Dossier
Literatura y ética. (Algunos) Comentarios a “Imaginación literaria y virtudes ciudadanas” de Graciela Vidiella
Literature and Ethics (Some) Comments on “Imaginación literaria y virtudes ciudadanas” by Graciela Vidiella
Literatura y ética. (Algunos) Comentarios a “Imaginación literaria y virtudes ciudadanas” de Graciela Vidiella
Tópicos, núm. 45, 2023
Asociación Revista de Filosofía de Santa Fe
Recepción: 01 Febrero 2022
Aprobación: 01 Abril 2022
Resumen: En este trabajo me propongo realizar un homenaje a la obra filosófica de Graciela Vidiella. Con este objetivo en mente, me concentro en su trabajo “Imaginación literaria y virtudes ciudadanas”. En esta investigación, Vidiella sostiene -con cierta cautela- que la lectura de textos literarios puede hacernos mejores personas. El aporte moral crucial de la literatura sería desarrollar en sus lectores un sentido de la justicia, la tolerancia, la solidaridad y el pensamiento crítico En relación al pensamiento crítico, defiendo la idea según la cual Vidiella vincula su razonamiento con el liberalismo de tipo rawlsiano. A continuación, propongo un modo alternativo de entender el pensamiento crítico de la mano de aportaciones de un teórico de izquierdas como Herbert Marcuse que estaba preocupado por dotar a la humanidad, a través precisamente del arte, de un sentido crítico respecto de una cultura hegemónica.
Palabras clave: Graciela Vidiella, Literatura, Virtudes Cívicas, Pensamiento Crítico Marcuse.
Abstract: In this work I propose to make a tribute to the philosophical work of Graciela Vidiella. With this goal in mind, I focus on his work "Literary Imagination and Citizen Virtues." In this research, Vidiella argues with some caution that reading literary texts can make us better people. Literature's crucial moral contribution would be to develop in its readers a sense of justice, tolerance, solidarity, and critical thinking. In relation to critical thinking, I defend the idea according to which Vidiella connects her reasoning with Rawlsian- kind of liberalism. In addition, I propose an alternative way of understanding critical thinking through contributions from a leftist theorist like Herbert Marcuse who was concerned with endowing humanity, precisely through art, with a critical sense regarding a hegemonic culture.
Keywords: Graciela Vidiella, Literary, Citizen Virtues, Critical Thinking, Marcuse.
1. Un comienzo amigable
Cuando recuerdo aquel correo electrónico en el que la profesora Graciela Vidiella, en 2010, me invitaba a dar una conferencia en la Universidad Nacional del Litoral, no podía vislumbrar, aún, la fuerte amistad que me uniría a ella. Es al rememorar esto que viene a mí, como un contrasentido, el dictum de “Oh amigos, no hay amigos” que, según Derrida, en su Políticas de la amistad, Aristóteles había pronunciado. Si el Estagirita fue el que lo hizo, incluso si fue el “primero”, en algún sentido inteligible de ser primero en algo, es algo que no puede comprobarse contundentemente. Su Ética Eudemia, por ejemplo, no lo explicita de este modo, sino que, más bien, lo sugiere al decir que es imposible –diría yo empíricamente– tener muchos amigos, ya que un amigo, en el sentido fuerte que el filósofo le daba a la “amistad verdadera”, requiere de dedicación y de la prueba del tiempo: de demostrar lealtad y afecto a lo largo de toda una vida. No voy a discurrir mucho más sobre este punto –lateral en lo conceptual, pero central en lo vital-porque, además, la tradición intelectual que concibe que amigos en sentido fuerte solo puede haber pocos no acaba con Aristóteles, prosigue con consideraciones como las de Plutarco, Cicerón o Montaigne, para poner pocos ejemplos. Y decía que era un contrasentido recordar esa frase porque, aunque es posible no tener amigos, es raro no tener ninguno. Amén de la contradictio in adjecto de la frase “Oh amigos, no hay amigos”, en general, y si tenemos “suerte moral”, algunos amigos verdaderos, en la definición de los autores ya citados, tenemos. Y la profesora Graciela Vidiella (o Graciela, a secas) es esa clase de amiga verdadera en el sentido fuerte expresado por el concepto.
2. Imaginación literaria y virtudes ciudadanas
En lo que sigue, voy a ocuparme de su conferencia “Imaginación literaria y virtudes ciudadanas”, ofrecida en el marco de las XII Jornadas de investigación en filosofía. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de la Plata, el 6 de agosto de 2019. Debo apresurarme a justificar que mi elección de esta contribución de Graciela no implica desconocer que nuestra filósofa ha hecho contribuciones a diversos ítems conceptuales, en especial, de la filosofía práctica. Sabemos que Vidiella ha escrito sobre democracia, tolerancia, derecho a la salud, feminismo y tantos otros tópicos y áreas relevantes para la filosofía política o la denominada ética normativa. Sin embargo, mi elección de esta conferencia obedece a un doble criterio: por un lado, soy consciente de que Graciela dictó en 2020 un seminario, en la Universidad de Quilmes, sobre ética y literatura y está pensando, junto a Facundo G. Valverde, escribir, además, un libro sobre la temática en cuestión; por el otro, mis intereses en esta área; vgr., ética y literatura, son o más o menos conocidos y, recientemente, como prueba de lo que digo, he publicado el libro La ética frente al espejo. Ensayos sobre filosofía moral, literatura y derecho.[1]
Comenzaré por efectuar una descripción del trabajo de Graciela, para, posteriormente, indicar en qué aspectos puntualmente deseo centrarme. Graciela Vidiella parte de Rorty y de Nussbaum, señalando que pese a sus diferencias ellos vienen a coincidir con ella en valorar el importante papel de la literatura, especialmente de las obras de ficción en cuanto a enseñarnos a razonar éticamente, a deliberar mejor públicamente, y a motivarnos en la senda apropiada.[2] Graciela defiende que la literatura cumpliría un papel connotado en marcar un estilo diferente de razonamiento ético, así como a proporcionar bases para motivar a la acción éticamente correcta. Graciela, como Nussbaum, (a Rorty lo deja en el camino luego del comienzo de su charla) parece adherir a la idea según la cual la imaginación literaria ayudaría –con ciertas reservas, por cierto, de Graciela sobre esto– a enseñar virtudes cívicas. Entre esas virtudes, Graciela señala las preferidas de alguien cercano ideológicamente a la social-democracia: justicia, solidaridad, tolerancia y pensamiento crítico. En términos psicoanalíticos Graciela estaría reproduciendo algo muy semejante a la matriz del pensamiento liberal de izquierdas, pensamiento cercano a Rawls, a quien nuestra autora cita recordando su “utopismo realista”. Ya se verá que la referencia de Graciela a un liberal igualitario como Rawls “casi al pasar”, no es ociosa para lo que argumentaré luego.
En síntesis, Graciela Vidiella defendería en este trabajo que comento dos tesis. La primera es que la literatura ofrece un estilo de pensamiento ético diferente. ‘Diferente’ con respecto a qué sería una buena pregunta. Pues bien, y respondiendo a la misma, a lo que, en trabajos míos como Dilemas en la moral, la política y el derecho,[3] he llamado “teorías morales estándares”. Es decir, teorías que hacen de la idea de ‘sistema moral’, más una noción de principio moral abstracto, pautas modélicas de lo que cuenta como “buenas” teorías morales. A esa visión estándar de la teoría (dígase visión kantiana, o utilitarista, por ejemplo), Nussbaum, como Vidiella, oponen un enfoque que yo, en la obra ya citada, y siguiendo a filósofos como MacDowell, MacIntyre, y otros, he llamado “anti-teórica”. Donde el prefijo “anti” marca una oposición, un malestar inclusive, contra teorías tan “abstractas” de la moralidad. Malestar porque las teorías estándares no prestan atención más enfática a las virtudes, o a las emociones, o a la percepción moral, temas dilectos con los que Nussbaum suele encarar sus investigaciones sobre los vínculos entre ética y literatura.
La segunda tesis que Graciela adopta, es que la literatura puede motivar a la acción de modo apropiado. Traducido al lenguaje específico, esto significa que la literatura puede ayudar a adquirir virtudes dianoéticas y éticas. Cuando empleo el giro según el cual “Graciela parece adoptar” es porque se advierte cierta tensión en su texto al respecto. Por un lado, afirmaciones de Graciela, y ejemplos que pone, indicarían que sí, que ella cree que la literatura puede jugar un rol motivacional en la moralidad de la gente. O sea, leer La cabaña de tío Tom . Tiempos difíciles, para sólo referirme a dos de sus ejemplos, debería ayudarnos a actuar correctamente con los afro-americanos o a entender la complejidad de la pobreza, para el segundo caso. Sin embargo, Graciela misma sospecha de que esto sería demasiado sencillo como para creerlo de una vez. Su nota cautelar aparece bien puesta cuando indica que duda que Oyarbide o Bonadío (dos de nuestros jueces federales, el primero jubilado, el segundo fallecido) serían virtuosos si leyesen buena literatura. Empero, yo dudaría que sean mejores personas simplemente leyéndola. A lo mejor un poco recordando el espíritu de Aristóteles, hay caracteres morales casi incorregibles.
Entiendo que la sospecha de Graciela, así como ella la plantea, encierra razón. Pero en este caso las cosas no son tan simples como para dar tampoco tanto crédito a la fuerza de su contra-ejemplo de jueces (eventualmente) torcidos. En realidad, la pregunta que se hace Graciela de si las virtudes pueden enseñarse, suele estar rodeada de cierta oscuridad. Esto es así porque muchos filósofos no advierten que, tras la formulación de esta pregunta, lo que pueden estar haciendo es recitar las condiciones necesarias y suficientes de lo que es una virtud qua concepto. O sea, si las virtudes pueden enseñarse es otro modo de preguntarse qué es una virtud.
La palabra “enseñar”, por otro lado, está sobrecargada de “intelectualismo”, pues se atiende con la misma a aspectos más bien “cognitivos” de la virtud. No obstante, si las virtudes epistémicas y éticas forman un todo unitario, tesis conceptual que para muchos aristotélicos es verdadera, enseñar no puede querer ser solo eso. Tiene que implicar un aspecto emocional, o afectivo, como la misma Graciela dice en su texto al explicitar lo cerca que está del mismo Aristóteles en este aspecto, y lo más distante que está de Hume. Para Graciela las virtudes amalgaman disposiciones a actuar, hábitos, creencias y emociones guiadas por la deliberación “racional”, donde el predicado “racional” no tiene, al parecer, la carnadura abstracta que la modernidad dota a la expresión y que da pábulo a lo que antes llamé teorías morales “estándares”. Pero lo que quiero decir ahora, es que “enseñar”, en tanto verbo intelectualizado, no terminaría de ser todo lo preciso que debe ser para capturar la otra idea: aquella según la cual las emociones, la afectividad, juegan un papel (a determinar) en transmitir, enseñar, o contagiar la virtud.
La pregunta sobre si las virtudes se enseñan, y sobre si la literatura motiva correctamente a tener las virtudes que hay que tener, seguida del (algo sombrío) contra-ejemplo de Oyarbide y Bonadío, producen un efecto de deslumbramiento paradójico. El contra-ejemplo puesto por Graciela es sin duda muy efectivo (y hasta efectista), pero quizás a medias, pues permanece tal contra-ejemplo en cierta oscuridad conceptual en lo concerniente a qué es exactamente lo que prueba. Si prueba que la virtud no se enseña, y que la literatura ayuda accidentalmente, tenemos un problema de futilidad de la virtud y también de la literatura. O de inutilidad de la imaginación literaria.[4] Sin embargo, las cosas no san filosóficamente tan funestas. La recién mencionada oscuridad puede deshacerse, en parte, volviendo al texto de Graciela. Ella dice que la motivación involucrada en la virtud encierra una sustancia emocional. Las emociones, para Graciela, como para otros filósofos, no son solo impresiones catalépticas (como decían los estoicos) o estructuras proposicionales platónicas o fregeanas. Encierran afectividad. Pues bien, leer literatura, por ejemplo, Puertas abiertas de Sciascia o El juez Surra de Andrea Camilleri, no hará, necesariamente, mejores jueces a Oyarbide o Bonadío, eo ipso. Es necesario que estos jueces también hagan su parte, que activen (otros menos libérrimos diríamos que se activen) habilidades afectivas y cognitivas que les permitan, vía unos recursos a elucidar conceptualmente como la imaginación, la empatía, etc., a volverse tan buenos jueces –epistémicamente y éticamente- como los ejemplares de Sciascia y Camilleri. Un analítico irredento diría que la primera tesis, referida párrafos atrás, sobre que la literatura enseña un estilo de pensar moral, en tanto tesis sobre un desempeño puramente epistémico o intelectual, es una tesis conceptual que, como tal, aspira a ser necesariamente verdadera (no por ello, será una tesis obvia). La segunda, sobre la motivación, sería una tesis sintética, a posteriori, y contingente. Porque la literatura no es la magia de Merlín. Si Bonadío y Oyarbide fuesen muy torcidos, la literatura no podría hacer lo que ni la magia logra. Sin embargo, lo contingente puede tener más dignidad filosófica si mostramos que la literatura, frente a sujetos “apropiados”, puede suscitar, en general, propensiones imaginativas y empáticas que pongan a esos sujetos -siempre que estos tengan el carácter fértil para ello-, al abrigo de las virtudes. En tanto estas propensiones sean generales tienen más dignidad que si fuesen meramente episódicas. No son verdades a priori, pero no podemos tenerlo todo.
Con todo, el cuadro sigue incompleto y por eso el valor del contra-ejemplo de Oyarbide y Bonadío, y la riqueza de la pregunta sobre la posibilidad de la enseñanza de virtudes, siguen siendo puntos relativamente oscuros. Porque si los jueces tienen un acentuado carácter moral pervertido, no son sujetos apropiados en ningún modo posible para que la literatura los transforme. Pero, entonces, cuando más necesitamos a la literatura, y su stock de virtudes, esta se retira. La pintura es incompleta, además, porque falta una noción –también muy desafiante para los filósofos- como la de “experiencia moral”. O sea, para que un sujeto que lee literatura pueda decir: “este libro me tocó el corazón” es necesario, por lo menos, que adquiera una perspectiva de primera persona que adopte ese libro como su libro vital y, segundo, que refuerce su corazón tocado literariamente, en una narración compartida con otros, o sea, que advenga la perspectiva de segunda persona. Justamente, la teoría moral estándar no puede ofrecer eso porque, característicamente, es perspectiva de tercera persona, incluso cuando se le añade carnaza emocional con ideas como las de un espectador “simpático”.
Me he detenido en los puntos anteriores, algo largamente, para las condiciones impuestas para la redacción de este homenaje, porque, quizás, como el escorpión de la fábula, no pude evitar hacerlo. Pero me restan dos temas en los que sí quisiera centrarme un tanto más focalmente a fin de concluir este escrito con ellos. Graciela, como dije en algún momento, señala que una virtud cívica que la literatura puede desarrollar es el “pensamiento crítico”. Sin embargo, no conecta, como sí hace con las otras virtudes de su lista, a esta virtud con ejemplos explícitos. Pienso que esto es así porque, tácitamente, asume que esta virtud está cumplida en cualquier ficción o ejemplo literario. Si esto es así, el pensamiento crítico sería una virtud básica respecto de las otras mencionadas: justicia, solidaridad, tolerancia. No voy a interpelar, empero, si cabe esta asignación de carácter básico. Más bien, quiero mostrar porqué la virtud de pensamiento crítico es más complicada, de lo que podemos suponer, en su conexión con la literatura. Por lo visto, exhibo aquí un espíritu (algo irritantemente) complicado.
3. Literatura, verdad y pensamiento crítico
Graciela, como he enunciado antes, sostiene que el pensamiento crítico constituye una virtud cívica. Esto porque aumenta el caudal de mejora moral de la ciudadanía en tanto genera una cultura del “desafío” respecto de lo que, pocos pasos después, ella llama, la “cultura hegemónica”. Alguien que lea con el pulso mental apretado esa frase no puede dejarla pasar. Repito: el pensamiento crítico se traduce en desafiar una cultura hegemónica. La autora, desgraciadamente, es más escueta allí donde un lector como yo queda ávido de escuchar más al respecto. A pie juntillas, Graciela indica que ese desafío tiene que cumplir lo que podríamos llamar unas “condiciones normativas”: esto es, tiene que respetar una cultura de la tolerancia, la sensibilidad a las diferencias, al pluralismo, así como estar realmente comprometida con la solidaridad. Esta cultura crítica es lo que, al comienzo del trabajo, vinculé con la ideología social-demócrata de Graciela. Concesso non dato, la literatura podría ser un conducto para cumplir con esas metas desafiantes. Sin embargo, ¿no es acaso la cultura liberal de izquierda, o liberal igualitaria, una cultura bastante predominante en muchos de los significativos discursos de Occidente, tanto en boca de políticos, como de filósofos políticos? Si la respuesta es positiva, entonces, se podría decir, con cierta lentitud cauta, que esa -y no otra- es la cultura hegemónica. Pero esto no puede ser plausible como vía interpretativa del texto de Graciela. Porque la virtud del pensamiento crítico debe servir para poner patas para arriba la cultura que adolece de déficits normativos: o sea, la hegemónica.
La cultura de la tolerancia, del pluralismo, de la solidaridad, en cambio, suele asumirse, normativamente hablando, y así lo haré también por mor de la argumentación, como la cultura que satisface intensamente –aunque no completamente debido a su carácter utópico-realista- metas normativas para evaluar a la cultura hegemónica. No creo equivocarme al poner las siguientes palabras en boca de Graciela: la cultura hegemónica actual (para usar un predicado temporal vago) está mal normativamente. Y criticar la entidad de este mal es una tarea, de nuevo Graciela, que debe hacerse en forma exigente: es decir, levantando las banderas respetuosas de la tolerancia, el pluralismo y la solidaridad.
Cuando digo que la cultura crítica de la que habla Graciela expresa una meta normativa por la que vale la pena luchar, no quiero decir remota. Recuérdese que he comentado que Graciela se apoya en lo que, a un lector amante del oxímoron, le gustaría acomodar bajo los términos de una “utopía realista” de Rawls y que a ella le parece la estrella crucero a la que la democracia se debe acercar. Ahora bien, para Graciela, y desde luego para Nussbaum, las funciones de ese pensamiento crítico funcionarían más aceitadas si se nutriesen de ciudadanos que, además de comprometerse con la vida pública (no diré ni en cuánto, ni cómo ahora) fuesen también lectores de literatura.[5] La literatura, ya se ha dicho, promovería, en los lectores “apropiados”, o sea, en lectores-ciudadanos normativamente ya cargados de habilidades epistémicas y éticas al menos mínimas para involucrarse adecuadamente en el juego democrático, la capacidad de criticar la cultura hegemónica a fin de acercar la democracia a sus metas normativas, en los términos, si interpreto acertadamente a Graciela, de una cultura utópica realista. Sería más o menos transparente para el lector aseverar que esta última es la que debería formar el stock de virtudes de un ciudadano comprometido –en una medida que no he especificado-con la democracia. Alejaré como una mosca molesta ahora el tema de si aceptar esta afirmación mía no vuelve poco pluralista a Graciela –en el ámbito de la arena internacional- debido a que puede haber sociedades no democráticas pero decentes. Lo que sí me interesa argumentar es otra cosa. Creo que el texto de Graciela podría ser ampliado con otros elementos. No estoy para nada seguro si ella estaría de acuerdo en que mi propuesta de ampliación sea coherente con el conjunto más amplio de sus propias ideas políticas o, por el contrario, generaría más tensión en el concierto de su pensamiento. Sin embargo, renunciaré a mi inseguridad y sostendré que la perspectiva de Graciela podría ser por lo menos complejizada si adopta dos tipos de aditamentos cuyas relaciones conceptuales mutuas apenas podré esbozar un poco aquí. Por un lado, uno de estos aditamentos tiene que ver con cómo colorear –de otro modo alternativo a Graciela- el adjetivo critico que ella adosa a la palabra pensamiento. Por otro lado, quiero terminar hablando, brevemente de la ira, o del enojo. Y ya se verá, pronto, qué nexo establezco con el primer aditamento, ya que estoy buscando otro color para el pensamiento crítico.
Ya he admitido antes que, cuando Graciela habla de crítica, lo hace en un sentido normativo. Lo que parece diáfano de su texto es que ese sentido es propio de un liberalismo igualitario o de una ideología social-democrática. No obstante, si este es el color de su uso de la palabra ‘crítica’, tenemos un problema que autores, como los de la escuela clásica de Frankfurt, vieron bajo un color diferente al del liberalismo de izquierda: me refiero a una dialéctica negativa de la razón ilustrada. Voy a resignar, aquí, a Adorno y a Horkheimer, y me voy a referir al pensamiento general que destila otro frankfurtiano –en tensas relaciones personales con los antes nombrados- como Marcuse. Se trata de un filósofo que aúna dos condiciones que a Graciela pueden resultarle exquisitas en combinación: es un teórico político, social, a la vez que un filósofo del arte.
Con lo que mantendré enseguida, no estoy queriendo argüir que sólo un pensamiento así coloreado sea el único genuinamente crítico. Más bien, intentaré sugerir que en formas de pensar de esta clase hay todavía cierto potencial-alternativo al liberal- para especular sobre la idea de desafiar culturas hegemónicas. Quizás el hecho de que el pensamiento crítico se vea hoy, dominantemente, como social-demócrata, o liberal de izquierda, o que el único marxismo digerible hoy sea analítico, parecieran corroborar, en algún sentido, la aproximación “espectrológica” que Derrida insiste en plantear en sus Espectros de Marx cuando señala que la dominancia del liberalismo es una forma de conjurar formas espectrales, por definición, de pensamientos crítico- marxistas; pensamientos del estilo de los que retrataré a continuación con Marcuse. Y no sólo pensamientos con este color, sino también emociones con cierto color,[6] o con cierto tono, no plácido, como pide el liberal por lo general, sino emociones más iracundas, como otros teóricos desde la Ilíada de Homero, en adelante, admiten para ciertos casos de desigualdad o injusticia social persistente.
En su obra Tecnología, guerra y fascismo,[7] Marcuse sostiene que las condiciones de apareamiento del capitalismo del siglo XX, que vieron como una forma de reproducción al nazismo, y al fascismo, generan un tipo de individuo que ya no puede ejercitar con la libertad kantiana, que solemos postular, la crítica social. Más aún ese individuo, encarnado primero en el individuo burgués, es luego atrapado por una maquinaria que atomiza la individualidad, la aplana, y cercena la crítica.[8] Ni hablar de que un individuo anterior al aplanado descrito por Marcuse, el propiamente burgués, no parece poder comprometerse con la solidaridad preconizada por liberales de izquierda como Graciela. Más bien, una objeción podría sostener que se trata de individuos dóciles al sistema y que la racionalidad que se genera es de “sumisión”, no de rebeldía, ni mucho menos de disposición a armar cosas como una revolución. Más aún, el predominio liberal (inclusive con su matiz de izquierdas) parece constituir un dispositivo de formidable eliminación, o atenuación, de posibilidades de revolución.
Volviendo a Marcuse, lo que él estaría explicando es que, cada vez que creemos ejercer el pensamiento crítico contra una cultura hegemónica, lo que podríamos estar haciendo es reproducir convenientemente los patrones de dominación de dicha cultura embutida en el capitalismo. Aunque esto se hace extremadamente patente en una cultura nazi o fascista, hasta niveles paroxísticos, pienso que no se erradica que el pensamiento mantenga resabios de sumisión en una democracia de tipo liberal. Y el papel de la literatura aquí no parece menor. Lejos del papel redentor, o crítico, o generador de culturas del desafío, el arte puede volverse un engranaje más del triste conformismo sumiso. Así lo piensa otro ético, también liberal en algunos puntos, como Peter Singer, cuando en su artículo “El coste ético del arte muy apreciado”[9], y en alusión a la venta millonaria de pinturas de Barnett Newman, Francis Bacon y Andy Warhol en Christie’s, en New York, reflexiona, cáusticamente, en pintores que dicen pelear contra el sistema capitalista con sus obras.
Aunque hablamos de pinturas ahora, vale como ejemplo de arte análogo a la literatura tomar en serio las reflexiones –bastante marcusianas de Singer- cuando dice: “¡El arte como crítica del lujo y los excesos! ¡El arte como oposición a la brecha creciente entre ricos y pobres! Suena noble y valiente. Sin embargo, el punto más fuerte del mercado del arte es su capacidad para incorporar cualquier demanda radical planteada por una obra y convertirla en otro bien de consumo para los ricos”.
Cuando leo el párrafo citado de Singer se me viene a la mente un ejemplo, no pictórico como los que él menciona, sino uno directamente literario: la novela American Psycho de Brett Easton Ellis, una obra tremebunda, destinada al consumo con pochoclos en el cine y a la eventual emulación en la acción práctica de (algunos) de sus (atentos y eficazmente motivados) lectores. Un ejemplo que mostraría cómo un producto, artístico, literario, aunque con supuesta intencionalidad crítica de cierto capitalismo, podría terminar siendo fagocitado por el consumo que mantiene vivo y coleando al capitalismo. En todo caso, American Psycho podría verse como un ejemplo enrarecido de corrupción moral cuya finalidad formativa estaría en duda, y cuya motivación para la acción podría desembocar en la perversión. Pero dejaré esta clase de casos que pudieran ser contra-ejemplos de la tesis más cándida sobre el valor ético de la literatura, como quiera que positivamente se defina.
Retorno al pensamiento crítico coloreado por Marcuse, y descrito por Singer insospechadamente. La atenta lectura del párrafo de Singer arrojaría la idea conforme la cual el pensamiento crítico más radical, termina siendo chupado, coloreado, por la docilidad capitalista. Con todo, hay alguna esperanza. Y, por eso, Marcuse[10] defiende que, en el arte, por ejemplo, en la literatura, “lo falso puede convertirse en verdadero”. Como una Iris Murdoch marxista, Marcuse está queriendo decir que lo falso, entendido como lo contrario a la cultura dominante, puede volverse verdadero cuando le ayuda al hombre desalienarse, sacarse la sumisión sistémica de los hombros cargados, y libremente criticar formas opresoras de dominación. O, en otros términos, cuando le permite al hombre efectuar las “demandas radicales” de las que habla Singer en el párrafo recién citado. De modo que con esta forma que he convenido en denominar frankfurtiana, literatura, verdad y pensamiento crítico se tornarían como una tríada.
Paso ahora al segundo aditamento, para luego trazar un intento de nudo con el presentado recién. Este aditamento, como dije, tiene que ver con la ira o el enojo. La palabra ira, si le creemos a Sloterdijk en su obra Ira y tiempo. Un ensayo psicopolítico,[11] es la “primera palabra de Occidente” (ya vemos que los filósofos suelen pelearse por “primerear” y ver quién “primerea primero”). Es justamente la palabra que aparece en la Ilíada, ninguneada, por su ineptitud democrática, por Martha Nussbaum en su obra La ira y el perdón.
Recordemos que la Ilíada empieza narrando la ira del pélida Aquiles. Como estoy ahora compulsando un libro inédito que estoy escribiendo sobre la ira y el odio, y como no tengo tiempo de ofrecer aquí una teoría completa sobre el asunto, basten las apretadas consideraciones que haré a continuación y que espero que, a este respecto, resulten medulares.
Sabemos que la ira y el enojo, ni hablar del odio, son palabras sobre las que mucho se ha escrito; en general, para denostarlas. Salvo Aristóteles, o Teofrasto, que hablaban de la justa indignación o justa ira, Séneca es un autor que no verá nada bueno, ni útil en la ira.[12] El enojo debe ser completamente descartado en nuestras respuestas privadas y públicas. Más que vengarnos con enojo, debemos hacerlo respetando deberes. Esta es una línea que, se podría decir, es luego apurada por Kant y siglos después, sagazmente reconstruida por Foucault en sus “hermenéuticas del sí mismo”.[13] Dominar la ira, como pide Séneca, buscar las pasiones tranquilas, plácidas, y respetar los deberes de castigar sin iracundia, constituyen el modo en que la subjetividad (la hermenéutica de sí expuesta por Michel Foucault) debe moldearse. Y si hablamos de virtudes es como hablar de moldear la subjetividad, el carácter.
Autores tan heterogéneos como Sloterdijk en la precitada obra, o Eva Illouz en sus Intimidades congeladas. Las emociones en el capitalismo[14] o Annalise Acorn en su “A favor del enojo”,[15] estarían, en cambio, en el bando de los que, como Aristóteles, aunque no siempre igual que él, rescatan el valor del enojo, de la ira. Dejo ahora a la emoción del odio a un lado por considerarla analíticamente discernible del enojo o de la ira.
Por ejemplo, Illouz, en la ya mencionada obra, explica, cómo, en el contexto capitalista, se fue generando, de la mano de suposiciones psicológicas cognitivas, después, del brazo de teorías de la administración, inclusive a través de ciertas corrientes feministas liberales, un escenario para que la ira, el enojo, fuesen “domesticados”, vueltos funcionales para la vida pública (por ejemplo, la vida de una empresa), o la vida privada (por ejemplo, la vida de una pareja).
Enojarse mucho no paga más en el mercado de las emociones. Si la ira es domesticada no es ira. Pero, abreviando mucho ahora, mi punto es que, y ahora viene el nudo con el aditamento de un pensamiento crítico al estilo escuela de Frankfurt, la ira, el enojo, podrían,quizás (palabra favorita de Nietzsche) ayudar a tener un pensamiento crítico contra corriente, contra la cultura hegemónica con déficits normativos, por ejemplo, contra la cultura capitalista que genera tanta desigualdad (en diversos sentidos que no voy a discutir ahora). Opino que este es un tema endógeno al texto de Graciela porque ella habla de los pobres peyorativamente etiquetados como “vagos”, mientras que Tiempos difíciles de Dickens, o diría yo más cerca del tiempo, Villa Miseria es América de Bernardo Verbitsky, podrían coadyuvar a cambiar creencias (aspecto epistémico) y emociones (de rechazo, por ejemplo) hacia los pobres.[16] Pero si es así, el pensamiento crítico tiene que ser más indómito, más indócil, incluso más vehemente, trasuntar cierta justa ira, cierto justificado enojo.
La cultura liberal, en cambio, que colorea el tipo de pensamiento crítico de Graciela, es más deferente, pese al compromiso con la solidaridad, con las emociones calmas, tranquilas, plácidas que, con Séneca, o los liberales de hoy, moldean la subjetividad, y su clave hermenéutica.
Un pensamiento crítico como el que propongo, a la Marcuse, podría inclusive estar limítrofe de cierta “violencia”, o violencia iracunda, (palabra maldita por juristas de tipo liberal). Si no fuese así, no entenderíamos eventos “violentos” como los recientes en Chile o en Colombia que expresan cierta urgencia, impaciencia, enojo, ira, por la desigualdad en sus diversos rostros institucionales, corporales, simbólicos, vitales.[17] Cuando digo “juristas” del liberalismo, estoy sugiriendo una metáfora de largo alcance. Por lo pronto, quiero decir que, a veces, “matar a los abogados”, como pide Dick, the Butcher, en Enrique VI de Shakespeare (a fin de cuentas, hablamos de literatura), puede servir para “ver” mejor que cierta violencia, cierta ira, pueden servir a otra forma de colorear el pensamiento crítico y luchar contra la cultura hegemónica. Que esa cultura no se deje trazar solo por la palabra magnética “capitalismo”, que demande un enfoque como se gusta decir ahora “interseccional”, es un aspecto a considerar. Que, finalmente, la violencia política que obsedía a Walter Benjamin juegue, a veces, al límite de lo que un buen liberal, jurídica y políticamente, podría aceptar, como “razonable”, “tolerable”, es algo que puedo entender. Si no matamos a los abogados como reclama Dick en Enrique VI, no podríamos considerar si la violencia debe seguir o no jugando algún papel político.
Ahora bien, no olvidemos que el liberalismo nació de la violencia. Los jacobinos no eran damas tomando el té. Y la palabra “terror “, acoplada a jacobino, fue un buen “disguise” para que el liberalismo olvidase cierto origen –maldito- en el enojo o la ira. Los liberales, en tanto abogados vivos, prefieren los pactos, los acuerdos, donde las multitudes enardecidas (como las chilenas o colombianas)[18] sean domesticables, jurídicamente, bajo la noción de un pueblo soberano, una noción tan jurídica que ya relegamos la ira de las multitudes, a desechos más sociológicos (y menos respetables) que jurídicos. Esta es la gran movida de Hobbes, un padre fundador del liberalismo, y de una emoción reprimida por los liberales de hoy: el miedo.[19] Un cometido de Hobbes consistía en propugnar un enfoque jurídico pactista que domesticara lo indómito de las multitudes o de los tumultos (una palabra predilecta de Maquiavelo). En esa familia liberal (o republicana, pensando en el secretario florentino) podremos estar tranquilos mientras las emociones sean plácidas, o serenas como pedía Séneca o Hume. La ira, y la violencia que ésta conlleva, sólo serían admisibles en la medida en que duren poco y se orienten –transicionalmente- como pide Martha Nussbaum (otra liberal) en su La ira y el perdón, hacia un mejor futuro (una democracia normativamente más satisfactoria).
Para Nussbaum la ira es normativamente problemática porque responde a una fantasía de venganza y humillación dirigida hacia los perpetradores de injusticia. Incluso, si alguno de esos actos injustos –estructurales o no– suponen daños contra la vida, esa vida no volverá porque inflijamos dolor en el hombre injusto. Juzgarlo de este modo, diría Nussbaum, responde a una metafísica precaria que se recrea en una noción como la de equilibrio cósmico. Así, podríamos indicar que, aunque vejáramos con ira a los militares represores argentinos, los muertos ya no volverán. Por lo tanto, la ira está bien sólo hasta el punto de identificar actos injustos, pero, rápidamente, exige Nussbaum, debe orientarse hacia el futuro, dirigirse a responder cómo podemos fortalecer las democracias para estar mejor en valores como los que puntualiza Graciela: solidaridad, pluralismo, tolerancia.
Ya casi no tengo espacio para extenderme aquí, dado los límites impuestos a esta colaboración. Sin embargo, déjenme llegar, y perdón por la prisa ahora, al punto que quiero hacer: Nussbaum reniega de una justicia revolucionaria con ira. En el capítulo VII de La ira y el perdón, sus modelos normativos utópico-realistas (para usar una idea cara a Graciela) son Mahatma Gandhi, Martin Luther King y Nelson Mandela. Tres líderes políticos que condujeron a cambios revolucionarios: el primero al liberar a la India del opresor colonialista británico, el segundo de la discriminación blanca hacia los negros en Norte América, el tercero de la injusta política del apartheid. Aunque cada líder tiene matices diferenciados respecto de los demás, porque, por ejemplo, Gandhi repulsa completamente la ira, y no así del todo King o Mandela, está claro que, para Nussbaum, produjeron justicia revolucionaria, pero sin ira. Dicho de otro modo, estas son las revoluciones que admite la buena consciencia de un liberal. En todo caso, como fue con King y Mandela, se hacía política con una ira de transición, una que dura poco y mira con amor y generosidad hacia el futuro. Los tres líderes imaginaron moralmente un pensamiento crítico de las culturas hegemónicas impuestas por coacción e injusticia en su momento. Pero la ira, en los tres casos, no fue la emoción política a tener en cuenta para cambiar ordenes estructuralmente injustos. ¿Capta la reconstrucción de Nussbaum el fuego de todas las revoluciones? Contundentemente, si tenemos sensibilidad histórica, no. Sus revoluciones son fuegos tibios que no queman, o que no lo hacen abrasadoramente como el fuego de la metralla y la granada del revolucionario de izquierda radicalizado.[20] Las revoluciones de Nussbaum se basan en la ¿idílica? no violencia o en una violencia tenue y pasajera. La violencia revolucionaria de izquierda, que forma parte de nuestro imaginario estándar, en cambio, supone una gran intensidad; algo que los jacobinos, en el origen algo proscrito de la historiografía liberal, ya sabían.
La manera de pensar, apretadamente descrita en el párrafo anterior, refuerza lo que mantuve en este trabajo: que la cultura crítica predominante en Occidente, y en particular espejada –o proyectada- por y en su mundo académico, es compatible con un liberalismo igualitario o de izquierda, o un marxismo analítico matizado. Todos suspicazmente armónicos con el liberalismo en general. Sin embargo, una postura de izquierda más radical está ausente de estos planteos. Y no parece ya casual que en Nussbaum, ni Mao, ni el Che Guevara, o los montoneros argentinos, sean modelos de líderes revolucionarios adecuados. Y eso respondería a que estos hombres desplegaban enfoques políticos basados en una una ira duradera y no transicional[21] o, por lo menos, poco transicional.
Atento a lo argumentado, se podría señalar, ahora, que un espectador juicioso como pide Smith, un juez sin cólera como dice Séneca, un hombre sereno como arguye Hume, expresan pasiones sosegadas como las que admitirían los contratantes rawlsianos que inspiran a Graciela. Pero si el pensamiento crítico orbita con este combustible de emociones solo serenas (algo así como la nafta Premium del liberalismo) ¿tenemos problemas pendientes sobre los que meditar o seguir pensando? Seguramente varios. Uno, para empezar, es que los problemas de Norte América con el racismo, de la India con el imperio británico, o de Sudáfrica con los afrikáners, no son exactamente replicables a los problemas que enfrentaron revolucionarios de izquierda radical como los que he nombrado ejemplificativamente antes. Ahora no puedo abordar estas diferencias. Ni tampoco reflexionar sobre el papel que una ira no transicional podría jugar, por ejemplo, en un país como el nuestro que, todavía, no la ha experimentado de manera ostensible en grupos de derechos humanos.[22]
Más bien, como problema pendiente del pensamiento crítico que deseo apuntar hay uno bastante importante, aunque no siempre tan obvio como pudiera creerse. He hablado de la predominancia de un enfoque liberal del pensamiento crítico, de una crítica sin ira, o con ira breve. He asumido que Graciela inclusive podría rechazar esta clase de aditamentos. Buena parte de su obra filosófica global, y el texto comentado, sugerirían que la filosofía política de Graciela se siente cómoda en el liberalismo igualitario rawlsiano y que su idea de pensamiento crítico responde a una noción de utopía realista.
No obstante, como intenté sugerir de la mano de estos apresurados apuntes, es que el mencionado liberalismo no puede divorciarse del todo del capitalismo; ergo, del liberalismo económico. Más aún, que la domesticación de la ira, o el tornarla transicional como alienta Nussbaum, podría ser una maniobra considerada, por una intelectualidad con una pizca de “sospecha”, como una forma de lograr la adecuada docilidad y sumisión para que el sistema capitalista siga explotando injustamente a los seres humanos, alienándolos de su humanidad. Quizás Graciela no asumiría este corolario como satisfactorio. Su énfasis en la solidaridad, su encono contra la inmoralidad de la pobreza y la desigualdad, son testigos firmes de su posición contra las injusticias estructurales. Ahora bien, lo que estoy buscando transmitir es que, a lo mejor, un pensamiento crítico coloreado en términos de un liberalismo político sea insuficiente para dar cuenta de ciertas violencias, de ciertas urgencias y enojos por la desigualdad capitalista. Una objeción podría señalar que no siempre la literatura de Nussbaum, funcional al liberalismo, como su dilecta Princesa Casamassima de Henry James, o para poner un ejemplo de mi cosecha, Los justos de Camus, son suficientes o valiosos para criticar plena, y libremente, las democracias. Decir “libremente” es hablar de prisa, por supuesto. La libertad, y sólo a título de ejemplo, hegelianamente hablando, debiera ser compatible con formas reflexivas de normatividad, de razonabilidad como diría hoy un liberal. Que un pensamiento crítico con un color más frankfurtiano de cobijo mayor a pasiones más turbulentas como la ira, y menos, a veces, a las serenas, nos pone cerca del problema de la violencia, la cual, por sí misma, constituye un tema urticante. Pero que aquí ya, en honor a la delimitación conceptual y argumentativa de este artículo, deberé dejar abierto para tratarlo en una mejor oportunidad.[23]
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