Dossier

Una defensa de la importancia de la neurociencia para la ética

A Defense of the Importance of Neuroscience for Ethics

Martín Daguerre
Universidad Nacional de La Plata (UNLP), Argentina

Una defensa de la importancia de la neurociencia para la ética

Tópicos, núm. 45, 2023

Asociación Revista de Filosofía de Santa Fe

Recepción: 01 Marzo 2022

Aprobación: 01 Junio 2022

Resumen: El presente trabajo ofrece argumentos a favor de la relevancia de los estudios neurocientíficos para la filosofía práctica, partiendo de las críticas a la misma desarrolladas por Vidiella. Para Vidiella, la neurociencia no tiene importantes aportes que hacer a la ética, y su consideración puede incluso ser contraproducente, en la medida que implica una defensa del determinismo, un retroceso en relación con logros morales actuales y una caída en la falacia naturalista. Contra lo sostenido por Vidiella, en el trabajo se afirma que los estudios neurocientíficos nos permiten dejar atrás la contraposición entre libertad y determinismo (a la vez que pueden ayudarnos a entender el lugar que ocupan la responsabilidad y el castigo), ofrecen modos de superar problemas éticos contemporáneos sin exigir una reivindicación de todo rasgo paleolítico seleccionado por la naturaleza, y su consideración y aplicación a los problemas normativos no tienen por qué llevar a cometer la falacia naturalista.

Palabras clave: Neurociencia, Ética, Valor, Emoción, Falacia naturalista.

Abstract: This paper offers arguments in support of the relevance of neuroscience for philosophy, in reply to the arguments against it developed by Vidiella. According to Vidiella, neuroscience cannot make significant contributions to ethics, and its consideration can even be counterproductive, since it involves a defense of determinism, it may endanger some of the moral achievements of our times, and it would entail incurring in the naturalistic fallacy. Against these claims, I will argue, firstly, that neuroscientific studies enable us to transcend the opposition freedom/determinism while illuminating the role of responsibility and punishment. Secondly, that they can aid in dealing with current ethical problems without forcing us to praise every paleolitical trait that has been selected by Nature. And, thirdly, that taking them into account in dealing with normative problems does not necessarily entail committing the naturalistic fallacy.

Keywords: Neuroscience, Ethics, Value, Emotion, Naturalistic Fallacy.

Introducción

En el texto que comentaré a continuación, Vidiella se aboca a evaluar los potenciales aportes de la neurociencia a la ética. Su conclusión es más bien pesimista, y dado que entiendo que los estudios neurocientíficos son prometedores de cara a abordar los problemas éticos, intentaré defender una mirada más optimista sobre sus potenciales aportes.

La visión negativa de la autora podría deberse a que adopta un estándar evaluativo demasiado alto. Señala que “los descubrimientos provenientes de este campo no proveen de argumentos convincentes que permitan arbitrar a favor de alguna de las posiciones filosóficas que tradicionalmente debatieron entre sí”.[1]

Los estudios neurocientíficos son incipientes, y quienes se dedican a ellos son conscientes de lo mucho que queda por aprender, por lo que no cabría esperar que hoy puedan saldar los debates filosóficos. De hecho, encontraremos réplicas de muchos debates filosóficos al interior de la “neurofilosofía”. Por lo tanto, si dirigimos la mirada hacia la neurociencia con el objetivo de encontrar respuestas definitivas a problemas éticos, nos veremos tan decepcionados como Vidiella.

Pero ella no sólo sostiene que la neurociencia no puede saldar los debates tradicionales, sino que también considera que no aporta demasiado a los mismos: “no encuentro que en los temas normativos proporcione elementos novedosos”.[2] Llega a esta conclusión después de repasar el potencial impacto de los conocimientos neurocientíficos sobre cuatro problemas tradicionales, vinculados a la ética: a) la existencia del libre albedrío; b) el origen de la moral; c) la posibilidad de fundamentar una ética universal; d) la relación entre racionalidad práctica, emociones y valor.

Sin embargo, con relación con el último de estos problemas admite cierta relevancia de la neurociencia. Señala que “sí revisten interés para consideraciones normativas los aportes realizados por la neurociencia en el estudio y función de las emociones”.[3] Y agrega que tales investigaciones “incidieron de manera significativa en los debates actuales respecto de la naturaleza de las emociones, la discusión respecto de su carácter cognitivo o no cognitivo, su rol en las evaluaciones (…) en particular, mostró dónde descansa la raíz de las valoraciones, sin las cuales no podríamos realizar juicios de preferencia y valor”.[4]

Acuerdo con Vidiella en que esto ha sido efectivamente así, pero intentaré mostrar que el aporte de la neurociencia en este terreno puede tener consecuencias interesantes sobre otros de los problemas analizados por ella.

Repasaré brevemente el punto de consenso con la autora, para luego pasar a mostrar las consecuencias que, creo, tiene ello sobre otros problemas.

1. Neurociencia, emociones y valores

¿Cuál es la relación entre razón, emociones y valor? Más allá de los debates que pueden darse en este terreno, Vidiella considera -y en esto acordamos- que posiciones como la de Antonio Damasio[5] se han mostrado relevantes. Veamos brevemente cómo se daría, desde estas posiciones, la relación entre razón, emociones y valor.

Los seres vivos no son organismos que llegan al mundo rodeados de todo lo que les hará falta para sobrevivir y reproducirse. Antes bien, deben moverse para dar con alimentos, protección, etc. Dado que esto conlleva un consumo de energía importante, el gasto tiene que ser inteligente, puesto que si no lo es, se estará gastando energía que no se podrá recuperar, y el organismo que incurra en ese gasto ineficiente encontrará una muerte prematura.

Sólo los organismos que sepan valorar los inputs (la información recibida sobre peligros y oportunidades para la subsistencia), serán capaces de éxito. El valor de los inputs estará en relación con sus consecuencias para mantener al organismo en cierto rango homeostático que le permite sobrevivir y reproducirse. Podemos decir que todo organismo nace con la meta de sobrevivir y reproducirse, y es capaz de evaluar lo que le rodea en función de las consecuencias que pueda tener en relación con esta meta.

Por ejemplo, las bacterias Escherichia coli tienen receptores que captan la concentración de aspartato (su alimento) y de repelentes (sustancias venenosas). Cuando los receptores captan moléculas de aspartato, se genera una sucesión de cambios en la bacteria que deriva en producir movimientos de sus flagelos (pelitos que utiliza para nadar) en sentido contrario a las agujas del reloj; cuando esto ocurre, la bacteria nada en línea recta hacia la concentración de aspartato. Por el contrario, cuando los receptores captan la presencia de repelentes, los flagelos comienzan a girar en el sentido de las agujas del reloj, lo cual hace que se frene el avance de la bacteria. Este sencillo mecanismo automático (junto con otros) permite a las bacterias mantenerse dentro de su rango homeostático. Si las bacterias fuesen conscientes, probablemente dirían que valoran positivamente el aspartato y negativamente las sustancias venenosas.

Mecanismos automáticos similares pueden dar lugar, también, a la cooperación. Así, por ejemplo, el nematodo Caenorhabditis elegans vive por su cuenta, siempre y cuando no detecte peligros o se encuentre en un ambiente de escasos recursos. Si se da alguna de estas dos situaciones, pasa a reunirse con sus pares. La acción colectiva ofrece ventajas cuando las cosas no van bien. Si fuesen conscientes, podrían verse a sí mismos como ciudadanos republicanos: defensores de las libertades, pero dispuestos a hacer sacrificios en beneficio del colectivo que hace posible el disfrute de sus libertades.

Para Damasio, una emoción es un complejo conjunto de respuestas automáticas, químicas y neuronales, que se produce en respuesta a la detección de un estímulo evaluado como relevante. Las respuestas pueden ser innatas o aprendidas por experiencia (pero siempre tienden a mantener al organismo en su rango homeostático).

¿Cómo puede darse el aprendizaje? Los experimentos con monos, de Wolfram Schultz[6], nos dan una idea. Si un mono se encuentra en el laboratorio y encendemos una luz, no habrá modificaciones en el cerebro del mono. Simplemente, esa luz no significa nada para él, no la relaciona con un peligro o una recompensa; es una más de las tantas luces que se encienden en el laboratorio. Si, en cambio, nos aparecemos de repente con un jugo que le encanta, y se lo damos, aumentará la liberación en su cerebro de un neurotransmisor llamado dopamina; tal aumento en la liberación de dopamina se correlaciona con la sensación de que algo ha ido mejor de lo esperado. Así es como el cerebro reacciona cuando obtiene una recompensa imprevista, y pide prestar atención a lo sucedido, averiguar por qué se logró esa recompensa, de modo de poder volver a obtenerla en otra ocasión.

Supongamos, ahora, que empezamos a llevarle sistemáticamente el jugo cada vez que encendemos la luz que anteriormente no llamaba su atención. Cuando el mono descubre esta asociación, la liberación de dopamina será mayor cuando se encienda la luz, que cuando obtenga el jugo. La luz ha demostrado ser un acontecimiento relevante, porque después de ella llega una recompensa, razón por la cual habrá que prestar atención a esa luz: ¿cómo se generó?, ¿qué puedo hacer para que se repita en otra ocasión? Y el mismo proceso se dará si, luego, hacemos un sonido antes de encender la luz.[7]

Podemos ver, así, cómo algo que no tenía valor -la luz-, pasa a considerarse valioso, una vez que se estableció su relación con algo que ya se consideraba valioso -el jugo. Cuando nacemos, ya contamos con valores que nos permiten evaluar diversos inputs; luego, podemos aprender que otras cosas son valiosas, en la medida en que conducen a obtener lo que ya consideramos valioso. Teniendo en cuenta la concepción de las emociones de Damasio y este tipo de aprendizaje, llamado aprendizaje por refuerzo,[8] analicemos el lugar de los procesos conscientes y racionales.

Los seres humanos no sólo expresan emociones en el cuerpo, sino que también van generando “mapas” en el cerebro (en las cortezas somatosensoriales y en la corteza insular) de lo que ocurre en el cuerpo. A su vez, como cada emoción coloca al cuerpo en una disposición particular, cada emoción tendrá su registro particular en el mapa cerebral. Y es precisamente cuando en el mapa se da una configuración particular, que tendremos nuestros sentimientos conscientes. Cuando, por ejemplo, el mapa del cuerpo indica que el mismo se encuentra con la disposición propia de la emoción de tristeza, a nivel consciente, sentiremos tristeza. Fue preciso contar con mapas complejos de todo lo que ocurre en el cuerpo, para que fuésemos capaces de ser conscientes de nuestros sentimientos.

De aquí que Damasio diga que: “[u]n sentimiento de emoción es una idea del cuerpo cuando es perturbado por el proceso de exhibir una emoción”.[9] Los sentimientos son una percepción consciente de lo que ocurre en el cuerpo (así como las sensaciones visuales, auditivas, etc., son una percepción consciente de lo que rodea al cuerpo), generada a partir de los mapas neurales del cerebro.

Simplificando en exceso, podríamos decir que cuando el mapa neural representa a un cuerpo en sus valores óptimos, conscientemente se sentirá bienestar, y cuando represente valores alejados de los óptimos, diferentes tipos de malestar dispararán reacciones para volver a colocar al cuerpo dentro del rango homeostático apropiado. De esta manera, persiguiendo el bienestar y evitando el malestar, la conciencia puede ponerse al servicio de la meta de sobrevivir y reproducirse, aun desconociendo lo que efectivamente ocurre a nivel corporal.

Por lo que ya vimos, los organismos pueden asignar valor a algo en virtud de que descubrieron que era un medio para algo ya considerado valioso. En el caso nuestro, esas asignaciones inconscientes de valor tendrán su correlato consciente: sentiremos como valiosos aquellos medios para la obtención de lo que ya nos resulta valioso: el bienestar.

Esto ocurre en la corteza prefrontal, que no sólo puede anidar metas, sino que también es capaz de hacer valoraciones de acciones y eventos, sin necesidad de que estos ocurran, y aprender de ellas. Al ser los sentimientos acontecimientos mentales conscientes, permiten un nivel de manipulación no disponible en el plano de los mapas neurales. A nivel mental, en virtud de nuestra capacidad cognitiva, podemos jugar con variantes, podemos representar alternativas, crear escenarios ficticios, de los cuales vamos a aprender sin necesidad de tener que experimentarlos. Pensaremos caminos de acción, sus consecuencias y, gracias a los sentimientos que nos van disparando las mismas, podremos descartar unos y adoptar otros. Así, no será necesario experimentar el camino descartado, cuyas consecuencias hubieran sido negativas, para aprender que no es un camino recomendable.[10]

Por otra parte, a nivel consciente se integran las experiencias pasadas con la situación presente, y con el futuro anticipado, como experiencias de un mismo yo. Esto permite controlar emociones en virtud de sus consecuencias a largo plazo.[11]

Pero la corteza prefrontal, en un primer momento, no establece las metas, sino que resulta una herramienta más eficiente para su consecución. La corteza prefrontal podrá determinar una infinidad de medios que llevan a las metas, y de medios que llevan a esos medios, y esos medios adquirirán valor, pero sólo en la medida en que se vinculen con las metas. Por lo tanto, tenemos dos maneras de otorgar valor. Algo será valioso sin justificación alguna, en virtud de que es una meta con la que nacemos. Luego, por aprendizaje podremos calificar de valioso o bueno a cualquier medio que conduzca a la meta, o a cualquier medio que conduzca a un medio que conduzca a una meta.

De manera que ideas que sólo pueden adquirirse por la corteza prefrontal pueden tener valor, pero únicamente en la medida en que se vinculan con metas establecidas por las áreas subcorticales del cerebro. La “razón” no puede determinar lo que es valioso. Como vemos, la neurociencia ofrece una actualización muy interesante de la idea humeana de que la razón es esclava de las pasiones.

2. Revisión de algunas críticas de Vidiella

Hasta aquí, hemos desarrollado lo que Vidiella considera aportes pertinentes de la neurociencia para la ética. En lo que sigue, intentaré responder a algunas de sus críticas a la pretensión de introducir la neurociencia en otros problemas éticos.

2.a. El problema del libre albedrío

La autora entiende que la neurociencia nos conduce a un determinismo incompatible con toda noción de libre albedrío. Por su parte, se inclina a favor de una tesis compatibilista. Señala que a) “todos somos capaces de diferenciar entre las acciones que atribuimos a un agente responsable y las realizadas por una persona afectada por alguna enfermedad mental”[12], y sostiene que b) “si se es consecuente con la tesis determinista debemos dejar de insistir en tales distinciones, así como en las de acción voluntaria y responsabilidad y con ello impugnar de modo radical nuestra comprensión del mundo social”[13], lo cual considera inadmisible, al menos en la práctica.

Haré un breve comentario sobre estas dos afirmaciones. Comenzaré con unas observaciones sobre la segunda, para luego destacar unas consecuencias de estas observaciones sobre la primera.

Si aceptamos el enfoque presentado en la sección anterior sobre cómo asignamos valor a algo, no parece fructífero pensar en términos de libre albedrío o determinismo. El libre albedrío, entendido como la capacidad de actuar de acuerdo a razones no afectadas por procesos inconscientes, no tendría sentido[14]. Pero, por otra parte, este enfoque asigna a la razón un lugar importante en el logro de nuestras metas, al punto que puede modificar un rumbo que hayamos tomado. En este sentido, la antinomia determinismo o libre albedrío se reformularía, y la defensa del libre albedrío se reemplazaría por una defensa de la posibilidad de controlar nuestras emociones.[15]

La razón, en su evaluación de las consecuencias futuras, es capaz de controlar las emociones presentes. El razonamiento puede hacer que dejemos de actuar en un sentido y tomemos otra dirección (sin olvidar, sin embargo, que la razón podrá poner freno a una emoción, si muestra que actuar guiados por esa emoción tendrá consecuencias que hoy sentimos que no vamos a querer padecer).

Pero así como la razón puede frenar ciertas emociones, también está en condiciones de evaluar pautas culturales y arreglos institucionales. Podemos ver en las diferentes culturas, diferentes estrategias para el logro de las mismas metas; diferentes ambientes y una sucesión de contingencias pudieron haber llevado a una cultura a valorar la religión, por ejemplo, mientras que a otra no. Las culturas son una herramienta más, en este caso colectiva, para mantenernos en nuestros rangos homeostáticos óptimos, y como cualquier herramienta, puede ser buena o mala, puede ser eficiente o contraproducente. El avance del conocimiento científico puede contribuir a determinar qué tan buena es una pauta cultural o un arreglo institucional. Puede ayudarnos a entender que rezar a los dioses tiene menos probabilidades de generar bienestar, que otorgar libertad de pensamiento.

Más adelante diré más sobre esto, cuando me refiera a la xenofobia y la desigualdad.

Pasemos, ahora, a la primera afirmación: “todos somos capaces de diferenciar entre las acciones que atribuimos a un agente responsable y las realizadas por una persona afectada por alguna enfermedad mental”. ¿Cómo diferenciamos entre las acciones de un agente responsable y las acciones de alguien que padece una enfermedad mental?

Los avances en la neurociencia son los que más datos nos ofrecen en relación con las acciones producto de una enfermedad mental. Efectivamente, hoy sabemos que el epiléptico no es un aliado de Lucifer, que un tumor en la corteza orbitofrontal puede llevar a delitos sexuales, que un glioblastoma debajo del tálamo puede dar lugar a conductas agresivas, etc.

En todos estos casos podemos hablar de una acción producto de una enfermedad mental. De manera que si bien, en algún sentido “todos somos capaces de diferenciar entre las acciones que atribuimos a un agente responsable y las realizadas por una persona afectada por alguna enfermedad mental”, lo cierto es que el desarrollo de la neurociencia nos permite ir descubriendo enfermedades mentales detrás de lo que antes considerábamos acciones responsables. Con esto no quiero decir que, a la larga, veremos que el concepto de responsabilidad es un concepto vacío. Lo que quiero destacar es que este avance en la comprensión de los procesos que dan lugar a diferentes conductas puede darnos razones para considerar un cambio de enfoque, en el que la noción de responsabilidad pierda centralidad.

En relación con este punto, David Eagleman hace el siguiente planteo, aplicado a la responsabilidad legal, pero fácilmente extrapolable a la responsabilidad moral:

No culpamos al repentino pedófilo de su tumor, al igual que no culpamos al ladrón frontotemporal de la degeneración de su corteza frontal. En otras palabras, si existe un problema cerebral mensurable, eso invita a mostrar lenidad con el acusado. La culpa no es realmente suya.

Pero sí culpamos a alguien si carecemos de la tecnología para detectar un problema biológico. Y esto nos lleva al meollo de nuestro argumento: la cuestión de la responsabilidad está mal planteada […] Un sistema legal no puede definir la culpabilidad simplemente por las limitaciones de la tecnología actual. Un sistema legal que declara a una persona culpable al principio de una década y no culpable al final de la misma no tiene muy claro qué significa exactamente la culpabilidad.[16]

Robert Sapolsky hace un planteo semejante, que nos lleva a centrar la atención, no en la idea de responsabilidad, sino en la de castigo.[17] Lo que nos interesa es determinar las causas de los comportamientos perjudiciales y benévolos, para fomentar luego las circunstancias adecuadas (si es que las hay) para su disuasión o fomento. Si, dado nuestro conocimiento, no podemos anular ciertos comportamientos perjudiciales, trataremos de anular el perjuicio, esto es, encerraremos a un psicópata, a un violador, etc., más allá de que se los pueda considerar responsables o no. Si el comportamiento fue producto de un tumor cerebral, basta con extirpar el tumor. Si no sabemos exactamente qué es lo que produce el comportamiento, el encierro parece adecuado.

No estoy sosteniendo que estas posiciones sean las acertadas (ni que no lo sean). Simplemente quiero señalar que me parecen muy pertinentes y de mucha relevancia práctica.

2.b. Retroceso moral y falacia naturalista

En relación al segundo problema abordado por Vidiella, el del origen de la moral, voy a hacer observaciones a dos argumentos que presenta contra la potencial relevancia de la neurociencia: uno ético y otro metaético.

En el plano ético destaca que “si pretendemos extraer consecuencias normativas de ese conocimiento retrocederíamos milenios, moralmente hablando”.[18] Entiendo que el argumento de ella es que, si la moral tuvo su origen en la cooperación tribal, y la misma se fortaleció en virtud de sentimientos xenófobos[19], la neurociencia nos estaría diciendo que deberíamos mantener esos sentimientos.

Creo que podemos hacer otra lectura de la neurociencia y los estudios evolutivos. Un rasgo que haya sido positivo de cara a sobrevivir y reproducirnos en un entorno, no necesariamente continuará siendo positivo si el entorno cambia.

Los riñones más capaces de retener sal fueron seleccionados en un entorno de sal escasa y diarreas comunes, pero han dejado de ser eficientes en las sociedades contemporáneas. De manera que el hecho de que un rasgo haya sido seleccionado en cierto ambiente no implica que sea inteligente intentar mantenerlo en otro ambiente. Y lo mismo puede decirse con la xenofobia: es un sentimiento que pudo haber permitido superar situaciones dramáticas, pero hoy, en un entorno en el que los recursos básicos no son escasos, genera más problemas que soluciones.

Nuestra meta no cambia: vivir con bienestar. Sin embargo, lo que en un entorno resultaba ser un medio eficiente, en otro entorno puede ser contraproducente. La ventaja de los estudios neurocientíficos y evolutivos es que nos ayudan a ser conscientes de los resortes que puede haber detrás de nuestro comportamiento, con lo que nuestra capacidad cognitiva puede ponerse al servicio de buscar estrategias superadoras.

En definitiva, una ética naturalista no tiene por qué comprometerse con una vuelta al paleolítico, aunque en algunas circunstancias sí será razonable dar un paso atrás. En lo particular, pienso que las sociedades desigualitarias y jerárquicas, que definen nuestro ambiente en la actualidad, chocan con rasgos que han sido seleccionados en nuestra larga historia como cazadores-recolectores. Tal desfasaje genera malestar. Creo que haríamos mejor en atacar esas desigualdades y jerarquías, antes que buscar nuevas estrategias para lograr un mayor bienestar en el marco de esas relaciones. Pero más allá de que esto sea correcto o no, lo que me importa destacar es la potencialidad de los estudios neurocientíficos y lo interesante de estudiar los desfasajes entre rasgos seleccionados y cambios ambientales, de cara a una discusión ética en relación a si debemos modificar el ambiente (por ejemplo, hacerlo más igualitario) o desarrollar estrategias para combatir rasgos seleccionados que resultan perjudiciales en nuestro ambiente actual (por ejemplo, los sentimientos xenófobos).

En el plano metaético, Vidiella considera que la neurociencia, al igual que toda ciencia cuando pretende intervenir en ética, no es capaz de evitar cometer la falacia naturalista[20]: “¿qué inferencias prescriptivas podríamos realizar a partir de estos conocimientos?”[21], se pregunta.

¿Qué respuesta puede ofrecerse desde el enfoque anteriormente desarrollado? Como hemos visto, iniciamos nuestra vida sabiendo cuáles son nuestras metas. En este sentido, nacemos con una idea de qué es bueno, de qué es valioso. A su vez, nuestro sistema dopaminérgico nos permite trasladar la valoración de los fines a los medios. Si no hubiese una reacción no cognitiva hacia los medios, nunca podrían adquirir valor; la razón no otorga valor por sí sola.

Esto dará lugar a razonamientos como el siguiente:

Una relación estrecha con nuestros hijos es algo valioso.

Pasar tiempo con los hijos de uno contribuye a una relación estrecha con ellos.

Debemos pasar tiempo con nuestros hijos.

La primera premisa expresaría un estado no cognitivo, ya que de otro modo no habría posibilidad alguna, en el enfoque aquí defendido, de concluir con sentido que algo debe hacerse. Sería la expresión de un sentimiento positivo hacia un tipo de relación. La segunda premisa expresaría un juicio fáctico, que afirmaría una relación de causa-efecto, en donde el efecto sería el logro de la relación deseada. Por último, la conclusión puede leerse como un juicio ético cognitivo, la expresión de una creencia que sería falsa si la causa no es un medio eficiente, o si no deseamos tener la relación estrecha a la que hace referencia la primera premisa.

El argumento se pretende análogo al siguiente:

Deseo saber lo que pensaba Kant.

Leer las obras de Kant es el medio idóneo para saber lo que pensaba Kant.

Debo leer las obras de Kant.

¿Realmente cometemos una falacia en estos casos?[22]

Si sabemos cuál es nuestro fin, y la ciencia establece el medio que conduce al fin, no hay nada extraño con que digamos que debemos adoptar ese medio.

En todo caso, el debate se traslada a la primera premisa, al fin. ¿De dónde surge que esa meta es valiosa? ¿Puede la ciencia determinar lo que es valioso? Pero con esta pregunta volvemos al punto en el que Vidiella sí considera que la neurociencia puede hacer un aporte: el de explicar qué valoramos y cómo se da tal valoración.

La teoría evolutiva y la neurociencia pueden explicar por qué consideramos valiosa a una meta. Si lo que se señala es que no se está pidiendo una explicación de las metas valiosas, sino una justificación de las mismas, creo que el siguiente planteo de Oliver Curry es pertinente:

el humeano-darwiniano argumenta que los humanos están equipados con un conjunto de adaptaciones para la cooperación, que estas adaptaciones constituyen lo que se ha llamado pasiones morales o sentimientos morales, y que estas adaptaciones determinan lo que las personas consideran moralmente bueno o malo. Si uno acepta este argumento, no tiene sentido quejarse de que la evolución puede haber explicado por qué los humanos encuentran ciertas cosas moralmente buenas, pero no puede decirnos si estas cosas son realmente moralmente buenas o no. Se sigue de las premisas del argumento que no hay ningún criterio de “bondad moral” que sea independiente de la psicología humana, y por tanto esta pregunta no puede plantearse.[23]

Conclusión: la neurociencia es vital para la ética

Por lo destacado hasta aquí, soy más optimista que Vidiella con respecto a los potenciales aportes que la neurociencia puede hacer al análisis de diversos problemas éticos.

Quiero agregar, sin embargo, que no sostengo que este es el final de la filosofía ni que son los neurocientíficos quienes deben discutir lo que antes se discutía en las facultades de humanidades.

Que la filosofía deba ser consistente con el conocimiento científico no implica que sean los científicos los que deban hacer filosofía. ¿Cómo esperar que alguien que ha dedicado su vida a trabajar sobre concentraciones iónicas en el hipocampo pueda ofrecer una respuesta interesante acerca de la noción de responsabilidad, o que alguien abocado a las demencias que afectan la corteza prefrontal ventromedial y dorsolateral pueda ofrecer un análisis interesante del debate entre éticas utilitaristas y kantianas?

Pero si la filosofía marca un quiebre con la ciencia, nos encontraremos con filósofos sosteniendo posiciones poco convincentes o abiertamente delirantes, y dando lugar a los neurocientíficos para que den rienda suelta a reflexiones tristemente ingenuas para cualquier conocedor de los problemas filosóficos.

Bibliografía

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Vidiella, Graciela, “¿Qué le aporta la neuroética a la ética?”, Revista Latinoamericana de Filosofía, 44 (1), 2018, [103-117]

Notas

[1] Vidiella, Graciela, “¿Qué le aporta la neuroética a la ética?”, Revista Latinoamericana de Filosofía, 44 (1), 2018, p. 103 [103-117].
[2] Graciela Vidiella, “¿Qué le aporta la neuroética a la ética?”, p. 115
[3] Graciela Vidiella, “¿Qué le aporta la neuroética a la ética?”, p. 115
[4] Graciela Vidiella, “¿Qué le aporta la neuroética a la ética?”, p. 115
[5] Damasio presenta con claridad su posición en Looking for Spinoza: Joy, Sorrow, and the Feeling Brain, Londres, W. Heinemann, 2003. En Self Comes to Mind: Constructing the Conscious Brain, Nueva York, Pantheon Books, 2010 y en The Strange Order of Things, Nueva York, Pantheon Books, 2018 se encuentra un mayor desarrollo de su posición.
[6] Cfr. Schultz, Wolfram y Romo, Ranulfo, “Dopamine neurons of the monkey midbrain: contingencies of responses to stimuli eliciting immediate behavioral reactions”, Journal of Neurophysiology, 63(3), 1990, pp. 607-624, y Kobayashi, Shunsuke y Shultz, Wolfram, “Reward Contexts Extend Dopamine Signals to Unrewarded Stimuli”, Current Biology 24, 2014, pp. 56-62.
[7] Por otra parte, una vez que ya se estableció la asociación entre la luz y el jugo, si después de la luz no aparecemos con el jugo, se dará una baja en la liberación de dopamina, que se correlaciona con la sensación de frustración y que llevará a que el mono corrija sus predicciones. La próxima vez que se prenda la luz, no se dará el mismo estallido de dopamina que anunciaba la muy probable llegada de la recompensa.
[8] Read Montague, Peter Dayan y Terry Sejnowski desarrollaron el modelo de aprendizaje por refuerzo, a partir de las investigaciones de Schultz. Cfr. Montague, Read, Why Choose This Book?, Nueva York, Penguin Press, 2006, cap. 4.
[9] Antonio Damasio, Looking for Spinoza: Joy, Sorrow, and the Feeling Brain, p. 88. En realidad, los sentimientos abarcan más que las emociones. Así, luego de habernos alimentado bastante, las glándulas adiposas liberarán cierta cantidad de leptina que derivará en la detención de las conductas alimenticias. En el plano consciente tendremos una sensación de saciedad, el correlato accesible a la conciencia de los procesos corporales inconscientes antes mencionados. Por el contrario, cuando en el cuerpo existen déficits alimenticios, cualquier organismo se pondrá a buscar comida, pero nosotros lo haremos acompañados de la sensación de hambre. Esa sensación es el registro que tenemos a nivel consciente de procesos corporales que nos son opacos. El sentir conscientemente hambre es lo que permite poner al servicio del cuerpo toda nuestra capacidad cognitiva. De esta manera la conciencia puede constituir una ventaja en términos evolutivos.
[10] Cfr. Churchland, Patricia y Suhler, Christopher, “Agency and Control: The Subcortical Role in Good Decisions”, en Walter Sinnott-Armstrong (ed.), Moral Psychology, vol. 4, Cambridge, Massachusetts, The MIT Press, 2014, pp. 309-326.
[11] Cfr. Antonio Damasio, Looking for Spinoza: Joy, Sorrow, and the Feeling Brain, cap. 4.
[12] Graciela Vidiella, “¿Qué le aporta la neuroética a la ética?”, p. 111.
[13] Graciela Vidiella, “¿Qué le aporta la neuroética a la ética?”, p. 111-112.
[14] Vidiella está de acuerdo con que esa noción de libertad no tiene sentido.
[15] Tal es lo defendido por Patricia Churchland y Christopher Suhler en “Agency and Control: The Subcortical Role in Good Decisions”.
[16] Eagleman, David, Incógnito, Barcelona, Anagrama, 2018, pp. 111 y 113 (cursivas en el original). Hasta hace poco tiempo se pensaba que el obeso era responsable de mantenerse en ese estado. Los conocimientos neurocientíficos actuales nos obligan a replantear la asignación de responsabilidad incluso en estos casos.
[17] Sapolsky, Robert, Behave, Nueva York, Penguin Press, 2017, cap. 16.
[18] Graciela Vidiella, “¿Qué le aporta la neuroética a la ética?”, p. 113.
[19] Investigaciones como las de Carsten De Dreu han mostrado que la liberación de oxitocina en el hipotálamo, a la vez que promueve la confianza, la empatía y la cooperación al interior de un grupo, puede generar tensión con otros grupos y discriminación hacia los extraños. Cfr. De Dreu, Carsten, “Oxytocin modulates cooperation within and competition between groups: An integrative review and research agenda”, Hormones and Behavior, 61, 2012, pp. 419-428.
[20] La falacia naturalista ha recibido diferentes formulaciones. Desde el punto de vista de Vidiella, consistiría en pasar injustificadamente de proposiciones descriptivas a proposiciones prescriptivas. En otras palabras, la falacia se cometería al intentar sacar conclusiones éticas a partir de conocimientos neurocientíficos. Para un análisis muy interesante de diversas formulaciones de la falacia naturalista, ver Curry, Oliver, “Who´s afraid of the naturalistic fallacy?”, Evolutionary Psychology, vol., 4, 2006.
[21] Graciela Vidiella, “¿Qué le aporta la neuroética a la ética?”, p. 112.
[22] Téngase en cuenta que no corresponde considerar que el deber del primer argumento es un deber ético, mientras que el del segundo es un deber prudencial, ya que desde el enfoque aquí presentado no se justificaría tal distinción. Antes bien, la posición aquí defendida es más afín a la idea de una moralidad constituida por imperativos hipotéticos, tal como la defendida por Philippa Foot en Virtues and Vices and Other Essays in Moral Philosophy, Berkeley, University of California Press, 1978.
[23] Oliver Curry, “Who´s afraid of the naturalistic fallacy?”, p. 242 (cursivas en el original).
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