naturales del hombre y la identificación de objetivo del Estado con la preservación de sus derechos naturales se articula con la identificación de la ley con la voluntad general expresada por los ciudadanos o sus representantes.[88] De este modo, los derechos del hombre, como estándar o guía del orden político, toman el lugar de la ley de naturaleza. Y así colocado en los cimientos del estado, el individuo se reparte en su doble condición de hombre natural, que lleva una vida privada en tanto que súbdito, y de ciudadano político, que participa de la vida pública en tanto que soberano.
Individuo y cultura liberal
Difícilmente alguien diría que el Estado y el individuo fueron hechos el uno para el otro. Pero, así y todo, en un momento dado, ambos se encuentran en una historia común. De ese encuentro puede tenerse a Thomas Hobbes por responsable. Hasta ese momento, el Estado se encontraba trabado en una conflictiva relación con los poderes estamentales. Si había una pregunta o cuestión que articulaba la disputa política, esta refería a los límites legítimos que estamentos y corporaciones podían anteponer al Estado naciente. Con la introducción del individuo como fundamento de la legitimidad política, Hobbes barre con las pretensiones de estos poderes indirectos. Pues al colocar el punto de partida en la soledad del individuo amenazado y al erigir al Estado como el único poder directo, que concita obediencia porque garantiza protección, Hobbes refuta toda pretensión estamental de hacer valer derechos anteriores o superiores al Estado. Si antes del Estado no hay más que individuos desconfiados y recelosos, si toda asociación entre individuos solo es posible gracias al Estado, es absurdo entonces querer limitar el poder estatal apelando a los derechos de asociaciones parciales. Teorizando así, Hobbes desplaza el eje de reflexión política, para definir la legitimidad del Estado ya no en relación con los privilegios estamentales sino con los derechos del individuo genérico, esto es, del individuo abstraído de toda pertenencia o extracción. En lo sucesivo, Locke, Rousseau, Sieyès y tantos más alinearán la reflexión sobre la legitimidad del Estado con la pregunta o cuestión de los derechos del individuo. Y si el liberalismo es la doctrina que parte de los derechos individuales como el dato político fundamental y que identifica la función del estado con la protección de esos derechos, queda claro en qué sentido la filosofía política moderna es coetánea al liberalismo[89].
Ahora bien, en virtud de este corrimiento del eje, el individuo queda sometido a un curioso desdoblamiento. Pues, conformado el Estado, el individuo resulta un hombre entre tantos, que puede dedicarse a las particularidades de su vida privada; pero es también un ciudadano, que en tanto tal es partícipe de los asuntos generales de la vida pública. Esto es decir que el individuo es el lugar del que surge el Estado, pero es también la sede de una partición que lo desdobla en súbdito y en soberano, en hombre y en ciudadano. Así, la emergencia del Estado es concomitante a un espesamiento del individuo, cuyo pecho se vuelve sede de la tensión entre la conciencia y la conducta, entre lo privado y lo público, entre lo particular y lo general. En un sentido no muy distinto, sostiene Friedrich Nietzsche que el Estado y el alma se inventan en un mismo momento[90].
Que la legitimidad del orden se mida en relación con los derechos del individuo constituye desde entonces y hoy todavía un dato evidente de la reflexión sobre el Estado y sus políticas. Y esto es observable en los debates públicos más cercanos, desde los atinentes a la decisión de las gestantes sobre su propio cuerpo hasta los relativos a la identidad de género. En su extensión, la defensa de los derechos individuales alcanza tanto a quienes condenan las violaciones de derechos humanos como a quienes cuestionan también las garantías procesales de los acusados por esos crímenes atroces.[91] Alcanza a quienes promueven el reconocimiento de nuevos derechos humanos, como el derecho a la universidad, pero también a quienes defienden el derecho de todos los individuos, incluso de los criminales de lesa humanidad, a cursar estudios superiores[92]. Esta extendida preocupación por los derechos del individuo da testimonio de la existencia de un componente liberal en nuestra cultura política, que va más allá de las preferencias de los partidarios del liberalismo o del neoliberalismo[93]. Ese liberalismo ambiente está presente allí donde se considere que la relación del Estado con el individuo constituye una fuente de preocupación permanente o, simplemente, que los individuos importan.[94]
Claro que sobre la moral liberal siempre cabe la sospecha de sostener un doble estándar. Pues la preocupación liberal por los derechos individuales corre el riesgo de limitarse a los individuos que importan. Queda claro que el individuo es la materia del Estado. Lo que no queda claro es si esa materia no es fruto de un proceso de preselección que deja fuera a los ejemplares tenidos por inadecuados o irrelevantes. Hay razones para sospechar que el individuo genérico resulta de sendos procesos de generización, racialización y clasificación. Pues, a fin de cuentas, el individuo liberal que merece la protección del Estado y la garantía de sus derechos, ¿no es el varón, blanco y propietario? ¿Qué pasa entonces con quienes no alcanzan el estatuto de individuos, con quienes quedan fuera de toda consideración y derecho? ¿Qué parte les cabe a las mujeres recluidas en lo doméstico, a las poblaciones racializadas que son reducidas a la esclavitud y la servidumbre, o a quienes no alcanzan a hacerse de una mínima propiedad?
Esta preocupación acompaña al liberalismo como su sombra. Ya en 1791, Olympe de Gouges es la primera en señalar en la declaración de los derechos del hombre y el ciudadano la total omisión de la mujer y en reformular sus artículos, incorporando la referencia a “la otra mitad de la humanidad”. Un año después, Mary Wollstonecraft se detiene en el primer artículo de la declaración, para enfatizar que varones y mujeres nacen libres e iguales; y que, si hay diferencias en relación con la capacidad de unos y otras de ejercer sus derechos, es porque a ellas se les niega la educación que sí se les brinda a ellos[95]. En ambos casos, el postulado individualista de la igualdad y libertad naturales sirve de base para reclamar la igualación y liberación de las mujeres[96].
Similar efecto surte la revolución francesa en la colonia esclavista de Haití. El alzamiento de los esclavos, que se inicia en 1791 y culmina en 1804 con la declaración de independencia, consiste en una expansión y reapropiación de los principios de la revolución francesa, que alcanza con sus derechos universales a los afroamericanos hasta entonces reducidos a la servidumbre. Conforme el señalamiento de Eduardo Grüner, la crítica al individualismo abstracto de los derechos humanos termina por dar lugar a una expansión de quienes cuentan como sujetos con derechos.[97]
Sobre esta misma dinámica reflexiona Jacques Rancière al estudiar el movimiento obrero francés del siglo XIX. Ante la pasmosa contradicción entre la igualdad legal y las desigualdades socio-económicas, señala Rancière que los obreros tienen ante sí dos posibilidades. La primera de ellas es denunciar el carácter ilusorio y falaz del texto legal. La segunda es luchar para que esa igualdad meramente declamada se lleve efectivamente a la práctica. De este modo, Rancière hace ver las posibilidades críticas habilitadas en el interior mismo de la gramática liberal, que permite denunciar la falsedad de las igualdades declamadas, tanto como reclamar la verificación de esas igualdades en los hechos.[98]
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Notas
Notas de autor