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“None are Tyrants but Cowards”. Análisis e interpretación del panfleto feminista inglés An Essay in Defense of the Female Sex (1696)

“None are Tyrants but Cowards”. Analysis and interpretation of the English feminist pamphlet An Essay in Defense of the Female Sex (1696)

Leandro Guerrero *
Universidad de Buenos Aires, Argentina

“None are Tyrants but Cowards”. Análisis e interpretación del panfleto feminista inglés An Essay in Defense of the Female Sex (1696)

Tópicos, núm. 44, e0014, 2022

Asociación Revista de Filosofía de Santa Fe

Recepción: 01 Marzo 2021

Aprobación: 01 Julio 2021

Resumen: El artículo es un estudio detallado del panfleto An Essay in Defense of the Female Sex (1696). Ofrece una reconstrucción de su estructura argumentativa y un análisis de sus estrategias retóricas. El marco teórico y metodológico empleado es histórico y sistemático: buscamos contextualizar el escrito en el campo intelectual de la ilustración británica en los albores del siglo XVIII, así como también interponer una perspectiva de género contemporánea para el examen de los argumentos empleados, del despliegue retórico del discurso y de las conclusiones filosóficamente más robustas. En especial, el artículo defiende la emergencia de una dicotomía naturaleza-historia que permite a la autora, por un lado, desenmascarar una situación de dominio masculino (críticamente reconocible hoy día como antecedente directo de las discusiones feministas contemporáneas) y, por el otro, ofrecer una vía retórica para la conformación y reconfiguración de un ethos y un pathos femenino.

Palabras clave: Judith Drake, Mary Astell, Naturaleza, Historia, Feminismo.

Abstract: The article is a detailed study of the pamphlet An Essay in Defense of the Female Sex (1696). It offers a reconstruction of its argumentative structure and an analysis of its rhetorical strategies. The theoretical and methodological framework used is both historical and systematic: we seek to contextualize the work in the intellectual field of British Enlightenment at the dawn of the 18th century, as well as to interpose a contemporary gender perspective for the examination of its arguments, of the rhetorical deployment of its discourse and its more philosophically robust conclusions. In particular, the article defends the emergence of a nature-history dichotomy that allows the author, on the one hand, to unmask a situation of male dominance (that we can today critically recognize as a direct antecedent of contemporary feminist discussions) and, on the other, to offer a rhetorical pathway for the conformation and reconfiguration of a feminine ethos and pathos.

Keywords: Judith Drake, Mary Astell, Nature, History, Feminism.

Introducción

El Ensayo en defensa del sexo femenino,[1] publicado en Londres de manera anónima en el año 1696, constituye una de las primeras piezas filosóficas que pueden denominarse con propiedad feministas.[2] Como su título lo indica, su objetivo principal es defender a las mujeres de acusaciones misóginas. De sus argumentos emerge una dicotomía que recibe elaboración filosófica en términos de una serie finita de pares contrapuestos, reunidos bajo el clivaje general naturaleza-historia. Esta díada concentra sobre sí las conclusiones filosóficamente más robustas de la obra y, a la vez, ofrece una vía retórica por la cual invertir la carga de la acusación machista. Antes de desplegar mi propuesta de análisis, será útil ofrecer un marco histórico mínimo dentro del cual insertar el Ensayo y un esquema general de sus contenidos.

En el período de la modernidad temprana las mujeres eran descritas por autores varones como moral, intelectual y físicamente inferiores a los hombres. Este tipo de análisis estaba basado primariamente en las enseñanzas bíblicas (especialmente la historia de Adán y Eva y los escritos neotestamentarios de San Pablo) y en los conocimientos médicos de la época. En este caso, la opinión general de la subordinación natural de la mujer era reforzada por la teoría aristotélica de que las mujeres eran una versión físicamente inferior de las perfecciones masculinas y por la creencia tradicional de que había un balance de humores en el cuerpo humano. Según la medicina humoral de la época, se creía que los varones eran calientes y secos, mientras que las mujeres eran húmedas y frías, lo que las volvía pasivas, por ende: emocionales, intelectualmente inestables y carentes de virtudes morales como el coraje. Aunque para el siglo XVI los desarrollos más avanzados de la medicina y el conocimiento anatómico en países como Francia, Italia o Alemania implicaron que muchos círculos profesionales comenzaran a poner en duda este paradigma médico hasta entonces hegemónico, lo cierto es que las nuevas ideas médicas y científicas tardaron bastante más en penetrar en el campo social más amplio, especialmente en Inglaterra, en donde tendremos que esperar recién hasta fines del siglo XVII para encontrar obras anatómicas más precisas como las de Thomas Gibson o William Cowper.

Asimismo, las mujeres inglesas escribieron muy pocas obras publicadas con anterioridad a la primera mitad del siglo XVII. Hay interesantes excepciones, como lo son los casos de Margaret Beaufort, Margaret Roper, Lady Anne Bacon (madre de Sir Francis), Mary Sidney condesa de Pembroke o Anne Askew. Destaca, entre ellas, la obra de Jane Anger (1560-1600) Her protection for Women, publicada en 1589. Anger fue la primera mujer que publicó una defensa completa del género femenino en inglés. Es el primero de un grupo de panfletos escritos entre 1589 y 1640 que han sido acríticamente aceptados como ejemplos tempranos de escritura feminista: escritos como los de Rachel Speght, Esther Sowerman o Constantia Munda (estos últimos, seudónimos). Sin embargo, llamar “feministas” a estos primeros escritos femeninos es equívoco. Un análisis feminista depende del argumento de que la subordinación de las mujeres está basada en la ideología, mientras que estos panfletos repetían los argumentos tradicionales según los cuales la inferioridad de la mujer se basaba en la naturaleza o el mandato divino. Así, por ejemplo, Jane Anger regaña a los hombres por aprovecharse de la debilidad del ingenio femenino y de su honesta timidez. Éstas y otras defensas de las mujeres no constituyen declaraciones tempranas de feminismo, puesto que no reclaman la igualdad entre hombres y mujeres, ni tampoco perfilan una agenda de propósitos destinados a llevar a cabo un cambio hacia la equidad.

Las décadas de 1640 y 1650 representan un punto de inflexión. Sólo en esas décadas las mujeres accedieron a publicar un número de obras que sobrepasaba cómodamente todo lo publicado con anterioridad. Aunque se ha asociado este crecimiento en las publicaciones femeninas con cierto carácter licencioso del régimen puritano posterior a la guerra civil inglesa, las publicaciones femeninas siguieron siendo un porcentaje ínfimo en comparación con las publicaciones de obras escritas por varones. El escaso número de libros hechos por y para mujeres es también un índice indirecto de los niveles de alfabetización femenina en Inglaterra. Según estimaciones, sólo el 1% de las mujeres estaba alfabetizada hacia el 1500 y no más del 30% hacia el 1700.[3] Sin embargo, durante la segunda mitad del siglo XVII encontramos algunas de las figuras femeninas más conocidas del período, escritoras y filósofas como Bathsua Makin, Margaret Cavendish, Aphra Behn y Mary Astell.

Precisamente en torno a Mary Astell (1666-1731), quien a menudo es considerada la primera feminista inglesa, se formó un círculo de intelectuales compuesto en su gran mayoría por mujeres. Astell, nacida en Newcastle en 1666 en una familia económicamente venida a menos durante los años del interregno, llegó a Londres con tan solo 22 años, decidida a ganarse la vida como escritora. Su fe anglicana ortodoxa, su vínculo con intelectuales de la escuela platónica de Cambridge (especialmente con John Norris) y sus inclinaciones políticas conservadoras le permitieron granjearse la amistad y el patronazgo de varias mujeres relevantes del ámbito realista tory. Su período de mayor y más relevante producción intelectual, aproximadamente la quincena de años que se extienden entre 1690 y 1705, coincidió con la conformación, en torno a ella, de este grupo de mujeres que, influenciadas por la emergente cultura francesa de los salones (encarnada en ese entonces por Madeleine de Scudéry y las précieuses) y por las nuevas ideas en filosofía (ora el cartesianismo francés, ora el experimentalismo británico), trasladaron a la prensa los debates que normalmente llevaban entre ellas, sobre la naturaleza de la mujer, sobre la tiranía masculina o sobre las trampas del matrimonio. Nos referimos a escritoras y filósofas como Lady Mary Chudleigh o Elizabeth Elstob, entre otras. Astell fue sin duda una inspiración para muchas de estas mujeres y es posible que haya jugado un papel importante para que los escritos de sus compañeras alcanzaran la publicación, recaudando dinero y vinculándolas con sus editores.

El Ensayo, su autoría y su estructura general

La obra que analizaremos es, precisamente, fruto de este colectivo femenino de discusión, intercambio de ideas y debate privado que floreció en Londres en la última década del siglo XVII y la primera del XVIII. Si bien posee unidad temática y argumental en sí misma, la obra también tiende vínculos sistémicos con las demás producciones intelectuales del círculo femenino astelliano. Tal es así, que durante cierto tiempo se la ha considerado una obra escrita por la mismísima Mary Astell. Hay algunos motivos que han inclinado a asumir que la autoría del texto corresponde a Astell, incluso yo mismo lo he creído durante un tiempo. Hoy en día sabemos con certeza que durante estos años, Astell publicó anónimamente su primera y más conocida obra, A Serious Proposal to the Ladies for the Advancement of their True and Greatest Interest, cuya primera parte salió a la luz en 1694 y cuya segunda parte, considerablemente más extensa, se incorporó en la segunda edición de 1697.

Esta obra, que parte de un diagnóstico de los privilegios masculinos sistemáticamente negados a las mujeres sobre la base de una disposición arbitraria de una sociedad patriarcal y androcéntrica, desarrolla una propuesta filosófico-pedagógica para mejorar la situación intelectual y social de las mujeres, basada fundamentalmente en el acceso de la mujer a la educación, pero una educación por y para mujeres exclusivamente. Esta idea general de organizar una institución que funcione a la vez como retiro religioso y como instituto educativo que nos presenta la primera parte de la Propuesta tenía como objetivo sustraer a las mujeres de los contextos sociales opresivos en los que inevitablemente se ven envueltas cotidianamente y colocarlas en un ambiente caracterizado por la sororidad y el cultivo de las virtudes intelectuales y morales. En la segunda parte, Astell desarrolla con mucho más detalle el método a seguir en esa institución, el cual está respaldado y articulado por una serie de directrices metafísicas, epistémicas y morales. Astell desarrolla una teoría acerca de la naturaleza del entendimiento, de la voluntad y de las pasiones de marcada influencia cartesiana y malebranchiana, para luego articular la cuestión formativa y pedagógica con el dominio de la voluntad sobre las pasiones, la virtud y la perfección del alma como desiderata (en oposición a la mera búsqueda artificial de la belleza corporal que, a diferencia de la genuina perfección del alma y del carácter, tiene por objeto la representación de los otros, la mirada y la aprobación del varón, no la propia ante la mirada de Dios).

Ahora bien, esta propuesta pedagógica para las mujeres podría chocar rápidamente con la idea de su inferioridad e incapacidad para llevar a cabo actividades intelectuales. Evidentemente, si Astell defiende la educación de la mujer como su verdadero y más elevado interés, es porque rechaza la idea de que las mujeres sean naturalmente incapaces.

Aunque ha sido dicho por hombres más ingeniosos que sabios, y quizás más maliciosos que ninguno de los dos, que las mujeres son naturalmente incapaces de actuar con prudencia, o que están necesariamente determinadas a la insensatez, de ninguna manera debo reconocerlo; esa hipótesis volvería impertinentes mis esfuerzos, porque entonces sería en vano aconsejar la una o emprender la reforma de la otra. Además, hay ejemplos en todas las edades que refutan suficientemente la ignorancia y malicia de esta afirmación.[4]

Como puede leerse en este pasaje, Astell rechaza la hipótesis de que la mujer sea naturalmente inferior al hombre y supone, para posibilitar su discusión, que, si acaso fuera cierto que hay alguna incapacidad de la mujer en comparación con el hombre, entonces se trataría de algo adquirido y no natural, es decir, producto de ciertas tradiciones y costumbres arraigadas a lo largo de siglos que han privilegiado a los varones y relegado a las mujeres. Sin embargo, esta tesis es aceptada, precisamente, ex hipothesi, a efectos de poder explicar sus causas y sus concomitantes remedios. El ensayo que nos compete en esta oportunidad ocupa justamente ese lugar vacante, dado que es una discusión pormenorizada de la cuestión e intenta ser una demostración definitiva de que la presunta incapacidad femenina no es natural, sino adquirida, y por ende reversible. El Ensayo en defensa del sexo femenino, por ello, es una pieza teórica que, a primera vista, coordina armónica y sistemáticamente con las discusiones de Astell, lo cual hace plausible y entendible que durante tanto tiempo se haya creído una obra escrita por la misma Astell. Sin embargo, no parece ser así. Hay elementos teóricos y textuales de esta obra que, a mi entender, parecen indicar con cierta plausibilidad que la autoría del texto no corresponde a Astell (aunque su figura y sus ideas hayan sido muy probablemente su fuente de inspiración), sino a una de las integrantes de su círculo intelectual, Judith Drake († 1723), de quien por otro lado sabemos muy poco.[5]

Aunque a primera vista el Ensayo es compatible con la Propuesta de Astell y, en términos generales, ambas discusiones se complementan la una con la otra, una mirada más detenida de quienes conozcan en detalle las ideas y la escritura de Mary Astell encontrará que algunos de los elementos teóricos del primero no son idénticos a los de la segunda y que algunas de las ideas centrales de esta última, están casi completamente ausentes en el primero. Es conocida la influencia determinante del neoplatonismo en la obra de Astell, cuya metafísica le sirve para organizar la doctrina cristiana que tanto peso tiene en su sistema. Este neoplatonismo cristiano se articula en la obra astelliana con una recepción y reelaboración de las teorías racionalistas de Descartes y Malebranche. Quizás por ello, Astell no siente especial predilección por la filosofía experimentalista y empirista de sus compatriotas ingleses y, en especial, es muy crítica de la filosofía de John Locke, quien era uno de los intelectuales más conocidos e influyentes de la época. Astell se oponía prácticamente a todas sus opiniones políticas, gnoseológicas y metafísicas. Sin embargo, en el Ensayo encontramos algunas referencias a la filosofía experimental de la época (como elogios a Robert Boyle y a la Royal Society) y especialmente una aceptación explícita de la teoría lockeana del entendimiento, incluyendo el rechazo del innatismo tan caro al cartesianismo; elementos que confrontan abiertamente con las principales líneas racionalistas adoptadas por Astell. En cambio, son mucho menores las referencias a Dios, al punto de que hay únicamente un argumento teológico en todo el Ensayo y es despachado rápidamente en un breve párrafo, dado que, en palabras de la autora: “no pretendo hacer de este un argumento religioso”.[6]

Por otro lado, hay un elemento textual adicional, aunque completamente independiente de cuestiones teóricas o filosóficas, que parece también indicarnos la autoría del texto. Entre la dedicatoria y el prefacio escritos por la autora y el Ensayo propiamente dicho, encontramos un breve poema en tres páginas en el que presenciamos un sentido elogio de la autora, de sus virtudes, su ingenio, de cómo ha disipado las nubes y la neblina con la claridad radiante de la verdad, sobre cómo el género femenino brilla bajo el reflejo de su luz, entre muchas otras cosas. Esta alabanza, tan lisonjera como es, está firmada por James Drake (1667-1707), médico, miembro de la Royal Society, autor del Anthropologia Nova or a New System of Anatomy (1707), jacobita y panfletista tory, con quien Judith Drake contraería matrimonio, y con quien tendría dos hijos, Ann (nacida en 1700) y James (nacido en 1703). Es altamente probable, por ende, que ese elogio tan amoroso y adulador esté dirigido nada menos que a la futura madre de sus hijos.

A pesar de estas cuestiones históricas respecto de la autoría del texto, que sin duda tienen su relevancia y que tienden a inclinarnos a rechazar a Astell como la pluma detrás del Ensayo, más interesante resulta pensar que se trata de una serie de obras escritas por distintas mujeres que pensaban colectivamente un conjunto de problemáticas de género que las convocaba a todas y cada una de ellas, que debatían, se leían y discutían entre sí. En ese sentido, tan interesante como estudiar y señalar las diferencias de tono, de contenido o de forma entre sus aportes individuales, resulta también la tarea de indagar las opiniones coincidentes, las ideas que todas en mayor o menor medida compartían y las propuestas adoptadas en común. De hecho, no es raro encontrar que escribieran obras sobre las mismas temáticas: por ejemplo, Mary Astell publicó su Some Reflections Upon Marriage en 1700 y Lady Mary Chudleigh su TheLadies’ Defense tan sólo un año después, en el que también se concentra en un análisis de la institución del matrimonio desde el punto de vista femenino, de los privilegios masculinos de dicha institución y de la prerrogativa femenina de evitar el matrimonio y dedicarse a cultivar su propio mérito individual.

En ocasiones, la obra de este grupo de mujeres se ha considerado “panfletaria”.[7] Si por ello se entiende que sus escritos carecen de cierta sistematicidad filosófica, se estaría incurriendo en un equívoco, como ya hemos señalado. La naturaleza integral de sus obras nos habla de un pensamiento filosófico desarrollado, si bien con una inclinación preminentemente social y política, como puede observarse revisando algunos de sus títulos más conocidos. Sin embargo, esta caracterización llama la atención respecto de los registros discursivos que despliegan estos escritos. En tanto dispositivos literarios, están implicados en la intervención de una voz femenina al interior de debates puntuales que habían alcanzado el estatuto de la opinión pública. Muchos de ellos, además, están involucrados en defender la legitimidad misma de dicha intervención. Esta situación nos advierte sobre la mixtura que hay en estas obras entre la argumentación filosófica y el estilo retórico. A diferencia de otras obras más conocidas y comentadas, especialmente el A Serious Proposal to the Ladies de Astell, el ensayo de Drake que analizaremos a continuación ha recibido menos atención entre intérpretes, pero creo que, si bien carece del carácter programático de aquel, sí resulta un ejemplo más interesante de esta confluencia de géneros retóricos y argumentación filosófica que acabo de mencionar.

El Ensayo apareció en 1696 y fue publicado anónimamente: “en una carta para una Dama, escrita por una Dama”. Está precedido por dos textos de la pluma de la autora: (a) por una dedicatoria a la Princesa Ana de Dinamarca (más tarde, Reina de Inglaterra) y (b) por un prefacio. Allí quedan establecidas varias cuestiones previas. Por un lado, que se trata de un escrito diseñado para y dirigido a un público femenino; por otro, que busca reivindicar el honor del sexo femenino, y que los objetivos concretos por medio de los cuales se alcanzará ese fin son dos: el de poner los sexos en pie de igualdad y, con ello, el de elevar al femenino a una igualdad con el masculino, por medio de argumentos racionales y no por mera declamación. En consonancia con esto, la autora aclara que a la hora de argumentar hará uso, por un lado, de la razón y, por el otro, de la observación.

El título pareciera presagiar que su finalidad haría del texto, desde el punto de vista de la clasificación aristotélica de los géneros retóricos, un discurso forense o judicial, es decir, un discurso en donde se debate lo justo o lo injusto de una acusación. Sin embargo, conviven a lo largo del texto distintos géneros retóricos. En efecto, el ensayo comienza presentando la acusación que los varones hacen a las mujeres y se dispone a defenderlas, pero la discusión filosófica de esta cuestión da pie luego a una secuencia de discursos epidícticos, es decir, por un lado, a un elogio de las virtudes femeninas y, paralelamente, a una censura de los vicios masculinos. Finalmente, la discusión derivará hacia lo que la clasificación aristotélica denominaría género deliberativo, es decir, un discurso evaluativo de lo conveniente o perjudicial de ciertas relaciones sociales entre varones y mujeres, en el cual la autora no sólo dirá que es aconsejable que los varones se relacionen con las mujeres si pretenden enmendar aquellas cualidades que han sido previamente censuradas, sino que, además, intentará disuadir a las mujeres de que se vinculen con ciertos varones, cuya compañía no puede sino ser perjudicial para ellas.

Lo que motiva y articula la sucesión de estos tres lugares distintos de persuasión retórica son precisamente las conclusiones a las que se arriba en cada instancia por medio de la aplicación de argumentos filosóficos. De hecho, podría sostenerse que las dos articulaciones centrales del ensayo reposan en sendos argumentos filosóficos que se acomodan, respectivamente, a la clasificación metodológica que se adelanta en el prefacio: siendo el primero de ellos un conjunto de argumentos basados “en la Razón”, mientras que el segundo conjunto de argumentos hace lo propio sobre la base de una aguda “Observación” de la sociedad de la época y sus distintos caracteres. De ser así, podríamos entonces graficar la estructura general del ensayo de esta manera:

Esquema temático del Ensayo en defensa del sexo femenino.
Esquema temático del Ensayo en defensa del sexo femenino.

A continuación, presentaré estos argumentos y sus respectivas articulaciones con la ofensiva retórica de Drake. En el proceso podremos apreciar cómo opera el clivaje que funciona como hilo conductor: la distinción entre naturaleza e historia.

Primeros argumentos: “a partir de la Razón”

El primer lugar de persuasión retórica que asume el texto es de tipo forense, pues se trata de la defensa ante una acusación común de la que son objeto las mujeres: se trata de decidir si puede o no puede decirse con justicia que el tiempo que un caballero ingenioso pasa en la compañía de mujeres ha sido mal empleado. Esta acusación, afirma la filósofa, ha de examinarse sobre la base de los fines y propósitos que persigue en general la interacción social: el beneficio y el placer, o, en otras palabras, el progreso del entendimiento y la diversión y relajación de las preocupaciones y de las pasiones.

El esquema argumentativo de esta primera defensa posa sobre una disyunción excluyente. Si las mujeres no estuviesen calificadas para la conversación y la amistad sería sólo por carecer de las virtudes que las hacen posibles (intelectuales y morales: sensatez, buen natural, fidelidad, integridad). Pero de ser así, a su vez, esto sería o bien (a) porque la naturaleza no ha sido tan liberal como para depositarlas en ellas, o bien (b) porque no se ha tomado el cuidado adecuado para cultivar dichos dotes. Al presentar el argumento en forma dicotómica, Drake decide dirigir una primera batería de argumentos contra la primera alternativa, para concluir que no se trata de que las mujeres estén naturalmente descalificadas (es decir, que carezcan por naturaleza de aquellas virtudes). Estos argumentos, que discuten la naturaleza femenina, entonces, se construyen, como dice ella, “a partir de la Razón”. Se trata de dos argumentos distintos.

El primero es un argumento religioso, pero sólo es brevemente tratado, sin pormenorizar, dado que, como adelantamos, a diferencia de Astell, a Drake no le interesa tanto montar su discusión sobre premisas teológicas.

Para mencionarlo rápidamente digamos que el argumento se constituye a partir de la noción de Providencia Divina y presenta la siguiente forma: Las mujeres fueron creadas por Dios para ser las compañeras de los varones y no únicamente para la reproducción; si fuera sólo para eso, Dios podría haber creado sin obstáculo alguno otras formas de continuar la especie. Si eligió ésta, consecuentemente, es porque la compañía femenina es lo que conduce al varón a su felicidad, que es el único fin de la creación.

El segundo, que por contraste podríamos llamar argumento filosófico, está mucho más desarrollado, por lo que resulta más interesante y complejo. En realidad, se trata de dos argumentos distintos que en esencia giran en torno a la distinción dualista entre alma y cuerpo. El primero de ellos, que podríamos llamar el argumento metafísico, sostiene que, separada del cuerpo, no podemos encontrar ninguna distinción de género en el alma. Aunque algunas intérpretes han destacado la influencia del dualismo cartesiano en el pensamiento filosófico de Astell, aquí, en el caso de Drake, es interesante señalar que la otra premisa que, junto con el dualismo, permite alcanzar esta conclusión es una tesis anti-innatista. En efecto, afirma que al no haber ideas innatas, todas nuestras nociones y todas nuestras virtudes derivan de los sentidos externos, o bien inmediatamente, o bien mediante reflexión. Consecuentemente, los rasgos del carácter que distinguen en general varones de mujeres no son innatos, ni están grabados naturalmente en el alma.

Ahora bien, aunque la razón muestre que no hay una determinación metafísica del alma que distinga géneros, alguien podría suponer que la constatación de la distinción (y la concomitante inferioridad femenina) tenga lugar en el ámbito de la experiencia y, por ende, que esté relacionada con diferencias anatómicas u orgánicas propias de los cuerpos de varones y mujeres. Por ello la filósofa presenta inmediatamente un nuevo argumento dirigido a esta cuestión.

Este segundo argumento, que podríamos denominar argumento físico, tiene como fin mostrar que no hay diferencia en la organización de nuestros cuerpos, ni en la de nuestros cerebros, ni en la de los espíritus animales que son los instrumentos inmediatos de la sensación tanto en mujeres como en varones. Drake arguye que no hay impedimentos naturales en la estructura de los cuerpos femeninos cuya existencia pueda defenderse racionalmente sobre la base de la experiencia: las mujeres emplean todas sus facultades naturales al igual que los hombres.

Drake explota en su favor distintos tipos de experiencia, lo que hace que el argumento se ramifique en tres direcciones diferentes que finalmente convergen. En primer lugar, tenemos una confirmación que procede de la experiencia de los animales: si observamos las criaturas que menos se desvían de la naturaleza, es decir, sin las restricciones de la costumbre o las leyes, no podemos detectar diferencia de entendimiento entre machos y hembras. Criaturas guiadas por la pasión, que desconocen las diferencias de educación o las tendencias propias del prejuicio, manifiestan capacidades similares independientemente de sus sexos.

En segundo lugar, esta igualdad física queda confirmada por la experiencia de la humanidad, y esto en dos sentidos diferentes. Primero, destaca Drake que, si considerásemos a la gente de campo y a los jornaleros, es decir, a las clases trabajadoras, advertiríamos que en ellos la condición de ambos géneros está nivelada (e incluso que las mujeres superan a los varones en presteza y cortesía). Segundo, también se dice que en otras naciones vecinas más adelantadas en lo que hace a la igualdad de derechos, como en Holanda, se percibe mayor equidad entre varones y mujeres que en Inglaterra. Ambos ejemplos en conjunto sugieren que, en clases más privilegiadas, las diferencias entre varones y mujeres radican precisamente en una diferencia de privilegios, y que la desigualdad en estos privilegios es irreductible a cualquier supuesta inferioridad natural entre sexos, puesto que es producto de las costumbres.

En tercer y último lugar, Drake no sólo emplea la experiencia para desmentir la supuesta inferioridad femenina o la supuesta inadecuación femenina para la realización de ciertas actividades, sino que además invierte la situación en favor de las mujeres a partir de una descripción de la respectiva conformación de los cuerpos: las mujeres, más delicadas físicamente, han de estar naturalmente equipadas para el pensamiento y el ejercicio de la mente (asociado a virtudes como el ingenio y la prudencia, la ternura y el cuidado), y los varones, más robustos y fornidos, naturalmente equipados para las actividades físicas: la acción y el trabajo.

La conclusión general que arroja esta batería de argumentos filosóficos es que la posición de inferioridad en la que se hallan las mujeres con respecto a los varones no radica en ningún vicio o incapacidad natural del género femenino, sino que es, hasta donde la razón y la observación lo indican, el producto de cierto tipo de socialización, en la que los varones asumen un rol dominante y las mujeres, uno sumiso.

La dicotomía Naturaleza-Historia

Este repaso somero por la estructura general de los primeros argumentos permite poner de manifiesto las características de una dicotomía de género que hacen de este texto un genuino antecedente de las discusiones feministas contemporáneas. Esta apreciación inicial se ve ratificada a medida que uno avanza en la lectura de la obra, puesto que el Ensayo no sólo encara un análisis crítico de dicha dicotomía de género, sino que sostiene además algunos principios que bajo estándares actuales también son claramente feministas. Aunque hay disputas teóricas sobre cómo definir el feminismo, en general podríamos aceptar como definición preliminar la conjunción de tres tesis fundamentales (cf. Maffia (s/f)): una descriptiva, una prescriptiva y otra práctica. La primera es descriptiva porque se trata de una afirmación fáctica, empíricamente constatable, y que dice que en todas las sociedades las mujeres están en una situación desventajosa o desfavorable respecto de los varones, que como colectivo se encuentran en situaciones de mayor precariedad, inseguridad o vulnerabilidad comparativa. La segunda es prescriptiva porque se trata de una afirmación valorativa. Esta tesis asevera que no es justo, que no está bien que las mujeres de todas las sociedades estén comparativamente peor, como colectivo, en oposición a los varones; que se trata de algo que no debería ocurrir. Sobre la base de esta apreciación axiológica se funda el tercer enunciado que constituye al feminismo, uno de carácter práctico, es decir, que involucra un compromiso moral para confrontar con y evitar la subordinación jerárquica sistemática de las mujeres respecto de los varones, por el mero hecho de ser mujeres y varones.

Una dicotomía de género es una distinción dual entre pares opuestos de conceptos que ubica de cada lado de la distinción, respectivamente, al colectivo entero de los varones y de las mujeres. Se trata, en otras palabras, de una generalización que recorta y divide el conjunto de la sociedad de manera exhaustiva y excluyente sobre la base de un principio organizador binario que disgrega según el sexo (y el género correspondiente) de las personas. Este principio organizador, asimismo, no sólo está sexualizado, sino que también recibe una carga valorativa, de modo tal que el lado femenino de la dicotomía es infravalorado o valorado negativamente respecto de su par masculino. Mientras que los varones han sido tradicionalmente asociados a cualidades como la racionalidad, la abstracción, lo universal o la actividad en la esfera pública, a las mujeres se las ha asociado tradicionalmente con lo emocional, lo particular, lo concreto, la esfera del ámbito privado o doméstico.

En ese sentido, el Ensayo en defensa del sexo femenino es una obra que, a pesar de sus 325 años, resulta todavía hoy una obra visiblemente feminista, en tanto que pone de manifiesto esta dicotomía entre varones y mujeres en distintos ámbitos de la realidad (político, social, económico, educativo) y afirma sin matices que las opiniones y las conductas de los varones hacia las mujeres que se basan en estas categorías resultan injustas y moralmente despreciables, precisamente porque no pueden justificarse en la naturaleza misma de la feminidad. Se trata, por el contrario, de un sistema social y político opresivo erguido a través del uso ilegítimo de la fuerza y sostenido por un aparato ideológico androcéntrico que opera por igual sobre la mente (y los cuerpos) de varones y mujeres.

Lo interesante de la obra es que no se limita sólo a señalar lo que podríamos denominar la naturaleza ideológica de esta dicotomía, sino que lleva a cabo un diagnóstico de la situación, ofreciendo elementos históricos y filosóficos para una reconstrucción conjetural de la misma, con la intención de desarticular las creencias y las opiniones misóginas que operan en el sentido común respecto de sus más tradicionales (aunque insostenibles) fundamentaciones. Para ello, Drake replantea la dicotomía de forma tal que pueda ponerse al desnudo su componente ideológico androcéntrico, arbitraria e injustamente misógino. Ya no se trata de una dicotomía de género, pero sí de una dicotomía que asume una faz feminista, pues pretende retratar el viraje entre una situación original de igualdad natural entre los sexos y una historia social general de la civilización caracterizada por el dominio inicuo de los varones, que han humillado servilmente a las mujeres, relegándolas cruelmente a un lugar subalterno que sofoca y deshonra sus potenciales naturales.

La dicotomía naturaleza-historia recoge dentro de sí un listado de conceptos y categorías que le permiten a Drake no sólo pensar el sistema androcéntrico de opresión a la mujer sino también elaborar, como veremos, lugares retóricos de discusión a partir de los cuales atacar, sobre la base de una noción reformulada de naturaleza en general y naturaleza femenina en particular, la historia de tiranía y usurpación masculina, invirtiendo en el proceso la carga de la prueba de la acusación machista que recae sobre la mujer y cuyo análisis crítico es el objeto del Ensayo.

La naturaleza está asociada a una fase primitiva de la historia en la que varones y mujeres mantenían relaciones de igualdad y reciprocidad entre sí. Al tratarse de un estado en donde varones y mujeres yacían en igualdad, libertad e independencia los unos respecto de los otros, fácilmente podría hacernos pensar en una suerte de estado de naturaleza originario en sentido contractualista, en el que la única subordinación era la de todo el género humano a Dios soberano. Por ende, se trata de un estado en el que reina la razón y en el que se cultivan las bellezas intelectuales y morales del alma. Allí regían, por ende, las virtudes morales del compañerismo y la amistad.

A este estado se le opone un estado ulterior, que ha sido el producto de las maquinaciones y especulaciones de los hombres, quienes han hecho uso de la fuerza física que naturalmente los caracteriza para monopolizar el poder e imponer un orden social caracterizado por la sujeción de la mujer. Los varones, que se erigen como los soberanos y principales actores de la historia de la humanidad, ejercen ese poder especialmente sobre los cuerpos de las mujeres, no sólo sexualizando una política de segregación sino socializando a las mujeres en la ignorancia respecto de virtudes intelectuales superiores y destinándolas únicamente al cuidado y regulación de sus cuerpos, haciendo de la belleza física el único y principal interés femenino, para deleite del varón. Estas nuevas directrices que regulan la vida en comunidad, por ende, no se basan en una adecuada valoración de la naturaleza espiritual del ser humano (intelectual y moral), y por lo tanto no se aplican bajo la autoridad de la razón (o, para el caso, de Dios), sino únicamente bajo la autoridad de la fuerza masculina primero y del hábito después. Precisamente, el hábito logra invisibilizar esas relaciones de iniquidad entre varones y mujeres y hace difícil de advertir el dominio cruel y tiránico que los hombres ejercen sobre las mujeres. Pero que algo se haya vuelto habitual, que esté sancionado por la costumbre, las leyes o las tradiciones humanas, no lo hace inmediatamente legítimo. Por el contrario, esta dicotomía permite emplear el constructo filosófico de un estado de naturaleza original como criterio de evaluación de la realidad histórica que atraviesan las mujeres, poniendo de manifiesto su carácter esencialmente usurpador y deleznable.

Esquema conceptual de las categorías opuestas que conforman cada miembro de la dicotomía naturaleza-historia.
Esquema conceptual de las categorías opuestas que conforman cada miembro de la dicotomía naturaleza-historia.

Es cierto que difícilmente pueda demostrarse que haya existido históricamente una instancia original o primitiva de estas características. Sin embargo, no se trata de una afirmación histórica, sino conceptual, cuya utilidad radica en su potencial retórico. A diferencia del discurso científico o filosófico, la retórica no pone su principal interés en la conexión entre el discurso y la verdad de las proposiciones, sino que lo coloca explícitamente en la comunicabilidad de lo que dice el orador a su auditorio. El plano de referencia del discurso no se sitúa “en las cosas mismas”, sino que se sitúa en las opiniones, en el sistema comunitario de creencias a partir del cual, como criterio, se instituye la argumentación. Las opiniones y el sentido común de un auditorio forman un sistema que duplica la realidad y opera, en el nivel lingüístico y pragmático, como la experiencia lo hace en el nivel epistémico, es decir, como criterio de verificación.[8] De ese modo, la retórica puede probar la credibilidad de una tesis mediante una adecuada confrontación con el sistema de opiniones y creencias comunes. En ese sentido, la retórica como método se presenta como un instrumento de selección y justificación de enunciados persuasivos, pero que además de contemplar la relación epistémica que ha de haber entre los enunciados y las cosas sobre las que refieren, a su vez no puede desatender la relación persuasiva que se da entre el investigador y el auditorio cuyas opiniones pretende torcer a su favor. En este caso, como hemos dicho, el Ensayo es una obra escrita por una mujer para un auditorio femenino, por lo que la dicotomía resultará fructífera retóricamente para la conformación de un ethos y de un pathos femenino, que permitirá redefinir filosófica y retóricamente el carácter femenino, reconfigurando en el proceso nuevos sentidos y nuevas agencias para las mujeres, de cara a la posibilidad de ejercer una influencia que revierta su situación de subordinación, e ideando un nuevo lugar que potencialmente puedan ocupar las mujeres en la sociedad de su época y los cambios positivos que estas reconfiguraciones traerían aparejadas.

Giro epidíctico: elogio de las mujeres y censura de los varones

Si seguimos fielmente la razón, ésta nos muestra que la supuesta inferioridad de las mujeres no es tanto una incapacidad natural, como una desventaja impuesta por las costumbres y los procesos de socialización que seleccionan y organizan la educación que recibirán los distintos miembros de la sociedad según su sexo. Sin embargo, Drake evita la conclusión de que las diferencias se explican únicamente por la disparidad educativa. Por el contrario, el Ensayo comienza en este punto una larga exposición de carácter retórico en el que se responsabiliza directamente a los varones, quienes ejercen un poder político y social sobre las mujeres y ahogan sus posibilidades de progreso individual. Por ende, ya no es posible que se afirme, en desmedro de las mujeres, que carecen de virtudes intelectuales o morales meramente por causa de la educación que han recibido, sino que la cuestión ahora es indagar por qué reciben la educación que reciben y quiénesson los verdaderos responsables de la situación desventajosa por la que atraviesan.

Los hombres rara vez instan esta causa en contra nuestra [i.e.: la disparidad educativa], aunque es la única que les da alguna ventaja sobre nosotras en cuanto a comprensión. Pero no sirve a su orgullo, no hay honor que ganar con ello: porque un hombre no debe valorarse más por ser más sabio que una mujer, si debe su ventaja a una mejor educación y mayores medios de información, de lo que debería jactarse de su coraje por golpear a un hombre cuando sus manos estaban atadas.[9]

En efecto, Drake sostiene que la educación de las mujeres de su época no es tan deficiente como comúnmente se piensa. De hecho, durante los primeros años de vida es en términos generales similar: tanto a las niñas como a los niños se les enseña a leer y a escribir en sus años más tiernos. Sin embargo, es a partir de los siete años, afirma Drake, luego de haber sido introducidos en los rudimentos de la alfabetización, que se los separa en dos grupos, por criterios sexuales. A los niños se los manda a las escuelas de gramática, en donde profundizarán sus saberes de la lengua materna, en donde seguramente se les enseñará el francés y los rudimentos del latín, en donde también podrán aprender matemática, geografía o historia. Las niñas, en cambio, son enviadas a internados, en donde la educación se concentrará en el cultivo de ciertos talentos (accomplishments) tales como el tejido, el canto, la música, el dibujo y la pintura. Todos estos talentos, además, están destinados a agradar a los varones, sean sus padres, sus pretendientes, o sus futuros esposos.

Los hombres, tiranos y cobardes, mantienen a la mujer en la ignorancia y con ello dan testimonio de la crueldad que les caracteriza. Estos pasajes, de alto vuelo retórico, retratan con claridad meridiana una situación de explotación machista enraizada prácticamente en el origen mismo de la historia de la civilización humana y expresan de manera inequívoca la ya mencionada dicotomía naturaleza-historia que se perfila en el texto:

Sólo pueden ser tiranos los cobardes. Porque nada hace que una de las partes deprima servilmente a otra, sino su temor de que en un momento u otro puedan volverse lo suficientemente fuertes o valientes como para igualar, o incluso superar, a sus amos. Este es nuestro caso; porque los hombres, siendo conscientes tanto de las habilidades de la mente en nuestro sexo, como de la fuerza del cuerpo en el suyo propio, comenzaron a ponerse celosos de que nosotras, que en la infancia del mundo fuimos sus iguales y socias en el dominio, pudiéramos en el proceso del tiempo, por sutileza y estratagema, convertirnos en sus superiores; y por lo tanto comenzaron a hacer uso de la fuerza (origen del poder) para obligarnos a una sujeción que la Naturaleza nunca quiso; e hicieron uso de las bondades que les dio la Naturaleza para sacar provecho de aquellas que nos dio a nosotras. Desde ese momento se han esforzado en entrenarnos por completo en la indolencia y la ignorancia; como los conquistadores suelen hacer con aquellos que reducen por la fuerza, para desarmarlos, tanto de coraje como de ingenio; y en consecuencia hacerlos renunciar dócilmente a su libertad y someter abyectamente sus cuellos a un yugo servil.[10]

Drake apoya esta opinión con dos casos ejemplares, uno mítico y otro real. El ejemplo mítico lo provee la historia de las Amazonas, un pueblo compuesto exclusivamente por mujeres. Las Amazonas resultaron un interesante objeto de reflexión filosófica feminista a lo largo de toda la modernidad. Para Drake, el hecho de que las Amazonas no hayan querido compartir en sociedad con los varones, aunque tuvieran que encontrarse con ellos periódicamente para garantizar la reproducción de sus ciudadanas, es un índice de que los beneficios que podrían extraer de una asistencia mutua no superaban los perjuicios provenientes de la voluntad de dominio que los varones manifiestan hacia las mujeres. Si pudiendo haberlo hecho, decidieron mantener su distancia, es porque no querían aceptar la subordinación servil. En otras palabras, su convicción de vivir en sociedad separada habla de la tendencia masculina a suprimir su libertad. Esta misma subordinación servil puede apreciarse incluso en Inglaterra, a pesar de las comodidades con las que allí cuentan las mujeres: “grilletes de oro siguen siendo grilletes y la seda que vestimos nunca podrá hacerlos tan cómodos como la libertad”.[11]

La segunda situación histórica que presenta Drake en apoyo de su diagnóstico crítico y de su feroz censura al régimen cruel al que las mujeres son sometidas está comprendida en un comentario sobre la Ley Sálica francesa. Aquí resulta interesante no sólo la idea de que hubo un tiempo primitivo en el que las mujeres fueron libres, sino la caracterización del poder masculino como irracional o irrazonable (lo cual congenia muy bien con la idea de que se trata, además, de un poder tirano y cruel) y la agudeza crítica de poner en tela de juicio los relatos históricos que han llegado hasta nuestros días, dado que todos ellos han sido escritos por hombres, es decir, por sujetos que hemos de suponer tienen a priori una agenda misógina.

Los franceses son un pueblo ingenioso, y quienes confeccionaron esa ley sabían bastante bien que nosotras no éramos menos capaces de reinar y gobernar bien que ellos; pero sospechaban que, si el Poder Real caía a menudo en manos de las mujeres, éstas favorecerían su propio sexo y, con el tiempo, podrían devolverles su libertad primitiva e igualdad con los hombres, y así romper el cuello de esa autoridad irrazonable que tanto afectan sobre nosotras; y por eso hicieron esta Ley para prevenirlo. Los historiadores nos dicen otras razones, pero no pueden ponerse de acuerdo entre ellos, y como los hombres son partido en contra nuestra, su evidencia puede ser rechazada con justicia. A decir verdad, señora, no sé cómo probar todo esto a partir de registros antiguos; porque si alguna historia fue escrita antiguamente por mujeres, el tiempo y la malicia de los hombres han conspirado eficazmente para suprimirlas.[12]

Una vez desenmascarada la verdadera naturaleza de la situación de superioridad de los varones, Drake inicia un derrotero retórico en el que se encargará de elogiar las virtudes que las mujeres pueden cosechar incluso en este contexto de opresión masculina y de censurar, a su vez, a los varones, que por acción u omisión suelen desperdiciar o echar a perder los beneficios que recibieron de una educación liberal que es sistemáticamente negada a las mujeres.

Aunque privadas de una educación académica formal, hay muchas mujeres que cuentan con los medios para educarse de manera autodidacta. Por lo general las mujeres de Inglaterra, nos dice Drake, sólo manejan el inglés y en algunos casos (como el suyo) un poco de francés. Pero cuentan a su favor con una próspera industria editorial, que no sólo las coloca al alcance de importantes obras de autores británicos en prosa, poesía o teatro (Shakespeare, Bacon, Dryden, Milton son algunos de los nombres que hacen aparición en el texto) sino que además les ofrece buenas traducciones al inglés de autores extranjeros, tanto antiguos (Aristóteles, Platón, Ovidio, Horacio, Virgilio, Plutarco, Séneca, Cicerón son algunos de los nombrados), como modernos (Montaigne, La Rochefoucauld, St. Evremond). En ese sentido, Drake considera que, a pesar de la disparidad en educación y a pesar del monopolio arbitrario y tiránico que los varones tienen de las ciencias y la academia, no hay excusas para una mujer bien posicionada que desee instruirse, siempre que tenga la ambición de hacerlo.

Los hombres, por otro lado, que sí han recibido una educación liberal tampoco tienen forma de excusarse cuando echan a perder esos beneficios. Drake presenta dos casos ejemplares a través de dos arquetipos sociales de la época: el pedante (pedant) y el escudero (country squire). El primero, debido a su vida retirada e inactiva, rechaza todo tipo de negocio y permanece a tal punto en constante conversación con la antigüedad, que se vuelve una momia egipcia, extrañada e ignorante de los asuntos domésticos y de las costumbres de su propia época y país. El segundo, en cambio, ha heredado de sus ancestros los medios necesarios para dedicarse a tonterías y desperdicia su educación hablando todo el día de sus caballos, sus perros y halcones, discutiendo sobre cerveza y pedigrí, para el tedio de su auditorio.

Drake concluye que la supuesta inferioridad intelectual y moral de las mujeres no puede deberse en sí ni a la naturaleza ni tampoco a la desigualdad en la educación, como suele decirse, pues incluso aceptando las desventajas con las que debe lidiar una mujer en comparación con el varón, a menudo sucede que aquellas están en condiciones de suplirlas tanto como éstos de desperdiciarlas. Por lo tanto, las cualidades negativas y los vicios que los varones atribuyen a las mujeres no se deben sino a que éstos son adversarios mezquinos, que gustan más de cultivar el escándalo y la difamación que las razones y los argumentos sólidos. En efecto, Drake sostiene que los varones imputan a las mujeres una larga lista de faltas e imperfecciones que en realidad están extraídas del catálogo de sus propias insensateces y vicios, volviéndolas hacia ellas: vanidad, impertinencia, envidia, hipocresía e inconstancia. Cada uno de estos vicios que se atribuyen comúnmente a las mujeres puede ser críticamente revisado, de manera tal de restituirlos a sus verdaderos dueños, los hombres, si se hace una cuidadosa observación de las costumbres y los comportamientos de cada sexo.

Segundos Argumentos: “a partir de la Observación”

Dado que la razón ya nos ha mostrado que las mujeres no son inferiores por naturaleza, sino que tienen que lidiar con una situación social desfavorable (que en ocasiones incluso pueden superar), Drake se propone ahora mostrar que la misoginia típica de la opinión pública inglesa no es sino un ejercicio hipócrita de la difamación. Para ello, lleva adelante un análisis casi sociológico de los distintos arquetipos masculinos que conforman la sociedad de su época. Así, a manera de una inducción, si bien no podrá probar que todos los hombres se adecúan a esos estereotipos, sí, al menos, podrá limpiar la reputación del sexo femenino, que es el objeto gratuito de estos vituperios.

Los caracteres que se insertan en el texto tienen como objetivo desactivar las críticas a las mujeres, presentando para cada vicio la efigie de un caballero que lo encarna en su máxima expresión. Una descripción detallada de cada uno de los múltiples y variopintos personajes está por fuera de los límites de este escrito. Me limitaré a mencionar algunos de ellos y comentarlos brevemente. Los vicios que Drake recoge y que parecen ser tradicionalmente atribuidos a las mujeres son cinco: la vanidad (vanity), la impertinencia (impertinence), la envidia (enviousness), la hipocresía o fingimiento (dissimulation) y la inconstancia o frivolidad (inconstance).

Para el caso de la vanidad, que tanto se imputa a las mujeres, Drake se despacha principalmente con una exhaustiva caracterización del beau o petimetre. Antes concede que algunas mujeres son vanidosas, pero únicamente respecto de la belleza física, puesto que es la única ventaja indiscutida que tienen en este mundo por sobre los varones. Por ello, tanto quienes la tienen como quienes no, no pueden ser justamente culpadas por dedicarse a ella como fuente de mérito. Sin embargo, en el beau, esta vanidad alcanza el paroxismo. Este personaje, que le disputa y le arrebata a la mujer el monopolio de la vanidad en lo que hace a la belleza (llenándose de perfumes y polvos, siguiendo cualesquiera sean las últimas y más extravagantes modas en su vestimenta, zapatos, pelucas y demás accesorios, especialmente si las cree venidas de Francia), no sólo es vanidoso por lo que hace a su aspecto, sino que es un charlatán, cabeza dura, que desestima cualquier opinión que no coincida con la suya, aunque se trate de un personaje obtuso que normalmente sólo opina de trivialidades y bagatelas, y cuya estima sobre una cuestión fluctúa a la par que su precio en el mercado: “tiene más ciencia en sus mocasines que en su cabeza, la cual es más fácil cubrir que rellenar”;[13] “debería ser un filósofo, pues no se estudia más que a sí mismo; sin embargo, lo conoce mucho mejor todo aquel que sepa que no hay valor alguno en conocerle”.[14]

Luego es el turno de la impertinencia:

un humor de ocuparnos de cosas triviales y sin importancia en sí mismas, o de manera inapropiada en cosas que no nos conciernen, o en las que no podemos hacer nada con ningún propósito. Aquí nuestros adversarios nos insultan, como si hubieran obtenido una victoria completa, y el campo fuera indiscutible; pero no tendrán motivo para el triunfo, este no es un puesto de tan poderosa ventaja como se persuaden con cariño. Esta presunción surge de una creencia errónea de que todas aquellas cosas en las que son poco preocupados o consultados son bagatelas por debajo de su cuidado o atención, que de hecho no son tan bien capaces de manejar por naturaleza.[15]

Este pasaje continúa con una discusión muy interesante sobre cómo se las acusa a las mujeres de impertinentes por discutir cuestiones “triviales” o “menores” como la regulación de la familia, el gobierno de los niños, la dirección de la servidumbre, la combinación y distribución de los muebles o el manejo de los asuntos del hogar. Sin embargo, contesta Drake,

tal como los asuntos del mundo están ahora divididos entre nosotros, los domésticos son nuestra parte, y fuera de los cuales raramente se soporta que interpongamos nuestro juicio [sense]. También les agradará considerar que, por más ligeras e insignificantes que parezcan estas cosas, sin nuestro cuidado, no son capaces de tener placeres sensoriales superiores o más refinados que los de los brutos.[16]

Sin embargo, peor es la situación de algunos hombres con este vicio de la impertinencia. En este caso, Drake nos presenta, entre otros, el carácter del político de café (Coffee-House Politician), que se llena la boca discutiendo asuntos que desconoce, agitando periódicos y vociferando recomendaciones y políticas públicas, a menudo completamente improcedentes, entre otras cosas, porque jamás estará en situación de ofrecer real consejo en materia política. Verdadera impertinencia, entonces, no es que las mujeres se ocupen de cosas “triviales” (que quizás no sean tales), pues a ellas han sido reducidas a la fuerza por los varones, sino que impertinencia es la que cometen los hombres que creen poder opinar de cualquier cosa con acierto y, cuando encuentran que algo se escapa de sus capacidades, se desentienden de ello considerándolo trivial, menor y de escasa relevancia.

Con respecto a la envidia, uno de los caracteres más interesantes que hace su aparición es el del crítico de ciudad (City-Critick) que, al carecer de cualquier tipo de talento literario y envidioso de los grandes poetas, dedica su tiempo a despotricar contra todos ellos:

Un crítico de este tipo es uno que, por falta de ingenio, se prepara para el juicio; sin embargo, tiene tanta ambición por ser considerado un ingenioso, que deja que su bazo prevalezca contra la naturaleza y se convierte en poeta. Respecto de esta capacidad, es tan justo con el mundo, como es dañino en la otra. (…) Toma su malicia por una musa, y se cree inspirado cuando sólo está poseído y explotado con un flato de envidia y vanidad. Sus grandes aportes a la poesía son el Crambo y la Aritmética, por lo que aspira al tono y a los números, aunque se equivoca con frecuencia al contar con sus dedos. Tiene una gran antipatía hacia su propia especie y odia ver a un tonto en cualquier lugar que no sea en su espejo.[17]

Con respecto al fingimiento, nos advierte que dada las características actuales del mundo, hay ciertas formas del disimulo que son necesarias, “es el ingrediente principal en la composición de la prudencia humana”.[18]

El mundo está demasiado lleno de arte, malicia y violencia para que la sencillez absoluta pueda vivir en él. Por tanto, conviene tanto a nuestro sexo como al otro vivir con tanta precaución y circunspección en cuanto a su propia seguridad, que sus pensamientos e inclinaciones no se vean tan desnudos como para exponerlos a las trampas, estratagemas y prácticas de hábiles bribones, que harían una propiedad de ellos; o dejarlos abiertos a los esfuerzos perversos y las impresiones perniciosas de la envidia o la malicia, cuyo placer surge del dolor de otros. Nada les da a nuestros adversarios una ventaja tan grande sobre nosotras como el conocimiento de nuestras opiniones y afectos, algo agradable que se asegurarán de colocar como carnada en todas sus trampas y maquinaciones.[19]

Pero para ver la real hipocresía, es decir, cuando los hombres no sólo ocultan sus genuinos sentimientos e intenciones, sino que profesan y parecen obrar celosamente lo contrario, nos pide que no busquemos más que en las cortes, donde los hombres abrazan y elogian a quienes quisieran apuñalar por la espalda. Sin embargo, más interesante es lo que tiene que decir respecto de la hipocresía amorosa masculina, una trampa o engaño del que son objeto las mujeres, como meros medios para satisfacer los deseos de los hombres (sexuales y sociales, como la reputación de casanova).

Tampoco es sólo la Corte, sino que todos los lugares en donde haya algún estímulo de ganancia o placer que pueda esperarse de una traición exitosa están infectados con este vicio, de lo cual ningún lugar es tan estéril como para no permitirse alguno. Este engaño está tan lejos de ser el vicio de nuestro sexo, que es el objeto común sobre el que se practica a diario: nada se encuentra con más frecuencia que el falso amor en los hombres (…) Si estas falsas artes, suspiros y agonías fingidos, prevalecen sobre cualquier mujer tonta, fácil o crédula, el falso amante se agranda con el éxito (…), que con gran satisfacción proclama en todos los lugares a donde llega: es su mayor hazaña de galantería, de la que no perderá el mérito. Por lo tanto, cree su [her] ruina un paso hacia su [his] reputación y funda su [his] propio honor en su [her] infamia.[20]

Por último, Drake afirma que la frivolidad o inconstancia es el producto de un juicio infantil, y que, puesto que las mujeres maduran antes que los varones, se trata de un vicio del que son menos proclives y que, a la vez, perdura por más tiempo entre los varones. Esto, a su vez, es lo que explica que las mujeres sean mejores amantes y amigas, pues son constantes en sus relaciones y carecen de frivolidad al amar. Los varones, en cambio, son mucho más fluctuantes en sus afecciones, y como la belleza sensual es el único o el principal objeto de sus pasiones, éstas necesariamente languidecen cuando aquella comienza a desvanecerse. El amor masculino, originado en la sorpresa y el asombro, muere a manos de la familiaridad. En cambio, las mujeres no fijan sus afecciones en cosas mudables como la belleza de un rostro, sino en el ingenio, en el buen humor y otras gracias de la mente tanto como del cuerpo, por lo cual el amor femenino es más constante y duradero, de acuerdo con la naturaleza de sus objetos.

A lo largo de páginas y páginas, las observaciones de Drake se acumulan a tal punto que comienzan a configurar una suerte de registro empírico a partir del cual se puede inducir algunas conclusiones fulminantes, que producen una inversión total de la acusación. Dadas todas estas imperfecciones y vicios en las costumbres de los hombres, no sólo no es fútil, sino que es absolutamente necesario que frecuenten la compañía femenina, pues la honestidad, el coraje y el ingenio del que son capaces los varones no son más que diamantes en bruto si no están mediados por las virtudes femeninas (la complacencia, la galantería, el buen humor, la invención y la insinuación), tal que hagan de ellas cualidades corteses, bien educadas y agradables.

Giro deliberativo: qué vínculos son aconsejables y cuáles no

Por último, entonces, el Ensayo recomienda la compañía femenina como un medio para que la rusticidad natural de los varones pueda civilizarse un poco y sus talentos pulirse y refinarse. Drake concede que hay muchos varones de buen sentido, que saben perfectamente que esto es así y que, por ende, son una grata y enriquecedora compañía, a su vez, para una dama. Sin embargo, los hay también que carecen de entendimiento y buen sentido, y, por ende, que no saben exactamente qué es lo que tienen que imitar de las mujeres con las que se relacionan.

Esta sugerencia abre la última cuestión del texto. Si bien las damas son una compañía indispensable para el refinamiento de las sociedades, sucede que, a la inversa, no toda compañía es buena para ella. Los tontos no son buena compañía para las mujeres. Aunque podemos lustrar un poco la naturaleza y sacarle brillo, pues es perfectible, cambiarla completamente no está en nuestro poder. Y hay tontos que son incorregibles. Aunque es probable que por “tonto” se esté refiriendo a una variedad de personajes, Drake concentra la cuestión especialmente en uno que ya hemos introducido en párrafos anteriores: el beau, fop o petimetre.

El petimetre es un personaje peculiar, comúnmente satirizado por poetas, panfletistas e incluso filósofos,[21] por ser un sujeto vanidoso, superficial, completamente insustancial y, por lo general, inútil para desempeñarse en la vida activa o contemplativa. El petimetre viste a la última moda y consume cantidades industriales de perfume, polvos, pelucas y ropas. Sigue las tendencias parisinas y suele ser un Don Juan de pacotilla, dejando en el camino un tendal de promesas rotas y enamoradas despechadas. Este personaje, a ojos de Drake, emula lo que no hay que emular de las mujeres de su época, que dedican toda su energía a embellecer sus cuerpos para alcanzar las miradas de los hombres, en lugar de embellecer sus mentes para alcanzar el conocimiento de Dios. El petimetre, de manera simiesca y grotesca, es precisamente el agente masculino que, cual araña, teje una tela de fantasías (comúnmente salpimentada con falsas palabras de amor) para atrapar en ella a la mayor cantidad de mujeres, aprovecharse de ellas y, en el proceso, arruinar sus reputaciones.

Finalmente, no son las mujeres las que han de presentar credenciales para vincularse con los hombres, sino al revés. Una mujer cuya ambición esté en embellecer su mente y perfeccionar su ingenio, y no en embellecer su cuerpo y maquillar su rostro, concluye Drake, sabrá bien que sólo los varones de ingenio están debidamente calificados para vincularse con ella.

A modo de conclusión: género y carácter femenino

La obra que hemos estudiado lleva un subtítulo sugerente, Ensayo en defensa del sexo femenino. En el que se insertan los caracteres de un pedante, un escudero, un petimetre, un virtuoso, un poetastro, un crítico de ciudad, etc., el cual no tiene otra función que adelantar a sus lectoras el elenco de figuras con el que se irán encontrando a lo largo del camino. Para concluir mi análisis, quisiera hacer un breve comentario sobre la cuestión del carácter. Empleada para nombrar los rasgos generales del temperamento y, por ende, el conjunto de atributos personales que son dignos de alabanza o vituperio, la noción de carácter tenía en los siglos XVII y XVIII una relación estrecha con cuestiones relativas al yo y a la identidad personal, aunque a diferencia de éstas últimas era comprendida y empleada fundamentalmente en sentido moral.[22]

Concentrándonos en la obra que hemos estudiado, cabe discutir si acaso emerge algo así como un “carácter femenino”, es decir, una mentalidad, una personalidad o una forma de la subjetividad que sea específicamente femenina. Como hemos visto, Drake rechaza la idea de que las distinciones sexuales puedan detectarse en el alma en sentido metafísico, completamente separada del cuerpo y de la experiencia. Sin embargo, hay un carácter femenino. Existen ciertos rasgos generales de temperamento que son internalizados por las mujeres a través de la experiencia, de las costumbres y de la educación, y que determinan un carácter típicamente femenino. Ya nos hemos encontrado con ellos en nuestro análisis: la complacencia, la galantería, el buen humor, la capacidad de invención, la insinuación. Considero importante advertir que son rasgos femeninos pero que no son el fruto de una naturaleza o esencia femenina, sino el producto de ciertas formas de socialización. En ese sentido, aunque se trata de un término que la autora jamás emplea y a riesgo de cometer una anacronía, diría que se trata de rasgos que hacen al género femenino. En otras palabras, lo que quiero decir es que a esta obra también le cabría la traducción más contemporánea de “Ensayo en defensa del género femenino”, dado que emerge del texto un conjunto de cualidades morales e intelectuales que, aunque son en sí mismas ajenas a la sexualidad, están anexas a ella.

Así, no sólo encontramos en el Ensayo una defensa de las mujeres (del sexo femenino), sino de la feminidad (del género femenino). El lugar de subordinación que ocupan las mujeres en la sociedad, arguye Drake, es fruto de la tiranía masculina, irracional, cobarde y cruel. Dicha subordinación está sostenida en procesos de socialización que fomentan ciertos talentos o capacidades en las mujeres, a la vez que impiden u obstaculizan el desarrollo de otras. Sin embargo, incluso en esas condiciones desfavorables emergen una serie de rasgos del carácter que no son menos virtuosos que los que les están vedados. Se trata de virtudes que originalmente tienen como objetivo volver a las mujeres elegantes, corteses, civilizadas, y con ello, a la vez, dóciles ante el dominio masculino. La propuesta de Drake, finalmente, no es abandonar por completo esas virtudes en busca de lo que les es negado a las mujeres, sino una combinación de ambas cosas: se trata de no perder la ambición por progresar y acceder a derechos y privilegios que son injustamente negados a las mujeres, y a la vez emplear las virtudes corteses que caracterizan a las mujeres precisamente para volver corteses, civiles y, finalmente, también dóciles, a los varones.

Referencias bibliográficas

- Anónimo [Astell, Mary]: A Serious Proposal to the Ladies, for the Advancement of their True and Greatest Interest, London: printed for R. Wilkin, 1697.

- Anónimo [Drake, Judith]: An Essay in Defense of the Female Sex in which are inserted the Characters of a Pedant, a Squire, a Beau, a Vertuoso, a Poetaster, a City-Critick, etc., London: printed for A. Roper and E. Wilkinson, 1696.

- Aristóteles: Retórica, introducción, traducción y notas de Q. Racionero, Madrid: Gredos, 1999.

- Duran, Jane: Eight women philosophers. Theory, politics, and feminism, Chicago: University of Illinois Press, 2006.

- Eales, Jacqueline: Women in Early Modern England, Londres: UCL Press, 1998.

- Maffia, Diana: Contra las dicotomías: feminismo y epistemología crítica, Buenos Aires: Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género, UBA, (s/f).

Notas

[1] No conozco ninguna versión española de esta obra. Todos los pasajes citados aquí en español han sido traducidos por mí, tanto de esta obra como de A Serious Proposal to the Ladies.
[2] Más adelante en el texto se ofrecen algunas aclaraciones sobre cómo se entiende este concepto.
[3] Cf. Eales, Jacqueline, Women in Early Modern England, Londres, UCL Press, 1998, pp. 38-39.
[4] Anónimo [Astell, Mary], A Serious Proposal to the Ladies, for the Advancement of their True and Greatest Interest, in Two Parts, London, printed for R. Wilkin, 1697, p. 16. Las cursivas son mías.
[5] Sabemos que en 1707 prologó la publicación póstuma de la obra médica de su marido, por lo que tenemos que suponer que estaba versada en medicina y anatomía.
[6] Anónimo [Drake, Judith], An Essay in Defense of the Female Sex in which are inserted the Characters of a Pedant, a Squire, a Beau, a Vertuoso, a Poetaster, a City-Critick, etc., London: printed for A. Roper and E. Wilkinson, 1696, p. 11
[7] Cf. Duran, Jane, Eight women philosophers. Theory, politics, and feminism, Chicago: University of Illinois Press, 2006, p. 77.
[8] Cf. Aristóteles, Retórica, introducción, traducción y notas de Q. Racionero, Madrid, Gredos, 1999, pp. 29-37.
[9] Anónimo [Drake, Judith], An Essay in Defense of the Female Sex, p. 20.
[10] Ibid., pp. 20-21.
[11] Ibid., p. 25.
[12] Ibid., pp. 22-23.
[13] Ibid., p. 68.
[14] Ibid., p. 69.
[15] Ibid., pp. 84-85.
[16] Ibid., pp. 85-86.
[17] Ibid., pp. 119-120.
[18] Ibid., p. 110.
[19] Ibid., pp. 111-112.
[20] Ibid., p. 115.
[21] El personaje principal de la comedia de Molière El burgués gentilhombre (1670), Mounsier Jourdain, un rico advenedizo cuyo mayor deseo es adquirir las costumbres refinadas y modernas de la aristocracia, es un típico caso de parodia al beau o petimetre. En el ámbito inglés también encontramos ejemplos interesantes. Un conocido actor de la época, Colley Cibber (1671-1757), representó el papel de Sir Novelty Fashion en la obra de teatro Love’sLast Shift or The Fool in Fashion y el de Lord Foppington en The Relapse or Virtue in Danger (1696). El nombre del segundo personaje es una referencia apenas encubierta al beau, que en inglés era denominado fop. Ya en el siglo siguiente, encontramos una ingeniosa y divertida sátira del beau en el número 275 del Spectator de Joseph Addison, publicado el martes 15 de enero de 1712, en un ensayo titulado Dissection of a Beau’s Head.
[22] Hacia finales del siglo XVII y durante el XVIII el vocablo “moral” se empleaba en un sentido más amplio que el actual, que incluía en general a todo fenómeno o característica típicamente humana. En ese sentido, “filosofía moral” se oponía a “filosofía natural”, dado que mientras ésta última se dedicaba al estudio del mundo natural (lo que hoy en día llamaríamos física, química, biología, botánica, etc.), aquella otra tenía como objeto al mundo humano en un sentido amplio que podía incluir ciertamente cuestiones morales en sentido estrecho (problemáticas éticas, teorías de la acción o la motivación moral, etc.), pero también problemas relacionados con la epistemología, la filosofía política e incluso la estética.

Notas de autor

* Leandro Guerrero es Doctor en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires, en donde se desempeña como docente en la cátedra de Historia de la Filosofía Moderna. Sus investigaciones se han concentrado en la ilustración británica y ha publicado artículos al respecto en revistas especializadas nacionales e internacionales. Actualmente lleva adelante un proyecto de investigación en torno a las obras de John Locke y de Mary Astell.
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