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Tópicos, núm. 45, 2023
Asociación Revista de Filosofía de Santa Fe
Recepción: 01 Junio 2022
Aprobación: 01 Agosto 2022
Resumen: Los trabajos que aquí se comentan fueron confeccionados en diferentes períodos, algunos bastante alejados entre sí. Volver a leerlos para responder a las observaciones que integran este Dossier me permitió revisar mi producción y examinarla a la luz de la distancia. Confirmé que siempre me han preocupado los mismos temas: las condiciones de la justicia y las causas de las injusticias, la calidad de la democracia y el compromiso ciudadano. Dividí el artículo en tres secciones, procurando reunir mis respuestas en cierta unidad temática: Democracia deliberativa y razón pública (I), Felicidad, virtud y razón práctica (II) y Algo de neuroética (III). Las observaciones y críticas que realizaron los colegas me posibilitó mejorar algunos argumentos y aclarar ciertos puntos oscuros; confío en haberlo logrado.
Palabras clave: Democracia deliberativa, Razón pública, Felicidad, Virtud, Razón Práctica, Neuroética.
Abstract: The works discussed here were produced in different periods, some of them quite far apart. Re-reading them in order to respond to the observations that make up this Dossier allowed me to review my production and examine it in the light of distance. I confirmed that I have always been concerned with the same themes: the conditions of justice and the causes of injustice, the quality of democracy and citizen engagement. I divided the article into three sections, trying to bring my responses into a certain thematic unity: Deliberative Democracy and Public Reason (I), Happiness, Virtue and Practical Reason (II) and Some Neuroethics (III). The comments and criticisms made by colleagues enabled me to improve some arguments and clarify certain obscure points; I trust I have succeeded in doing so.
Keywords: Deliberative Democracy, Public Reason, Happiness, Virtue, Practical Reason, Neuroethics.
Introducción
No puedo sino comenzar por expresar mi agradecimiento a los gestores de esta iniciativa, Nicolás Alles, Facundo García Valverde y Guillermo Lariguet y a los colegas que participaron en él. Con todos ellos he trabajado en distintas instancias de mi actividad académica a lo largo de muchos años. El que hayan aceptado tan generosamente comentar algunos de mis escritos significa para mí un reconocimiento, no sé si merecido, aunque sí recibido con alegría y gratitud.
Agradezco también a Fernando Bahr, director de Tópicos, y a los miembros del Comité Editorial por la posibilidad de publicar este Dossier en la revista, coeditada por la Asociación Revista de Filosofía de Santa Fe y la Universidad Nacional del Litoral, a la que me liga un hondo afecto, resultado de los años de mi pertenencia a ella.
Los trabajos que aquí se comentan fueron confeccionados en diferentes períodos, algunos bastante alejados entre sí. Volver a leerlos para responder a las observaciones que integran este Dossier me permitió revisar mi producción y examinarla a la luz de la distancia. Confirmé que siempre me han preocupado los mismos temas: las condiciones de la justicia y las causas de las injusticias, la calidad de la democracia y el compromiso ciudadano.
Dividí el artículo en tres secciones, procurando reunir mis respuestas en cierta unidad temática: Democracia deliberativa y razón pública (I), Felicidad, virtud y razón práctica (II) y Algo de neuroética (III). Las observaciones y críticas que realizaron los colegas me posibilitó mejorar algunos argumentos y aclarar ciertos puntos oscuros; confío en haberlo logrado.
I. Democracia deliberativa y razón pública
Mi interés por la democracia deliberativa se suscitó en parte a raíz de que, en la primera década de este siglo, y tras veinte años ininterrumpidos de gobiernos democráticos, la calidad de la democracia argentina cada vez distaba más de las expectativas que muchos de nosotros habíamos tenido en el momento de su recuperación. En el período 2001- 2004, casi el cincuenta por ciento de los ciudadanos estaban bajo la línea de pobreza. Pese a ello, nuestro sistema satisfacía los estándares de la democracia agregativa, que basa su legitimidad en la manifestación ciudadana de sus preferencias por las propuestas partidarias que se presentan en competición y que las representan institucionalmente según el resultado de elecciones libres. Este modo de concebir la democracia ha sido largamente criticado por pecar de un procedimentalismo insubstancial que quita legitimidad a las decisiones políticas y relega la participación de la ciudadanía al momento del voto promoviendo el desinterés por la cosa pública. Esto suele dar lugar a un círculo vicioso dado que fomenta la apatía ciudadana, los representantes gubernamentales se aíslan de sus representados, favoreciéndose así el toma y daca en los acuerdos políticos, el tráfico de influencias y los procesos de corrupción. A mi juicio, en nuestro país estas fallas se agravaban –y continúan haciéndolo- por las condiciones de inequidad social y de pobreza de gran parte de la población.
Tampoco me satisfacía otra corriente que por esa época iba ganando más adeptos entre los teóricos políticos: la democracia agonista, defendida, entre otros, por Chantal Mouffe, Ernesto Laclau y Elías Canetti. Su fuente principal se encuentra en la idea schmittiana del fenómeno político. Carl Schmitt[1] concibe lo político como un campo de perpetuo e ineliminable antagonismo dominado por la irreductible oposición amigo-enemigo; un “nosotros” que se constituye por oposición a un “ellos”; por su propia naturaleza, lo político rechaza cualquier posibilidad de consenso que no sea excluyente, de otro modo se eliminaría el antagonismo y se disolvería la política en la ética.
Sin desconocer que la lucha forma parte ineludible de la política y que la mayor parte de las conquistas en términos de derechos y mejoras económicas y sociales no hubieran existido sin ella, es innegable que el buen funcionamiento de las democracias no es posible si no se logran ciertos acuerdos básicos entre todos los actores políticos (tanto los cuerpos legislativos y partidos políticos como los organismos y organizaciones no formales que expresan distintos reclamos y opiniones de la ciudadanía). Esos acuerdos deberían resultar más sólidos que los logrados mediante las negociaciones y la imposición de la fuerza de la mayoría en el parlamento, los que, para decirlo en términos de Rawls, nunca van más allá de un siempre inestable modus vivendi, como lo confirma la historia política de nuestro país.
Para quienes creemos que las teorías normativas tienen algún papel que cumplir en la discusión de los asuntos públicos, la democracia deliberativa se propuso como una variante promisoria. Su foco está puesto en una particular idea de legitimidad: las decisiones que atañen al ejercicio del poder son legítimas si pueden ser entendidas como el resultado de un proceso deliberativo basado en un libre intercambio de razones entre todos los afectados y sometido a reglas que garanticen la imparcialidad tanto del procedimiento como del resultado. La legitimidad así entendida hizo de la idea de razón pública su núcleo normativo.
Como es bien conocido, existen dos modos de entender la razón pública, uno de ellos, presentado por Rawls, es sustantivo, el otro, defendido por Habermas y por sus seguidores, es exclusivamente prodecimental. Pese a esta importante diferencia, ambos tienen en común postular la razón pública como una suerte de idea regulativa que funciona como un criterio contra- fáctico de validación de procesos democráticos de decisión colectiva. En este sentido, una decisión política es legítima si puede ser objeto del acuerdo entre personas libres e igualmente capaces de aceptar la fuerza del mejor argumento[2]en un procedimiento de deliberación pública llevado a cabo bajo condiciones de imparcialidad; esto exige también que el contenido de las deliberaciones pueda ser comprendido por todos, de modo que todos puedan reconocer como razonables los argumentos aducidos, aunque no necesariamente acuerden con ellos. A diferencia de las concepciones agregativas, que basan la toma de decisiones colectivas en las preferencias formadas en el ámbito privado, la naturaleza pública y abierta del procedimiento deliberativo admite la posibilidad del cambio de preferencias[3] bajo el supuesto de que las personas, en ciertas condiciones, estarán dispuestas a modificar sus puntos de vista y demandas iniciales si durante el proceso encuentran buenas razones para hacerlo. La hipótesis básica es que en los foros de deliberación adecuadamente constituidos los participantes puedan adquirir una perspectiva más amplia de los temas en discusión y desarrollar una disposición a tomar en cuenta las demandas de los demás y las consideraciones de bien público.
En distintos trabajos manifesté mi preferencia por la versión habermasiana de la razón pública por considerarla más democrática que la de Rawls. Federico Abal y Daniel Busdygan objetan mi posición y no acuerdan con las objeciones que hago a la propuesta rawlsiana, de modo que intentaré responder sus observaciones procurando aclarar mi punto de vista.
Es importante tener presente que en la versión de Rawls la obligación de atenerse al deber de civilidad determinado por la razón pública depende del logro de un consenso traslapado entre concepciones razonables comprehensivas o parcialmente comprensivas a partir de las cuales las personas que las sustentan puedan concordar con una concepción política liberal de la justicia. De modo que la razón pública excluye de antemano cualquier cosmovisión religiosa o postura ética que no adhiera a principios liberales. Cierto es que Rawls proporciona una idea de liberalismo bastante amplia que admite tanto una posición habermasiana como una católica, con la restricción de que sus adherentes defiendan sus puntos de vista sólo mediante valores políticos; únicamente este tipo de concepciones podría considerarse razonable. Es pertinente, entonces, preguntarse qué clase de ideales queda fuera del consenso y, por tanto, de la razón pública. Recordemos que, cuando Rawls proporciona su ejemplo de consenso traslapado[4] incluye una doctrina religiosa que admite la libre profesión de fe. Sin embargo, este no es el caso del catolicismo ni de la religión islámica, de manera que resulta difícil considerarlas pasibles de en el consenso. También podríamos preguntarnos, por ejemplo, por las concepciones sobre el “Buen vivir” provenientes de las culturas indigenistas andinas cuya base ontológica no hace distinción entre individuos, sociedad y naturaleza[5]; pese a ello, responden a los tres rasgos que Rawls demanda a las doctrinas razonables: expresan una concepción inteligible del mundo que comprende aspectos religiosos, filosóficos y morales; hacen explícitos valores significativos y estables y establecen cómo equilibrarlos en caso de conflicto y pertenecen a una tradición de pensamiento o se apoyan en ella. Otro tanto podría afirmarse de la ecología profunda (cuyo teórico más reconocido es Arne Naes) y de otras cosmovisiones alternativas. Hice referencia a las concepciones del “Buen vivir” porque en América Latina la corriente indigenista participa con vigor del debate político desde las últimas décadas del siglo pasado y, a mi juicio, sería un error excluirla de la deliberación democrática como, según entiendo, debería ocurrir si aceptáramos la tesis rawlsiana. En este punto podría objetárseme que la interpreto de manera excluyente, sin tener en cuenta el punto de vista inclusivo de la razón pública que Rawls considera legítimo en determinadas circunstancias históricas y sociales –y que destacan tanto Abal como Busdygan- punto de vista que podría facultar la incorporación de este tipo de doctrinas. Sin embargo, encuentro problemática tal alternativa. En primer lugar, tengamos en cuenta que para que el consenso superpuesto-condición de posibilidad de la razón pública- resulte posible, es necesario que las personas razonables puedan encontrar en el interior de sus doctrinas elementos que permitan apoyar los valores del liberalismo político, ya que la versión inclusiva demanda que puedan invocarlas con ese fin. Es muy probable que las dos concepciones que mencioné anteriormente rechacen, por ejemplo, asignar especial prioridad a los derechos y libertades individuales en relación con las exigencias del bien general y de ideales perfeccionistas. También quedaría fuera la posición que Rawls caracteriza como “humanismo cívico”[6] al que relaciona con una forma de aristotelismo Además, incluso, habría que excluir visiones libertarias, dado que no cumplen con uno de los elementos que incluye Rawls dentro de las concepciones que integran el liberalismo político: no preconizan medidas que aseguren a todos los ciudadanos medios apropiados para el ejercicio eficiente de sus libertades y oportunidades básicas; en efecto, los libertarios niegan la legitimidad de cualquier derecho de carácter positivo, como por ejemplo, los derecho a la educación y a la salud, indudablemente necesarios para un ejercicio efectivo de las libertades y de las oportunidades.
Otra cuestión que aparece como problemática es la referida a las directrices de indagación de la razón pública que emplearán los ciudadanos en sus deliberaciones: “las creencias y formas de razonar generalmente aceptadas y que encontramos en el sentido común, y a los métodos de la ciencia, cuando estos no resulten controvertibles”[7] Admitiendo- con cierta dosis de reserva- que existe un amplio consenso respecto a los contenidos del sentido común y a los métodos y conclusiones de la ciencia no controvertidos, no es un dato menor el que uno de los contenidos de la razón pública se refiera a consideraciones de justicia básica no incluidos en las esencias constitucionales, es decir, a las desigualdades sociales y económicas; en estos temas no existen teorías sociales y económicas que no resulten controvertidas.
En estrecha relación con lo anterior se encuentra la distinción que hace Rawls entre los valores políticos, capaces de generar consenso, y que también integran el contenido de la razón pública, y los valores no políticos provenientes de la cultura de trasfondo, que no lo integran. Aquí cabe señalar la dificultad, admitida por el propio Rawls, que tienen las personas para diferenciar entre ellos; reconoce, además, que los valores son objeto de disputa permanente, como lo ilustra el caso del aborto -mencionado por Abal para mostrar el carácter ampliamente inclusivo de la razón pública rawlsiana- y al que podrían agregarse otros temas controvertidos, como las identidades de género, el reconocimiento o la negativa de considerar la prostitución como un trabajo, la prohibición o permisión de la pornografía, entre otras cuestiones de disputa permanente y en cuya discusión es muy difícil pretender que la gente distinga entre valores políticos y no políticos. Pensemos en otro caso: supongamos que se está discutiendo la ley para legalizar la eutanasia bajo ciertas condiciones. Una persona religiosa seguramente argumentaría como razón de su rechazo que la vida es sagrada porque es un don de Dios, y que nadie, sino Él, tiene derecho a quitarla. No encuentro de qué modo este argumento podría reforzar los valores de la razón pública. ¿Debería, entonces, quien está convencido de ello, abstenerse de darlo como razón en el debate? Creo que sería exigirle demasiado.
Como bien señala Seyla Benhabib,[8] el liberalismo político parece suponer que los ciudadanos conocen de antemano cuáles son sus desacuerdos más profundos. Es en el debate democrático donde se redefinen y renegocian las diferencias entre lo moral, lo ético y lo legal, y demás.
Las razones expuestas me llevan a insistir en que un ideal de razón pública exclusivamente procedimental resulta más afín a la perspectiva de la democracia deliberativa, dado que no excluye de antemano ninguna concepción y, en ese sentido, interpreta más ajustadamente el ideal de igualdad (al menos en principio; luego retomaré este punto).
Una reflexión de peso que alega Busdygan para preferir la versión rawlsiana de la razón pública (en su interpretación inclusivista) es que la propuesta de Habermas, a diferencia de la de Rawls, nos compromete a aceptar los presupuestos metafísicos de la ética comunicativa. Sin entrar a considerar si ésta carga con un lastre metafísico que estaría anclado en el supuesto de la razón comunicativa, no encuentro que nos exija más de lo que lo hace el liberalismo político. Pensemos en otra idea central de éste, la de persona razonable, uno de cuyos rasgos es la aceptación de las cargas del juicio; aunque Rawls descarta la interpretación falibilista, es problemático pretender que una persona haga abstinencia epistémica de lo que considera verdades evidentes de su cosmovisión, sobre todo quienes profesan una fe religiosa. En este punto podría contra-argumentarse que la versión inclusivista de la razón pública admite que los participantes puedan apelar a las verdades de su doctrina siempre y cuando muestren que apoyan los valores de la razón pública. Pero entonces sería necesario reformular la idea de persona razonable eliminando la condición de las cargas del juicio. Todo lo expuesto me lleva a insistir que la posición exclusivamente procedimentalista de Habermas tiene ventajas porque el Principio U y las reglas del discurso, tendientes a garantizar la imparcialidad y el triunfo de los mejores argumentos, no censuran de antemano ningún tema, ya que es el propio debate el que va decantando las razones provistas por los ciudadanos. Al respecto, Busdygan alerta contra la inaplicabilidad de una razón pública abierta a todo, a diferencia de lo que ocurriría con la de Rawls. Aunque obvio, es necesario recordar que ambas son ideas regulativas, de modo que suponen situaciones ideales, en el caso de Habermas, la situación ideal de habla y en el de Rawls, la del ciudadano de la sociedad bien ordenada. Ahora bien, ¿qué ocurre cuando pretendemos descender del toposuranos al mundo sensible? -preocupación fundamental para Busdygan. Ya anticipamos la respuesta de Rawls cuando una sociedad no está bien ordenada y existe una división profunda acerca de los elementos constitucionales esenciales y señalamos los problemas que conlleva su solución. Por su parte, Habermas sostiene que el asentimiento razonado de todos los afectados al discutir una norma (Principio Discursivo) debería surgir de un proceso real de argumentación. Dado que esto parece inalcanzable en una sociedad pluralista, considera que tal consentimiento logrado será imperfecto y que normalmente resultará necesario apelar al voto como procedimiento de decisión; en sus palabras, será un consenso “falible, de una argumentación que ha sufrido una interrupción en vista de la necesidad de decidir, pero que en principio puede retomarse”.[9] El supuesto es que un proceso deliberativo en el que los interesados puedan expresarse y perciban que sus demandas son tenidas en cuenta en razón de su propio valor y razonabilidad, hará más aceptable para las minorías circunstanciales un resultado desfavorable a sus expectativas que un proceso en que la decisión dependa exclusivamente de negociaciones interesadas. En relación con esto y retomando la objeción de Busdygan respecto a la impractibilidad de la propuesta habermasiana en los contextos reales, me pregunto, si, en todo caso, la de Rawls no estaría sujeta al mismo tipo de dificultades. Como ya referimos, los valores políticos a los que deben apelar los participantes en los debates son objeto de permanentes disputas, por ello no parece que la propuesta sustantiva de razón pública supere a la de Habermas respecto de las posibilidades de obtener un consenso pleno cuando se discute la interpretación de los derechos incluidos en las esencias constitucionales y las cuestiones de justicia básica.
Otra dificultad que destacan tanto Abal como Busdygan en el planteo habermasiano es el peligro del populismo. No lo veo de ese modo. Dado el carácter histórico que tiene la filosofía reconstructiva de Habermas, el Principio del Discurso en su especificación como Principio Democrático (D) se aplica a las normas jurídicas. La tarea reconstructiva que emprende en los capítulos tercero y cuarto de Facticidad y validez tiene por objeto mostrar que en el mundo moderno resulta ineludible reconocer el derecho positivo plasmado en las constituciones de los estados democráticos de derecho y en sus instituciones formales (los tres poderes); su idea es que la autolegislación democrática debe necesariamente adquirir validez en el medio del derecho mismo que, mediante el principio discursivo, los ciudadanos juzgarán legítimo si está institucionalizado en la forma de derechos civiles y políticos.[10] No cabría entonces la acusación de populismo en el sentido de que la imposición de una mayoría podría negar los derechos fundamentales ya reconocidos por la constitución. En todo caso, lo que el debate deliberativo hará será discutir la interpretación de esos derechos, y en esto no encuentro diferencias sustanciales con el proyecto de Rawls.
Hay un aspecto que me interesa particularmente y del que se han ocupado en sus comentarios Abal y Busdygan y muy especialmente Facundo García Valverde, referido las condiciones de posibilidad de la democracia deliberativa. A mi modo de ver, la exigencia normativa de la concepción deliberativa demanda altos estándares de igualdad, dado que todos los que deliberan tienen que tener iguales oportunidades para argumentar, ofrecer y evaluar alternativas, presentar y defender demandas y demás; como resulta claro, estas habilidades dependen de lo que Abal denomina “condiciones materiales para la deliberación” y que considera incluidas en los contenidos de la razón pública rawlsiana referidos a la distribución de los bienes instrumentales que facultan a los ciudadanos ejercer sus libertades y oportunidades de modo efectivo. El problema que encuentro en esta explicación es que, en los términos de la interpretación deliberativista que hace Rawls de la razón pública, no se las puede considerar precondiciones porque forman parte de su contenido. Dicho de otro modo, para que funjan como precondiciones no deberían formar parte del contenido sino, en todo caso, estar establecidas de antemano.
En el caso de Habermas, el requisito es que “(…) el proceso democrático tiene que asegurar al mismo tiempo la autonomía privada y la pública: los derechos subjetivos (…) apenas pueden ser formulados de modo adecuado si antes los afectados no articulan y fundamentan por sí mismos en discusiones públicas los puntos de vista relevantes para el tratamiento igual y desigual de los casos típicos (…)”.[11] El filósofo pretende que este requisito se satisface mediante la estipulación, un poco al modo del deus est machina, la co-originariedad de la autonomía pública y la privada. Lo que importa aquí es que, para que los afectados sean capaces de articular sus demandas y argumentar por sí mismos, se requiere que estén munidos de competencias comunicativas que sólo pueden poseer si ya tienen aseguradas ciertas condiciones materiales. De manera que ambas soluciones se enfrentan a lo que Carlos Nino denominó “la paradoja de la democracia deliberativa”.[12] Sin pretensión de resolver tal paradoja, en el trabajo que comenta García Valverde sostuve que, de no cumplirse los altos estándares de igualdad que, según mi interpretación, demanda la democracia deliberativa, la condición de legitimidad podría cumplirse en una epistocracia: dado que no todos están en condiciones de deliberar, que deliberen los que sí lo están. García Valverde rechaza esta posibilidad, atribuyéndola más a un riesgo del liberalismo que de la democracia deliberativa. Por mi parte, sigo creyendo que el riesgo de la epistocracia también se presenta en el deliberativismo porque, en principio, nada hay en sus condiciones de legitimidad que le impida resultar cumplida si el debate sólo incluyese a quienes poseen las capacidades deliberativas necesarias y que pueden arrogarse la representación de los que no la tienen; claro es que esta posibilidad degradaría la democracia; de ahí mi preocupación por prestar especial atención a los requisitos de igualdad. Al respecto hay dos consideraciones de García Valverde que quiero destacar: la primera es su negativa a evaluar la legitimidad de las decisiones por los resultados obtenidos; la segunda, asumiendo la herencia republicana de Rousseau y de Kant, hace foco en el autogobierno, reformulado aquí en el concepto de agencia política. Estoy completamente de acuerdo con ambas: respecto a la primera reflexión, si evaluáramos la legitimidad por los resultados, habría que concluir que todo proceso deliberativo que produjo consecuencias perjudiciales es ilegítimo, lo que resulta un desacierto. En cuanto a la agencia política, la considero una de las condiciones básicas del deliberativismo democrático y creo que es necesario incluirla como uno de los requisitos para satisfacer la igualdad política. Por otra parte, García Valverde considera que mi versión de la democracia deliberativa es demasiado exigente y por tanto inconveniente como ideal regulativo por resultar completamente inalcanzable; es preferible, afirma, referirla sólo a pequeños grupos cooperativos. A mi entender, ambas posibilidades no se excluyen. Sigo considerando importante la función de una concepción normativa de democracia que permita evaluar críticamente la calidad de los sistemas democráticos reales. Lo que posibilita que una utopía irrealista se vaya trasmutando en realista- para usar la expresión de Rawls- quizá dependa, en buena medida, de los espacios que vayan conquistando en la esfera pública a través de sus luchas “esos pequeños grupos cooperativos con igualdad horizontal”.
En su iluminador trabajo Fernanda Flores trata un tan importante como complejo supuesto del deliberativismo: la posibilidad de que los participantes en los foros deliberativos cambien sus opiniones al escuchar posiciones bien fundadas que difieren de las propias. Ella rechaza por poco realista la tesis puramente intelectualista que supone la existencia de una relación consistente entre el cambio de creencias y de preferencias; pongámoslo en un ejemplo simpe: basta con que un fumador se informe de que fumar es perjudicial para que se encuentre motivado para dejar el tabaco. Lamentablemente las cosas no suelen funcionar así. Pero esto no conduce a negar el supuesto esencial del deliberativismo respecto de la posibilidad del cambio de preferencias en un contexto deliberativo que cumpla ciertas condiciones; tampoco, a criterio de Flores, significa desconocer la fuerza motivacional de la razón. Se trata, en cambio, de ofrecer una explicación convincente de la relación entre creencias y preferencias que permita comprender cómo pueden producirse dichas modificaciones. A su criterio es una tesis holística la que provee una explicación adecuada. Dicha tesis hace foco en la interrelación entre creencias y preferencias, en sus posibles inconsistencias y en las distintas intensidades de las preferencias; estas conexiones permiten comprender por qué muchas veces el solo cambio de una creencia no nos hace modificar nuestras preferencias o deseos más arraigados; pero otras veces sí resulta posible la transformación; según la visión holística esto se debe a la posibilidad de un cambio perceptual y no exclusivamente cognitivo, que puede producirse en un contexto deliberativo que ocurra bajo condiciones favorables, la que requiere de los participantes una apertura hacia la consideración de los otros; se trata de una disposición emocional más que intelectual. Considero esta propuesta un aporte valioso a mi idea de introducir el aspecto emocional en la idea de racionalidad en general y de la deliberativa en particular.
II. Felicidad, virtud y razón práctica (y un poco de literatura)
Nicolás Alles trata un aspecto muy poco considerado por los comentaristas de Rawls: la felicidad. No es mucho lo que puedo añadir a su exhaustiva reconstrucción del tratamiento considerablemente complejo que el filósofo realiza del tema en la tercera parte de Una teoría de la justicia ni a las deficiencias que advierte en él, con las cuales coincido. Acuerdo especialmente en que Rawls ofrece un concepto de felicidad excesivamente racionalista, ajustado a los principios de elección racional y descuida aspectos importantes que deberían tomarse en cuenta, particularmente la dimensión emocional. Me limitaré, entonces, a tratar un punto en el que Alles y yo diferimos. No creo que la concepción de la felicidad pergeñada por Rawls sea teleológica; si así fuera, su deontologismo resultaría fallido. Para explicar mi punto de vista recordaré las dos teorías del bien presentes en la obra. La primera es la específica (thin theory) presente en la posición original mediante la lista de bienes sociales primarios, cuya función es permitir que los contrayentes evalúen y elijan principios de justicia. La segunda, la teoría general del bien (full theory), se elabora en la tercera parte (“Fines”) y define cuestiones morales básicas tales como las virtudes, los valores sociales y ciertos principios psicológicos que explican nuestra valoración de aquellos como algo bueno. Dicha teoría es necesaria para asegurar, a lo largo del tiempo, la estabilidad de la sociedad bien ordenada o cuasi bien ordenada y, por tanto, debe adecuarse a los principios de justicia ya establecidos.
Al formular la teoría general Rawls señala que la estructura de las doctrinas teleológicas es equívoca ya que no es cierto que orientemos nuestra vida hacia un único bien, dado que no existe un único objetivo con referencia al cual podamos hacer razonablemente todas nuestras elecciones. El bien humano es heterogéneo porque nuestros fines, a lo largo de la vida, lo son; las personas nos formulamos proyectos que pueden ser más o menos englobantes en relación con sub-proyectos; éstos logran hacernos felices sólo si se adecuan a una racionalidad deliberativa; la misma se caracteriza porque la persona conoce los aspectos generales de sus deseos y objetivos, tanto los presentes como los futuros, es capaz de valorar la intensidad de sus deseos y puede examinar diferentes alternativas, establecer entre ellas una clasificación coherente y, una vez elegido un proyecto, ser capaz de seguirlo y de resistir las tentaciones que lo alejen de él. Sin considerar el poco realismo que tiene este modo de interpretar la manera en que las personas solemos considerar y actuar respecto de nuestros fines- y que Alles se ocupa en poner en evidencia- lo que interesa aquí es remarcar lo siguiente: según Ralws, cuando desarrollamos un proyecto racional no estamos persiguiendo la felicidad sino la realización de un determinado plan que puede contener la persecución de distintos fines, tales como la vida, la libertad, el bienestar, nunca un único fin, como postula el teleologismo. Para mostrar lo inadecuado de éste Rawls analiza el hedonismo al que interpreta como una idea de la felicidad que supone un tipo de deliberación con un único fin dominante.[13]
Ahora bien, si hubiera un fin dominante, ¿cuál sería? No puede ser la felicidad porque ella se alcanza, como ya señalamos, mediante la ejecución de un proyecto racional que la más de las veces engloba sub-proyectos que nos proponemos en forma independiente de la conquista de la felicidad. Ésta es, entonces, un fin inclusivo porque el proyecto cuya realización hace feliz a una persona contiene y ordena una serie de objetivos, algunos de los cuales son medios, pero otros, fines.
En síntesis, a mi modo de ver, toda la argumentación de Rawls referida a sus dos teorías del bien y a su concepción de la felicidad está destinada a garantizar la prioridad de lo justo sobre lo bueno, cosa que es contraria a cualquier teleologismo.
Los trabajos de Julieta Elgarte y de Guillermo Lariguet discuten dos escritos míos en los que trato la educación en aquellas virtudes ciudadanas (justicia, solidaridad, tolerancia y pensamiento crítico) que juzgo necesarias para la mejora de la calidad de las democracias; en uno de ellos, siguiendo a Martha Nussbaum, defiendo la literatura como un medio apto para alcanzar tal fin. Ambos autores analizan y critican, desde diferentes perspectivas, mi propuesta referida a la virtud del pensamiento crítico. Elgarte realiza una interesante advertencia respecto a qué deberíamos entender por educación humanística en una sociedad democrática, recelando de una vieja pero no inhabitual idea de las humanidades consideradas un conocimiento inútil para la vida social pero proveedoras de estatus, y por tanto, elitista y clasista. Frente a ello la autora propone una educación humanística que “valore conocimientos, destrezas y hábitos por su contribución a formar ciudadanos capaces y deseosos de examinar sus vidas y las de sus sociedades”. No puedo estar más de acuerdo con esta línea de pensamiento y con su muy interesante propuesta de evaluación a los estudiantes de filosofía en particular –la que entiendo podría hacerse extensiva a la enseñanza de todas las humanidades y ciencias sociales- para fomentar el pensamiento crítico entendido como una búsqueda colectiva de conocimiento. De modo que no me queda más que agradecer la mejora de mi propuesta.
La crítica de Lariguet es mucho más radical, por lo que me tomaré cierto espacio para comentarla.
En primer lugar, quiero aclarar que no concibo el pensamiento crítico como una meta- virtud, sólo como una de las cuatro virtudes que encuentro necesarias para la formación de una ciudadana democrática. Lo considero- creo que de modo afín al de Elgarte- como la capacidad de examinarnos a nosotros mismos, a nuestro propio entorno y, en general, a la comunidad a la que pertenecemos. Esta virtud posee tres requisitos. En primer lugar, no aceptar ninguna creencia del asunto del que se trate sin tener mejores razones para hacerlo que el principio de autoridad; en segundo lugar, ser capaz de reconocer y dar argumentos para apoyar o desechar opiniones. Cualquier deliberación pública que se lleve a cabo para tomar una decisión sobre determinado asunto correrá el riesgo de ser operada por algún manipulador o desembocar en una mala decisión si los participantes no poseen, aunque sea en grado mínimo, desarrollado el pensamiento crítico. El último requisito es la capacidad de reflexionar sobre nosotros mismos, sobre nuestras actitudes, conductas y forma de vida, es decir, el autoexamen en el sentido socrático. Si la creyera una meta-virtud debería suponer, a la manera de Aristóteles en relación con la phronesis, que quien la poseyera, tendría las otras tres; pero no me parece que esto sea así; no adhiero a la tesis de la unidad de las virtudes: uno puede ser, por ejemplo, solidario sin tener pensamiento crítico y demás.[14]
En segundo lugar, no creo, como infiere Lariguet de mi escrito, que esta virtud “esté cumplida en cualquier texto literario”. No todas las ficciones, ni mucho menos, nos proponen una reflexión crítica sobre nuestra propia vida o la de nuestra sociedad; no todas ejercitan nuestra imaginación en este sentido. Atribuyo esta interpretación a un malentendido provocado por mi poca claridad expositiva. Pero hay otra inferencia-la referida a la cultura del desafío- en la que sí me encuentro reflejada. En palabras de Lariguet, “el pensamiento crítico, auxiliado por la literatura, debería permitir criticar esa cultura hegemónica”. Sin embargo, sostiene que mi modo de concebir el pensamiento crítico es insuficiente para promover una cultura del desafío porque me identifico con “una cultura liberal de izquierda, o liberal igualitaria, una cultura bastante predominante en muchos de los significativos discursos de Occidente, tanto en boca de políticos, como de filósofos políticos”. Para explicar mis reservas a su propuesta no tengo más remedio que referirme brevemente a mi propia visión del liberalismo, corriente de pensamiento que se dice de tantas maneras como la ousía en Aristóteles.
Es una idea muy instalada identificarla casi exclusivamente con el libre mercado, la libertad de consumo y el achicamiento del Estado. Pero el liberalismo como corriente ético- política no es eso. Lo que caracteriza sus diferentes variantes es compartir un núcleo ético básico que considera al individuo- y no a algún colectivo-como la unidad primera de atribución de valor moral, razón por la que merece ser protegido mediante una serie de derechos, siempre atribuibles de manera individual, derechos que no debieran ser sacrificados en aras de la prosecución de algún bien colectivo (salvo en circunstancias muy especiales, como, por ejemplo, la defensa de la salud pública en casos de epidemias). Estos derechos representan la protección de intereses lo suficientemente valiosos como para que, de no dar lugar al interés que custodia determinado derecho, la persona afectada resultará perjudicada de un modo no trivial. No existe una lista cerrada de ellos, e incluso cómo debería componérsela es materia de discusión. Al respecto, se identifican con el liberalismo teóricos como Friedrich Hayek, que consideraba cualquier intervención del Estado en el mercado un atentado a la libertad individual –pese a lo cual elogió al gobierno de Augusto Pinochet por considerarlo una “dictadura liberal”– o como Robert Nozick, que promulgaba un estado mínimo con el propósito de defender las libertades; también se identifican con el liberalismo igualitaristas como Rawls y, entre nosotros, Carlos Nino. A mi juicio el liberalismo se halla mucho mejor servido por estos últimos, que entienden que una sociedad democrática debe garantizar un núcleo de derechos que proteja las libertades básicas de todos y cada uno de los ciudadanos junto con una distribución justa de ciertos bienes básicos, condición necesaria para llevar una vida digna y hacer uso efectivo de las libertades.
Creo que la libertad es un valor irreductible; no por razones metafísicas sino histórico- culturales. Es una de las puntas de la tríada de la Revolución Francesa, es el lema de la Ilustración que tan bien interpretara Kant en el principio de autonomía de la persona; la libertad es, incluso, lo que, según Marx, la humanidad llegaría a conquistar plenamente con el advenimiento del comunismo; es, en suma, la idea fuerza-junto con la igualdad- del proyecto ilustrado del que el liberalismo forma parte, proyecto al que no encuentro buenas razones para renunciar. Ahora bien, sabido es que en la tradición liberal se observa una tensión entre la libertad y la igualdad en el sentido de que el cumplimiento de una puede conducir al detrimento de la otra: si se prioriza alguna forma de igualdad (de recursos, de ingresos, de patrimonio) será a costa de ciertas libertades ya que el Estado debería tomar medidas redistributivas para financiar la educación, la salud o las necesidades de vivienda de los sectores menos aventajados.
Ahora bien, si se deja el cinismo de lado y se piensa seriamente qué significa que todos los ciudadanos gocen por igual de la misma dotación de libertades básicas, la tensión entre igualdad y libertad desaparece. Se observa con frecuencia que las garantías constitucionales destinadas a proteger las libertades mediante la distribución igualitaria de los derechos son meramente formales; la pobreza, la falta de educación, la carencia de recursos tanto materiales como intelectuales constituyen un obstáculo infranqueable para ejercer los derechos y sacar provecho de las libertades. Es imposible que se satisfagan los derechos que promueve el liberalismo si no existen condiciones económicas y sociales mucho más equitativas de las que existen en nuestro país, donde hoy el 42 por ciento de la población vive debajo de la línea de pobreza. Ser pobre no significa sólo no poder solventar la canasta familiar; significa, además, no tener acceso a una vivienda digna, carecer de agua potable, no estar libre de enfermedades evitables, no tener posibilidad de recibir educación de calidad, no poder impedir que la libertad de empresa contamine el medio ambiente, no tener capacidad para informarse, no estar en condiciones satisfactorias para ejercer los derechos políticos. Hay una cualidad de la pobreza directamente vinculada con la calidad de la democracia y con la distribución del poder: la pobreza política.[15] Si se mide el poder político en relación con la posibilidad de incidir en la agenda, un pobre político será aquél que no tenga posibilidad de influir en ella, de modo que siempre verá frustrada la satisfacción de sus demandas, a veces, incluso, porque carece de la capacidad de articularlas a fin de encontrar un canal apropiado de expresión en el espacio público o de representación en las ofertas políticas.
Los pobres argentinos son también pobres políticos, cuyas únicas esperanzas, no ya de salir de la pobreza, sino de satisfacer alguna necesidad elemental, se materializan en el puntero de turno; son personas eternamente atrapadas en las redes del clientelismo, un modo tan espurio como cualquier otro de ejercer la dominación. A mi modo de ver, una agenda liberal, en un país como el nuestro, debe tener como prioridad la reducción de la pobreza en función de asegurar a todos por igual la posibilidad del disfrute de sus libertades. No se trata de renunciar a las libertades individuales en función de un mayor bienestar para los más sumergidos, ni de resignar este último en a favor de las libertades. En todo caso se trata de concebir el bienestar de las personas como expansión de las libertades. Por mor de la libertad debe garantizarse a todos aquellos bienes que constituyen la condición necesaria tanto para la libre elección de los proyectos vitales como para el ejercicio de una ciudadanía plena y responsable.
En este sentido, hay ciertas áreas que deben tener prioridad uno: la salud, la educación, el acceso al trabajo, a la vivienda digna, la protección del medio ambiente, el desarrollo científico y tecnológico. El estado debe asegurar un derecho universal e igualitario a la atención de la salud en todos sus niveles; la educación debe garantizar una auténtica igualdad de oportunidades para la futura elección de los proyectos de vida. El desfinanciamiento en las áreas de salud y educación resulta inadmisible. Es inadmisible que el Estado no invierta en programas tendientes a nivelar las capacidades y habilidades de los estudiantes provenientes de sectores desfavorecidos respecto de los más favorecidos. También es inadmisible que siete millones de argentinos no tengan acceso al agua potable,[16] como lo es que el Estado no impida la fumigación con glifosato en los campos de cultivo, no haga cumplir la ley de protección de los bosques nativos y varios etcéteras.
A diferencia de Lariguet, no creo que el liberalismo igualitario así entendido forme parte de la cultura hegemónica, cultura que promueve como valores el éxito, el consumismo, el hedonismo hueco, el individualismo y la falta absoluta de reflexión, cultura transmitida y retroalimentada por los medios de comunicación y las redes sociales. Tal cultura está en las antípodas de “los discursos de los intelectuales liberales de izquierda” cuya incidencia en la formación del pensamiento hegemónico, es, a mi juicio, nula. Retomando ciertas tesis frankfurtianas, en especial la del hombre unidimensional de Marcuse, Lariguet afirma que “cada vez que creemos ejercer el pensamiento crítico contra una cultura hegemónica, lo que podríamos estar haciendo es reproducir convenientemente los patrones de dominación de dicha cultura embutida en el capitalismo”. Sin dudas, esta es una idea poderosa que muchas veces me ha rondado como un fantasma; sin embargo, si bien es cierto que el pensamiento crítico puede ser fagocitado por el sistema capitalista, se trata de una tesis que, como el escorpión, se muerde su propia cola, porque puede aplicarse a un pensamiento radicalmente crítico como el frankfurtiano.
Lariguet concluye su comentario con una propuesta motivacional que ayudaría a formar un pensamiento contra hegemónico. Dado que, según su entender, la posición que defiendo sólo admite como motivación de la praxis política y del ejercicio del pensamiento crítico pasiones serenas, que serían las pasiones domesticadas por la cultura hegemónica, propone incluir la ira. Ésta podría ayudarnos a modificar creencias y emociones que tenemos arraigadas y que resultan discriminatorias hacia los vulnerables y los rechazados por el sistema; la ira podría, por ejemplo, ayudarnos a comprender las acciones populares de carácter violento que cuestionan la desigualdad y la exclusión en cualquiera de sus formas. Al respecto sólo puedo acercar algunas reflexiones embrionarias. La verdad es que no he pensado qué tipo de emociones podrían estar involucradas en mi consideración de las virtudes cívicas. Pero debo confesar que la ira me provoca algunos problemas, quizá porque es mi vicio. En mi senectud aún no he conseguido domesticarla; aunque tal vez también debería decir que me provoca desconfianza porque es una pasión tan argentina. Pese a ello no la rechazo; creo, tal como aprendí de Aristóteles, que no se trata de no encolerizarse sino de hacerlo cuando es debido, como es debido y con quien es debido. Pero no resulta una tarea sencilla.
La ira, como todas las pasiones violentas –para tomar el término de Hume– puede cegarnos y nublar nuestro juicio y así muchas veces hermanarse con la venganza. Con esto no quiero dar a entender que deban rechazarse, por antidemocráticas, las revueltas populares violentas, muchas veces motivadas por la ira y aún por la venganza de los condenados de la tierra; pese a ello, no estoy segura de que nos ayude a comprenderlas y aceptarlas, como supone Lariguet. Polemizando con Martha Nussbaum, quien tiene muchos reparos para aceptar esta emoción como impulsora de cambios revolucionarios hacia democracias más justas, trae a colación el primer texto occidental en el que emerge la tan denostada ira por buena parte de la tradición. Es, por supuesto, la Ilíada, cuyo primer canto comienza refiriéndose a la cólera del pelida aquileo y que inmediatamente continúa aludiendo a sus desastrosas consecuencias: “y que llevó al Hades tantas almas de héroes esforzados”. Entonces me vienen a la mente los “excesos” de las revoluciones y de los líderes que Lariguet parece considerar modelos de dirigentes revolucionarios: la guillotina de los jacobinos radicales, que, entre muchas otras muchas cabezas cercenó la de Lavoisier, el padre de la química; Mao Tsé Tung y la hambruna ocurrida en el período del “Gran salto hacia adelante” (1959-1961) que provocó entre quince y cincuenta millones de muertos (la cifra continúa siendo incierta) o la posterior revolución cultural, que paralizó la educación superior y envió en masa a los intelectuales a realizar trabajos obligatorios en el campo; los montoneros argentinos, cuyo pase a la clandestinidad en 1975 dejó desprotegidos a miles de militantes y facilitó la persecución de la Triple A liderada por López Rega, o el lanzamiento de la “contraofensiva” del año 1978 que costó la vida de casi todos los cuadros que retornaron al país para terminar con el régimen militar, o el Che Guevara, cuya teoría y praxis del foquismo condujo a sangrientos fracasos.
Pese a todo, quizá tenga razón Lariguet al afirmar que cambios profundos requieren algo más que pasiones serenas; como ya señalé, no he trabajado suficientemente esta perspectiva, de modo que espero con ansias la publicación de su libro sobre la ira que, estoy segura, tendrá la agudeza y el rigor filosófico al que nos tiene habituados.
Mucho agradezco a María Luisa Femenías, referente internacional en cuestiones de género, su valoración positiva del trabajo que escribimos con Mónica Cabrera sobre Hegel y lo femenino en tiempos tan lejanos. Mirado a la distancia juzgo que fue algo audaz introducirnos en una problemática, la del feminismo, que apenas comenzábamos a conocer. Sin embargo, recuerdo que nos sentimos tentadas a enviar un trabajo a la recién aparecida revista Hiparquia, pionera en el tema en nuestro medio, en una época en que los estudios de género despuntaban en el país y que no eran tomados en serio por la cofradía filosófica. Recuerdo la resistencia que oponían los responsables de los congresos a incluir la temática en aquellos primeros años de recuperación de la democracia, resistencia vencida, andando el tiempo, por la insistencia pertinaz de un grupo de colegas en el que se encontraba la profesora Femenías. Dado que no he vuelto a ocuparme del tema, nada puedo agregar ni a aquel viejo escrito ni a su enriquecedor comentario; sin embargo, releyéndolo ahora- con nostalgia y cierto cariño- encuentro en él una intuición que me parece certera y en la que he trabajado mucho tiempo después. Hegel opone razón a emociones y sentimientos presentando a estos últimos, representados en la figura de Antígona, como enfrentados al principio de individuación que supera el estadio natural y que es masculino e identificado con la racionalidad. Verdad es que este enfrentamiento sólo presenta una verdad parcial en el desarrollo dialéctico y que deberá ser superada integrándose a una verdad más plena en el proceso ulterior; sin embargo, el componente afectivo quedará como un sedimento sobre el que se erguirá una razón cada vez más plena que ha absorbido y domesticado el componente afectivo que queda del lado de lo irracional.
Las investigaciones que las neurociencias vienen llevando a cabo en las últimas décadas, retomadas por distintas disciplinas filosóficas, ponen en duda la irracionalidad de las emociones. Existen buenas razones para considererlas racionales[17]o, al menos, auxiliaries de la elección racional. Las emociones favorecen la captación de situaciones y contextos ayudándonos a enfocar la atención; sin ellas nos resultaría imposible diferenciar entre lo importante y lo intrascendente, responder a las demandas del mundo, presentar las nuestras y tomar decisions; cuando el cálculo racional se vuelve muy complicado porque las opciones son muchas, las emociones nos ayudan a prestar atención a lo importante y a no perdernos en interminables vericuetos de posibilidades y razonamientos. De este modo suplen la insuficiencia del intelecto en tanto limitan el rango de información que debemos tener en cuenta.[18] No quiero dar a entender que las emociones siempre ayuden a tomar decisiones adecuadas; sabemos que ciertos estados afectivos entorpecen la habilidad para formular juicios correctos y su guía termina conduciéndonos a los mayores desastres. Pero también es verdad que tienen ventajas cognitivas: el miedo puede salvarnos la vida, la cólera puede ayudarnos a prestar atención a lo que es significativo para el caso. Por ello no considero conveniente entender la racionalidad práctica como un principio exclusivamente intelectual, tanto en el aspecto prudencial como en el moral; creo más pertinente incluir aspectos emotivos y desiderativos, pero no como un mero sedimento sino como rasgos integrados a la razón.
III. Algo de neuroética para finalizar
Martín Daguerre comenta mi artículo “¿Qué le aporta la neuroética a la ética?” Contrariamente a lo que había supuesto –dados nuestros frecuentes desacuerdos- encontré en sus observaciones más coincidencias que divergencias, pese a que, según sus propias palabras, sostiene una posición más optimista que la mía respecto a dicho aporte; de modo que sólo me centraré en los desacuerdos aprovechando la ocasión para aclarar algunos puntos de mi texto que pudieron inducirlo a una interpretación inexacta. Señala que considero que la neurociencia nos conduce a un determinismo incompatible con el libre albedrío. Sin embargo, no lo creo así, al menos de modo absoluto, dado que varios especialistas encuentran compatibles los descubrimientos de las neurociencias con la libertad[19] mientras que otros sí defienden una posición determinista.[20] Esta última posición puede enunciarse así: todos nuestros estados psicológicos, tanto conscientes como inconscientes, en cualquier instante dado, están determinados por las actividades que se desarrollan en el cerebro en ese momento, por lo que la conciencia no es sino un epifenómeno del cerebro; dado que éste está inmerso en un sistema causal, todo lo que pensamos, hacemos y sentimos tiene causas antecedentes suficientes.
Los no deterministas, en cambio, adhieren a un punto de vista compatibilista: aceptamos la causalidad fenoménica dado que todo hecho ocurrido en el mundo tiene causas suficientes antecedentes; sin embargo, todos tenemos experiencia de nuestro libre albedrío: podemos diferenciar perfectamente entre un acto reflejo, un acto forzado, un acto compulsivo, incluso uno causado por una “pasión violenta”, y un acto deliberado, en el que somos capaces de considerar las distintas alternativas que se nos presentan y elegir entre ellas. Por ejemplo, la filósofa Kathinka Evers sostiene la posibilidad del libre albedrío apoyándose en las teorías neurocientíficas que, aunque acuerdan en que el cerebro es un sistema causal, no es invariable, esto es, las causas antecedentes no son suficientes, de manera que “las cosas podrían haber sido diferentes de lo que son; lo que no hicimos, podríamos haberlo hecho; lo que no pensamos podríamos haberlo pensado, etc.”.[21] Tengo mis reservas respecto a que esta solución ofrezca un desafío serio al determinismo; creo que la oposición determinismo-libertad continúa siendo una cuestión irresuelta, por ello mi modo de enfocarla es, si se quiere, pragmático. Supongamos que los deterministas tuvieran razón y que el libre albedrío es una ilusión causada por muestra actividad cerebral, dicho de otro modo, supongamos que “estamos determinados a creernos libres”, entonces también estamos determinados a atribuirnos responsabilidad, posibilidad de elección, libre albedrío y todos los conceptos moralmente importantes; los seres humanos funcionamos así, y aunque la libertad sólo sea una quimera, con ella conformamos nuestro mundo social.[22]
El segundo aspecto que sostiene Daguerre –y en el que se presenta nuestras principales disidencias- es defender el naturalismo ético basándose en las investigaciones de las neurociencias y de la biología y psicología evolucionistas. Estas disciplinas afirman que la institución de la moral sirvió al ser humano para conseguir cohesión social y ser exitoso como especie. En el trabajo comentado intento mostrar – más allá de los problemas lógicos que presenta la falacia naturalista, de los que no me ocupo- que las inferencias prescriptivas que podríamos realizar a partir de estos conocimientos son peligrosas porque “el hecho de que nuestros antepasados hayan podido sobrevivir porque fueron capaces de crear mecanismos de cohesión social que incluían desconfianza, temor y conductas agresivas hacia los extraños puede ayudarnos a comprender, por ejemplo, las causas de la xenofobia, pero si pretendemos extraer consecuencias normativas de ese conocimiento retrocederíamos milenios, moralmente hablando”.[23] Daguerre propone otra interpretación, alegando que una característica que haya sido positiva para sobrevivir en determinado entorno del pasado no tiene porqué seguir siéndolo si el entorno se modifica: quizá la xenofobia pudo haber ayudado a nuestra supervivencia en un contexto signado por recursos escasos, pero, dado que hoy el medio se modificó ostensiblemente, este sentimiento deja de tener sentido para alcanzar el fin último de las especies vivientes que es el bienestar. No niego la plausibilidad de esta tesis, sin embargo, no alcanzo a ver de qué modo las investigaciones científicas podrían ayudarnos en la búsqueda de sociedades no xenófobas, más igualitarias, que es una preocupación que ambos compartimos. Aunque las sociedades actuales contradigan algunos de los rasgos seleccionados por nuestra larga historia de cazadores-recolectores, no me parece que sea esta una buena razón para extraer conclusiones normativas que aboguen por relaciones igualitarias y diseños institucionales más justos que los actuales. Para ello disponemos de un bagaje normativo y de un pensamiento crítico que, a mi modo de ver, le debe mucho más a las luchas y conquistas sociales por la igualdad, el reconocimiento y las demandas de justicia que a los descubrimientos científicos. Claro está que los avances científicos pueden auxiliarnos –según cómo sean instrumentados– a lograr esos objetivos, pero no en propuestas inferenciales normativas.
Consideremos nuevamente la xenofobia; supongamos que una cultura pequeña y discriminada albergara sentimientos xenófobos hacia otros grupos por sentirse amenazada; siguiendo el argumento de Daguerre, no sólo tendríamos que comprender su actitud, sino juzgar que es moralmente correcta porque esa cultura encontró en sus sentimientos hostiles hacia los que son diferentes, un medio para sobrevivir. Tomemos otro ejemplo: procrear es un fin de todas las especies vivientes para su preservación, éste es uno de los argumentos que utilizan los pro-vida para negar el derecho al aborto; dado que, hasta donde alcanzo a ver, este fin evolutivo no ha cambiado, deberíamos impugnar este derecho si pretendiéramos extraer de ese dato conclusiones éticas. Pongamos un caso contrario, el de una mujer embarazada a la que los médicos aconsejan interrumpir su gestación porque la llevará a una muerte segura; la mujer, adecuadamente informada y plenamente consciente de su situación, decide seguir adelante con la gestación; en términos de una ética naturalista, la mujer contradice el valor natural supremo: la conservación de la vida y la prosecución del bienestar. No creo que su decisión pueda ser objetable éticamente objetable; la elección de los fines es algo personal, pese a que está constreñida por nuestra propia biografía y por el contexto en que nos ha tocado vivir. Los valores y las normas son creaciones sociales, no naturales, aunque algunos de ellos –solo algunos- hayan tenido su génesis en nuestra historia evolutiva.
Lejos de mí está negar el buen servicio que los descubrimientos científicos en general, y el de las neurociencias el particular, prestan a nuestra vida; tampoco desdeño la influencia que puedan tener en la filosofía; no creo en la “pureza” de nuestra disciplina y me molestan juicios del tipo “esto no es filosofía”; la mejor filosofía que he leído está contaminada por otros saberes, por ello, quizá abjuro de los reduccionismos. Dudo que ésta sea la posición de Daguerre, pero sí de cierta tendencia, revitalizada ahora con el auge de las neurociencias, de explicar la vida humana sólo desde este enfoque.
Consideraciones finales
Me une a todos los que, con tanta generosidad, participaron de este Dossier, un afecto entrañable. Mientras leía los comentarios que hicieron a algunos de mis escritos, producidos en diferentes épocas, no pude evitar volver la vista hacia atrás, con una buena dosis de nostalgia, y recordar.
Recordar a Martín y a Julieta, con quienes compartimos durante muchos años la cátedra de Ética en la UNLP, proyectos de investigación, congresos y comidas en su acogedora casa de Villa Elisa. Me hace feliz que estén ahora a cargo de la materia en la que trabajé durante veintidós años. Recordar aquellas noches cuando yo terminaba mis clases allá en Santa Fe y aparecía Nico y nos íbamos al patio de la Facultad y él abría su computadora, y me leía pasajes de su tesis y los comentábamos, discutíamos y revisábamos todas y cada una de sus obsesiones mientras nos devoraban los mosquitos o nos atacaban los murciélagos. Recordar la risa de Nico.
Recordar a Fernanda, también de la UNL, mi última tesista, y a todos los gestos cariñosos que tuvo conmigo: pañuelos, yerba, tortas, invitaciones a su nueva casa porteña, que quedaron pendientes hasta que los hados nos sean más propicios y pongan fin a esta pandemia interminable.
Recordar a Daniel y a sus maravillosas masitas cada vez que nos reuníamos para festejar algún acontecimiento; su doctorado, por ejemplo. Daniel, tan generoso siempre, y tan paciente ante mis ineptitudes informáticas.
Recordar a ese chico que, en las mañanas de invierno, en un aula de Puan, siempre tenía alguna observación aguda al tema que yo estaba desarrollando en uno de los últimos cursos de Ética que di en la Facultad de Filosofía y Letras. Federico, que un día tuvo el gesto inolvidable de quedarse conmigo toda una tarde porque había muerto mi maestro, Osvaldo Guariglia.
Recordar a Guillermo, portentosa usina de proyectos a los que, generosamente, no deja de invitarme y que pocas veces acepto, no por mala disposición sino porque me resulta imposible seguirle el ritmo. Guillermo, que, para mi alegría, me reemplazó en la cátedra de Ética de la UNL.
Recordar las horas interminables que pasamos con Facundo rindiendo los UBACYT, y sus denodados esfuerzos para convencerme de que ningún genio maligno se había introducido en esos programas ideados por Satán, y las mesas de exámenes en alguna de las aulas inhóspitas de Puan, los congresos y los viajes de trabajo y los seminarios compartidos, y la literatura y las milanesas quemadas que le sirvo cuando viene a trabajar a casa. Facundo, mi motor filosófico de esta etapa de mi vida, y con quien tanto me divierto.
Recordar aquellas mesas de exámenes de Introducción a la Filosofía en la UNLP que se prolongaban por dos o tres días, las angustias por temor a no finalizar nuestros doctorados de las que hablábamos en los viajes de regreso a Buenos Aires, procurándonos aliento mutuo, esas charlas que fueron el comienzo de una hermosa amistad, afianzada a lo largo de los años por artículos en colaboración, cines, teatros, cenas y charlas interminables. Me refiero a María Luisa, por supuesto.
Cada uno de ellos, a su modo, hizo que mi vida fuera mejor de lo que habría sido si no los hubiera encontrado en distintos recodos de un camino que, para mi extrañeza, es ya muy largo. Todos ellos son mis queridos amigos.
(…) la amistad (…) es lo más necesario para la vida. Sin amigos nadie querría vivir, aun cuando poseyera todos los demás bienes[24]
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Notas