Dossier
¿Qué tipo de formación humanística serviría (y cuál no) para favorecer el florecimiento de una ciudadanía democrática virtuosa?
What kind of humanistic training would (and would not) serve to promote the flourishing of a virtuous democratic citizenship?
¿Qué tipo de formación humanística serviría (y cuál no) para favorecer el florecimiento de una ciudadanía democrática virtuosa?
Tópicos, núm. 45, 2023
Asociación Revista de Filosofía de Santa Fe
Recepción: 01 Marzo 2022
Aprobación: 01 Mayo 2022
Resumen: Siguiendo a Martha Nussbaum, Graciela Vidiella argumenta que las humanidades están llamadas a cumplir un rol importante en la promoción de la ciudadanía virtuosa que es tan crucial para la salud de nuestras democracias. Este trabajo pretende aportar al proyecto de promover una ciudadanía virtuosa reuniendo tres reflexiones sobre el tipo de educación humanística del que cabe (y el tipo del que no cabe) esperar un aporte significativo en ese sentido. Argumentaré, en primer lugar, que una educación humanística que esté a la altura de tal propósito, no puede ser concebida ni practicada como un bien Veblen. Sostendré, en segundo lugar, que una formación humanística que busque promover las virtudes cívicas necesita apoyarse en una concepción integrada del conocimiento que lo entienda como parte de la sabiduría y reconozca la centralidad del conocimiento vivo frente al conocimiento inerte. Por último, señalaré la importancia de diseñar las tareas formativas y los instrumentos de evaluación con vistas a entrenar a los estudiantes en las habilidades requeridas para el pensamiento crítico y propondré una herramienta idónea a tal efecto. De estas tres maneras, intento aportar algunas precisiones sobre el tipo de educación humanística del que cabe (y el tipo del que no cabe) esperar contribuciones significativas de cara a fomentar el desarrollo de una ciudadanía virtuosa.
Palabras clave: Humanidades, Pensamiento crítico, Virtudes ciudadanas, Bienes Veblen, Sabiduría.
Abstract: Following Martha Nussbaum, Graciela Vidiella argues that the humanities are called to play an important role in promoting the virtuous citizenship that is so crucial to the health of our democracies. This paper gathers three reflections on precisely what kind of humanistic education can be expected to yield such results (and which kind can be expected to be ineffective or detrimental). I argue, firstly, that in order to serve this aim, the humanities should not be conceived or practiced as Veblen goods. I argue, secondly, that humanistic education geared at promoting civic virtues should be based on an integrated conception of knowledge, which understands it as a part of wisdom and acknowledges the preeminence of living over inert knowledge. Lastly, I signal the importance of designing formative tasks and evaluation instruments with a view to training students in the skills required for critical thinking, and I propose an effective tool for that aim. In these three ways, I intend to help specify the sort of humanistic education that can (and the sort that cannot) be expected to make significant contibutions to the development of virtuous citizens.
Keywords: Humanities, Critical Thinking, Civic Virtues, Veblen Goods, Wisdom.
Introducción
En “El lugar de la virtud en las teorías éticas contemporáneas”, Graciela Vidiella[1] (2015) presenta en un trazo rápido la historia de la ética, contrastando la preocupación antigua por la pregunta socrática sobre la vida buena con la preocupación moderna por la pregunta kantiana sobre el obrar moral, para desembocar en el renacer del interés por la virtud hacia fines del siglo pasado. Mientras que para el Sócrates de Platón “una vida sin examen no merece ser vivida”[2] y “el mayor bien para un hombre es precisamente éste, tener conversaciones cada día acerca de la virtud y de los otros temas de los que vosotros me habéis oído dialogar cuando me examinaba a mí mismo y a otros”,[3] el problema de Kant no era tanto cómo alcanzar el bien sino cómo encauzar la “insociable sociabilidad” humana para hacer posible la convivencia social.
Preocupada por un problema similar al de Kant, buena parte de la teoría ética contemporánea –bajo la influencia de Rawls, Apel y Habermas– apeló a un enfoque kantiano para intentar reconstruir la razón práctica y hacer frente al relativismo y al subjetivismo en el marco de sociedades postradicionales signadas por grandes disidencias respecto de los ideales de vida. Se abandonó, así, la pregunta socrática por cómo deberíamos vivir, en favor de una defensa de la autonomía de los individuos para vivir como mejor les parezca, en el marco del respeto por unos derechos básicos que pudieran ser aceptados por toda persona racional.
El renacer de la preocupación por la virtud hacia fines del siglo pasado puso de nuevo sobre el tapete la importancia de la pregunta socrática, así como la importancia (a la hora de determinar la acción correcta) de los hábitos y rasgos de carácter que conforman nuestra sensibilidad moral y dio lugar a un renovado interés por la tradición republicana, con su insistencia en la necesidad de contar con una ciudadanía virtuosa y comprometida con los asuntos públicos para sostener democracias vigorosas que sean capaces de garantizar efectivamente las libertades y derechos individuales.
Es en este punto que Vidiella se pregunta por el papel de la educación en la promoción de las virtudes de una ciudadanía democrática. En coincidencia con Martha Nussbaum,[4] Vidiella alerta sobre la tendencia global a cifrar cada vez más el fin de la educación en preparar a los estudiantes para la competencia en el mercado laboral. Frente a este modelo utilitario de la educación, orientado al lucro, Vidiella destaca, junto con Nussbaum, la importancia de promover una educación humanística, “sin fines de lucro”. Mientras que, en palabras de Vidiella, “una educación orientada exclusivamente al éxito social y económico fomenta el individualismo, el desinterés por el prójimo, los prejuicios de clase y la falta de proyectos colectivos”,[5] una educación humanística fomentaría el pensamiento crítico y ayudaría a desarrollar la empatía y el sentido de la justicia. De este modo, una formación humanística podría contribuir a formar la ciudadanía virtuosa que, desde una mirada republicana (Pettit, 1999) pero también desde la mirada de defensores no republicanos de la democracia (Gutman, 1999; Gutman & Thompson, 2004), resulta imprescindible para asegurar la calidad de las democracias.
Acuerdo con Vidiella en la necesidad de posibilitar y promover una ciudadanía virtuosa pero el punto que me gustaría señalar es que no toda clase de formación humanística (si entendemos por tal la que tenga por tema los tópicos que son objeto de estudio de las humanidades) nos acercará a estos objetivos. En lo que sigue, intentaré aportar tres precisiones sobre el tipo de educación humanística del que cabe (y el tipo del que no cabe) esperar que sirva eficazmente al propósito de generar una ciudadanía democrática virtuosa.
En la sección I, describo una forma usual de practicar las humanidades como actividad “sin fines de lucro”: la que las ve como un sofisticado marcador de estatus, como una forma de subrayar en el plano simbólico las diferencias de clase. Argumentaré que esta forma de practicar y enseñar y las humanidades no resulte idónea, ni por sus fines, ni por sus contenidos, ni por su estilo de escritura característico, para el fin de promover una ciudadanía democrática virtuosa.
Si la sección I pone el foco en los fines que se buscan con la formación humanística y sus estilos de escritura asociados, la sección II pone el foco en la forma en que se lleva adelante su producción y enseñanza, así como en el tipo de conocimiento que se produce y se transmite. Nuevamente, mi intención es advertir sobre un camino que me parece inconducente, y señalar lo que me parece un camino más promisorio.
Por último, la sección III pone el foco en la forma de evaluación que puede ser más efectiva, de cara al objetivo de fomentar las capacidades para el pensamiento crítico, que una ciudadanía democrática virtuosa necesita. De nuevo, empiezo señalando las desventajas (de cara a este objetivo) de las formas más usuales de evaluación (concentrándome, en este caso, en las carreras de filosofía), para pasar luego a proponer una alternativa que me parece más prometedora.
Enfocándose cada una en un aspecto diferente, las tres secciones aspiran a ofrecer distintas precisiones sobre el tipo de formación humanística del que cabe (y el tipo del que no cabe) esperar una contribución positiva al logro de una ciudadanía democrática virtuosa.
I. Sobre los fines de la formación humanística: la formación humanística que necesitamos no puede ser concebida y practicada como un bien Veblen
¿Qué se busca en las humanidades?
Nussbaum[6] señala que muchos de los decisores que juzgan que, frente a la escasez presupuestaria, recortar las materias humanísticas es una buena opción, lo hacen porque las ven como meros adornos innecesarios y prescindibles. Esta visión de las humanidades como ornato o divertimento sin utilidad práctica no es privativa de los detractores utilitarios de la enseñanza humanística. Antes bien, muchos practicantes de las humanidades las ven justamente de ese modo: como lo que se ha dado en llamar un “bien Veblen”, en referencia al tipo de bienes que tan magistralmente describió en 1899 el economista Thorstein Veblen[7] en su Teoría de la clase ociosa.
Los bienes Veblen son aquellos que se consumen (al menos en parte) para mostrar a otros nuestro estatus social. Como su objetivo es (al menos en parte) exhibir ante los demás que tenemos más de lo que necesitamos para vivir (es decir, que tenemos capacidad de derroche), los bienes Veblen deben ser consumos ostensibles, es decir, cosas que los demás pueden ver (como ropa de marca, un parque bien cuidado, o un mayordomo que está sólo para abrir la puerta por nosotros) y que dan fe de que tenemos dinero (o tiempo) para despilfarrar. Tener dominio de las complejas reglas de etiqueta (o de los arcaismos alambicados e ineficientes de la ortografía) muestra que hemos tenido tiempo de sobra para invertir en aprendizajes tan poco esenciales, y lo mismo vale para el dominio de lenguas muertas, o de los clásicos.
El dominio de disciplinas humanísticas ha sido y sigue siendo, para muchos, un sofisticado marcador de estatus, que demuestra que quienes las dominan no necesitan dedicar su tiempo a tareas o aprendizajes útiles o lucrativos, sino que pueden permitirse despilfarrar su tiempo y su dinero en aprender saberes inútiles y “sin fines de lucro”. Como señala Veblen, esta forma de entender el valor de las humanidades va de la mano de una aversión “hacia todo saber meramente útil, en contraste con el que no es más que honorífico” e infunde en sus practicantes un gusto exclusivo por el “ejercicio intelectual que no produce normalmente ninguna ganancia industrial o social”.[8]
Esta forma de entender y practicar las humanidades lejos está de ayudar a eliminar los prejuicios de clase o el individualismo: antes bien, es ella misma una sofisticada manera de subrayar y reforzar (en el plano simbólico) la diferenciación entre las clases. De modo que si las humanidades han de ayudar a fomentar las virtudes que pretende Vidiella, no deberán ser entendidas o practicadas de esta manera.
En contraste con estas concepciones elitistas y clasistas del valor de las humanidades (que valoran los conocimientos y destrezas en proporción directa a su inutilidad económica y social), una educación humanística capaz de cultivar las virtudes de una ciudadanía democrática debería valorar conocimientos, destrezas y hábitos por su contribución a formar ciudadanos capaces y deseosos de examinar sus vidas y las de sus sociedades y de sostener y mejorar las instituciones democráticas.
Sobre cómo los fines afectan las formas de expresión
El contraste entre estas dos formas de entender el valor de las humanidades puede apreciarse también en el estilo de escritura adoptado por sus defensores y practicantes. Típico de quienes practican las humanidades como un bien Veblen es el uso innecesario de un lenguaje alambicado y críptico (sólo para iniciados). Esto no debería sorprender: quienes ven en el dominio de las humanidades un sofisticado marcador de estatus necesitan que su saber sea exclusivo (y un saber comprensible para el vulgo pierde exclusividad).
En contraste, quienes buscan en las disciplinas humanísticas herramientas para enriquecer el debate público democrático (sea sobre los principios que deberían regir una sociedad justa, sobre los males de las sociedades existentes o sobre las vías institucionales para remediarlos) no tienen razón para usar un lenguaje críptico. Antes bien, necesitan expresarse en un lenguaje claro y comprensible para todos. Por un lado, por razones epistémicas: porque la claridad favorece la detección de posibles errores y, por tanto, el mejoramiento de los diagnósticos y de las propuestas de solución. Pero también por razones políticas: porque, en una democracia, los diagnósticos y las propuestas necesitan ganarse el apoyo mayoritario y esto sólo puede hacerse (si excluimos los mecanismos de manipulación inconsciente) explicándolas en términos llanos y comprensibles para todos.
II. ¿Qué tipo de conocimiento necesitamos para hacer florecer las virtudes: vivo, integrado y orientado a la sabiduría, o muerto, fragmentario y disociado de las preocupaciones prácticas?
¿Qué conocimiento producen y dispensan nuestras instituciones de enseñanza e investigación?
En su análisis de las graves falencias del estado actual de cosas respecto de la producción y transmisión del conocimiento en las universidades y las instituciones de fomento de la investigación, la filósofa Mary Midgley[9] cuestiona la creciente separación entre la docencia y la investigación, así como el carácter que está adoptando esta última y la concepción estéril de conocimiento que parece estar guiando todo este proceso.
En contra del culto a la acumulación de conocimiento inerte: la importancia del conocimiento vivo
En las últimas décadas, asistimos a una creciente desvalorización de la docencia frente a la investigación. Al mismo tiempo, la productividad de los investigadores se mide crecientemente por el número de publicaciones, sin que importe demasiado la relevancia o la calidad de lo que se escribe. Empujados por los palos y las zanahorias que fija este sistema de evaluación, los investigadores no pueden dejar de correr como hámsters detrás de más y más publicaciones y la cantidad de publicaciones sobre temas cada vez más específicos crece exponencialmente, a un ritmo muchísimo mayor que la cantidad de lectores potenciales. Algunos celebran la extraordinaria aceleración del ritmo de “creación de nuevos conocimientos” pero Midgley, con su habitual agudeza, desnuda la absurdidad de todo el proceso.
Midgley[10] toma de Albert Einstein la distinción entre dos tipos de conocimiento: el conocimiento inerte (que yace inactivo, como un virus, en vehículos como libros, revistas o repositorios digitales) y el conocimiento vivo (que habita y actúa en el interior de un ser humano viviente). El conocimiento inerte es absolutamente inefectivo: no es capaz de producir efecto alguno en el mundo o en las ideas o vidas de los seres humanos -lo cual no es visto como un problema para quienes ven al conocimiento como un bien Veblen, como un mero objeto de exhibición. Para tener alguna oportunidad de volverse efectivo, el conocimiento inerte necesita introducirse en un ser humano: necesita convertirse en conocimiento vivo. Sólo el conocimiento vivo puede combinarse con la experiencia y con otros conocimientos para dar lugar a nuevas hipótesis, nuevas preguntas y nuevas teorías. Sólo el conocimiento vivo puede influir en las ideas, las metas y las elecciones de las personas. Y sólo él puede orientar las acciones, iluminar las elecciones vitales y ayudar a cambiar el mundo (o a preservarlo).
Sin embargo, las agencias de investigación se han convertido en enormes maquinarias de producción de más y más conocimiento inerte. Conocimiento, además, destinado en su abrumadora mayoría a permanecer inerte por toda la eternidad. Mientras tanto, la actividad docente (es decir, la actividad que consiste en hacer llegar el conocimiento al único lugar en el que puede servir a algún fin valioso) se desvaloriza cada vez más, en parte porque quita tiempo que necesitamos para mantener en movimiento la ruedita de las publicaciones.
He aquí una primera enseñanza que podemos extraer de Migdley: si queremos que el conocimiento que producimos sirva de insumo para una reflexión lúcida sobre cómo vivir nuestras vidas y cómo organizar nuestras sociedades, no podemos permitir que duerma el sueño de los justos en bibliotecas y repositorios digitales, necesitamos revalorizar el papel imprescindible de la docencia.
La forma actual de practicar las humanidades, centrada en la creación y acumulación de conocimiento inerte, y para la cual la docencia no es más que un apéndice molesto, no es, por tanto, el camino más conducente, si el objetivo es promover una ciudadanía virtuosa, aunque sí es compatible con la valoración del conocimiento humanístico como un bien Veblen.
En contra del conocimiento descuartizado y aséptico: el conocimiento como parte de la sabiduría
Pero Midgley desnuda también otro desacierto de la forma hoy predominante de concebir el conocimiento y llevar adelante su búsqueda: su carácter cada vez más especializado y fragmentario. Este rasgo desafortunado de la actual forma de perseguir el conocimiento se suele justificar como una fatalidad inevitable. Se parte de la premisa de que la masa de nuevos conocimientos se ha vuelto inabarcable para cualquier ser humano, para llegar a la conclusión de que el conocimiento ha de descuartizarse y repartirse entre una multitud de personas, cada una de las cuales dominará sólo una pequeña porción. Pero el conocimiento así segmentado y compartimentado pierde su principal valor. Para que el conocimiento nos ayude a comprender el mundo y nuestro lugar en él, necesitamos asirlo como un todo.
Esto no significa que debamos conocer al detalle cada rama del saber, sino que debemos tener un mapa general como trasfondo en el que poder situar nuestro saber particular, y que debemos poder integrar este mapa general con nuestra actitud práctica y emocional hacia la vida. Como señala Midgley, “no se trata solamente de que las distintas especialidades estén relacionadas las unas con las otras, se trata de que estén relacionadas con el pensamiento cotidiano y que rindan cuentas ante él”.[11] Nuevamente, lo que se busca es la utilidad social y humana, contrariamente a lo que persiguen quienes buscan en la educación humanística un sofisticado marcador de estatus. “Para Platón, Aristóteles y Spinoza […] el conocimiento era simplemente una parte de la sabiduría. Era parte de la comprensión de la vida como un todo, gracias a la cual es posible hacerse una idea de qué es lo que realmente importa en ella”.[12]
Actualmente, el profesionalismo se asocia a un desentenderse de todo lo que pueda interesar a los legos y así la profesión pierde el contacto con aquello que la justificaba como búsqueda y la investigación se convierte en algo aburrido, que no guarda relación con las preguntas importantes sobre cómo deberíamos vivir -que son su verdadera justificación. Quienes practican las humanidades de esta manera, extirpan de ellas todo lo que es intrínsecamente valioso: sólo les queda el bien externo de mantener cierto estatus.[13]
En estos pasajes, Mary Midgley pone al descubierto el sinsentido de ciertas formas de practicar las humanidades e ilumina también el camino a seguir. Si las humanidades han de ayudarnos, como aspira Vidiella, a desarrollar las virtudes, deben mantener vivo el contacto con la pregunta socrática sobre cómo deberíamos vivir. No pueden practicarse como si estudiar cualquier tema estuviera justificado per se, por mero amor al conocimiento.
Porque el conocimiento que merece ser amado y perseguido es el que contribuye a componer una imagen del mundo y de nuestro lugar en él que nos permita hacernos una mejor idea de qué objetivos merecen ser perseguidos y que nos ilumine respecto del modo en que tiene más sentido perseguirlos. Y, siendo esta la razón para valorar el conocimiento, no basta con estar en posesión de un conjunto de conocimientos relevantes. Es necesario también que nos embarquemos, en el plano teórico, en el desafío de encajar las distintas piezas y dar forma a una imagen de conjunto plausible e iluminadora, que pueda asistirnos en el examen de nuestras vidas y de las vidas de nuestras sociedades. Hay aquí un rol crucial para la filosofía, si se anima a asomar la cabeza e interesarse por lo que está pasando en los departamentos linderos de psicología y sociología, de biología y epidemiología, de economía o de neurociencia y si lo hace con la mirada puesta en el objetivo señalado. Del mismo modo, el resto de las disciplinas deberían enseñarse de un modo que ponga en evidencia las razones por las que cada una merece ser apreciada y desarrollada, es decir, de un modo que ponga de relieve su contribución a una comprensión global del mundo capaz de orientar nuestras decisiones vitales y las de nuestras sociedades.[14]
Vemos entonces que, para quienes se acercan a las humanidades buscando en ellas un bien Veblen, la práctica actual de producir y dispensar un conocimiento ultraespecializado y desligado de las preocupaciones prácticas, no representará un problema sino una virtud. Tampoco verán como problemático dedicar sus vidas a producir conocimiento inerte, con pocas probabilidades de cobrar vida alguna vez. Porque para ellos el conocimiento no es una herramienta que necesitamos compartir con otros para idear y construir conjuntamente un destino común, un proyecto que requiere de todas las manos (y todas las mentes): es simplemente un adorno caro e inútil para exhibir en una vitrina, más efectivo como marcador de estatus cuanto más inútil y más exclusivo.
En contraste, quienes busquen en las humanidades conocimientos y destrezas capaces de iluminar nuestras opciones vitales y orientar el mejoramiento de nuestras sociedades, deberían aspirar a un conocimiento amplio, prácticamente orientado y encarnado en los cuerpos de los seres humanos vivos. El problema es que, en las circunstancias actuales, lo que recibirán -luego de invertir años en su formación- es el tipo de educación que describe Midgley.
III. ¿Cómo enseñar las disposiciones y capacidades propias del pensamiento crítico? La importancia de la forma de evaluación
Ahora bien, si queremos, con Vidiella, contribuir desde la enseñanza al desarrollo de una ciudadanía virtuosa, no sólo debemos preocuparnos por enseñar y aprender contenidos significativos (i.e. que nos pongan en mejor posición para examinar nuestras vidas y las de nuestras sociedades), y por hacerlo con las intenciones adecuadas (es decir, no como marcadores de estatus sino como herramientas para vivir vidas que merezcan ser vividas y para construir sociedades en las que todos puedan vivir ese tipo de vidas). También es importante contribuir al desarrollo de ciertos hábitos y habilidades, uno de las cuales, como señala Vidiella, es el desarrollo del pensamiento crítico.
De cara a este objetivo, resulta útil reexaminar el modo en que evaluamos a nuestros estudiantes en las carreras de filosofía y el tipo de actividades que les requerimos como parte de su proceso de formación. En efecto, así como las formas en las que evaluamos a nuestros investigadores acaban influenciando sus acciones y desvirtuando el proceso de investigación (y, como consecuencia, también la enseñanza), del mismo modo la forma en que evaluamos a nuestros estudiantes acaba también influenciando lo que estudian y cómo lo hacen, y puede terminar desvirtuando el proceso de aprendizaje, particularmente si lo que nos interesa es fomentar el pensamiento crítico.
Si lo que enseñamos es conocimiento descuartizado y aséptico (ultraespecializado y desvinculado de las preocupaciones prácticas), y lo que evaluamos es la capacidad de reproducirlo, los estudiantes terminarán adquiriendo un saber que sólo es valioso en tanto bien Veblen -incluso si inicialmente buscaban otra cosa de las humanidades. Generamos así las condiciones para que la próxima camada de docentes e investigadores acabe valorando, produciendo y enseñando este tipo de conocimientos (que son los que dominan y en los que tanto tiempo y esfuerzo han invertido) y evaluando a sus estudiantes en sintonía.
La situación cambia si ofrecemos contenidos de relevancia social, explicados en lenguaje llano y reivindicamos el rol docente y el conocimiento amplio y prácticamente orientado. ¿Qué tipo de evaluación podría ser un aporte en este contexto?
Si queremos enseñar a pensar críticamente, como pretende Vidiella, no parece conducente evaluar a nuestros estudiantes por su capacidad para repetir lo que otros han dicho. Para poder hacer una evaluación personal pertinente, aguda y sensata sobre distintas respuestas propuestas a un determinado problema filosófico necesitamos, claro está, entender esas distintas propuestas, pero, más importante aún, necesitamos entender el problema, su relevancia, poder sentirlo para poder desde ahí intuir y luego intentar articular nuestra respuesta, partiendo, cuando sea útil, de las respuestas anteriores para criticarlas, reformarlas o reivindicarlas con nuevas pruebas.
Las habilidades implicadas en esta tarea no pueden darse por sentadas, sino que su desarrollo debe constituirse en un objetivo central del proceso de enseñanza-aprendizaje. Pero los instrumentos de evaluación más usuales en nuestros departamentos de filosofía (que se ven a sí mismos como la cuna y el hogar de la reflexión crítica) no suelen ser, precisamente, los más aptos para fomentar, ejercitar y evaluar estas capacidades. Las herramientas más usuales (parciales presenciales y finales orales) no se prestan, por razones de tiempo, a preguntas que requieran un grado sustancial de elaboración personal, por lo que derivan, casi por necesidad, en evaluaciones de la capacidad de los estudiantes de reproducir (más que reelaborar o desafiar) las visiones de los autores estudiados.
El objetivo, más desafiante, de ejercitar y evaluar las habilidades para una reflexión crítica, suele quedar reservado a la monografía, que se redacta y entrega ya finalizado el curso. Sin embargo, de cara a fomentar el desarrollo de las habilidades requeridas para el pensamiento crítico, no parece la mejor opción. Por empezar, porque carece de gradualidad (se pide todo de golpe en la misma y única tarea final, en lugar de ir fijando objetivos intermedios menos exigentes que permitan, como peldaños, ir desarrollando las habilidades necesarias poco a poco). Puede pensarse que, antes de la monografía, se puede pedir en clase a los estudiantes que comenten críticamente lo que opinan de tal tesis o tal argumento. Pero quienes hemos dado clases sabemos que estas preguntas suelen caer en saco roto, particularmente si los estudiantes no leyeron el texto, o no tuvieron tiempo para reflexionar sobre él, y que, cuando son respondidas, las respuestas suelen ser reflexiones rápidas del momento, y a menudo basadas en el sentido común, los conocimientos previos o lo que se escuchó durante la clase. Este tipo de reflexiones son claramente mejor que nada (de cara a dar vida a una clase e involucrar a los estudiantes en el tema a analizar) pero son un escalón demasiado bajo para que desde allí se pueda saltar con visos de éxito a la realización de una monografía o una tesis académica. Adicionalmente, las monografías como el lugar de la crítica tienen la desventaja de que el intercambio queda siempre en la soledad de la relación entre el docente y cada estudiante, sin poder ser socializado y compartido por todo el grupo, lo que sería mucho más enriquecedor, por cuanto cada estudiante podría nutrirse de los aportes y aprender de los errores de los demás. Amén de las ventajas de la socialización de cara a enriquecer la apropiación crítica de los contenidos, la misma permite además que los estudiantes experimenten las virtudes de la búsqueda colectiva del conocimiento: cómo distintas personas pueden aportar encuadres diversos, hacer foco en diferentes puntos e iluminar distintos aspectos del problema a analizar.
Un instrumento alternativo de evaluación (con el que hemos experimentado en la cátedra de Ética de la Universidad Nacional de La Plata desde el año 2019) permite salvar estos problemas y puede constituir una herramienta útil para ejercitar y desarrollar gradualmente las habilidades y hábitos necesarios para el pensamiento crítico, permitiendo al mismo tiempo evaluar efectivamente su adquisición y mejorar la tasa de lecturas previas a las clases, lo que enriquece, naturalmente, la discusión de los temas en clase. Se trata de solicitar a los estudiantes Reconstrucciones Argumentales Críticas (o RACs) de algunos de los textos a discutir en el curso.[15]
La realización de las RACs involucra las mismas habilidades básicas que la realización de una monografía, pero se trata de una actividad mucho más acotada, lo que la convierte en una buena herramienta para ejercitar estas habilidades de manera gradual. A su vez, dado que se entrega el día previo a la clase en la que se verá el texto en cuestión, sirve para incrementar la tasa de lecturas y enriquecer las discusiones en clase (por cuanto garantiza que algunos estudiantes habrán no sólo leído, sino meditado sobre el texto, a fin de realizar su evaluación crítica) y también para socializar los aciertos y los errores (por cuanto las observaciones o errores valiosos o instructivos pueden ser discutidos en clase). Por último, las RACs sirven como insumos para terminar de preparar la clase, por cuanto informan al docente sobre las dificultades reales en la interpretación del texto y sobre los puntos que despiertan interés o son objeto de polémica. Así, posibilitan ajustar la clase a las dificultades e intereses reales de los estudiantes, en lugar de diseñarla en función de dificultades o intereses supuestos, inferidos o imaginados.
Si queremos, entonces, que la enseñanza de las humanidades (y, en particular, de la filosofía) contribuya al desarrollo del pensamiento crítico, deberemos prestar atención no sólo a qué problemas y a qué textos elegimos para enseñar, sino también a qué tipo de tareas requerimos de nuestros estudiantes y a cómo les evaluamos. Si queremos, como propone Vidiella, ayudarles a desarrollar las habilidades requeridas para el pensamiento crítico, parece importante enviar ese mensaje (evaluando la adquisición de esas capacidades) y, fundamentalmente, ofrecer a nuestros estudiantes las oportunidades que necesitan para ir ejercitando y adquiriendo esas capacidades de manera gradual.
Con las RACs se busca que el disparador de la reflexión sea algo que realmente motive al estudiante. Por otra parte, se pone énfasis en la real comprensión (no criticar una imagen distorsionada de un argumento) y se estimula la reflexión crítica. Como resultado, cabe esperar una mayor conciencia de la dificultad que entraña hallar una respuesta adecuada a un problema de relevancia, lo que inspira una mayor humildad (en contraste con la soberbia que insufla la práctica de las humanidades como bienes Veblen), al tiempo que se crea el hábito de la reflexión crítica. Este cultivo de la razonabilidad, acompañada de la elección de contenidos de relevancia social parece un camino más prometedor hacia el logro de virtudes ciudadanas a través de las humanidades, que el que suele transitarse hoy en día.
Resumiendo, he reunido en este trabajo tres reflexiones, cada una de las cuales pretende presentar un aporte distinto a la clarificación de qué tipo de formación humanística podría servir a los fines de fomentar una ciudadanía democrática virtuosa. En las dos primeras secciones, la contribución consiste en poner de relieve lo que autores como Veblen o Midgley pueden aportar a una reflexión sobre los modos en los que prácticas usuales tienden a desviarnos de los fines o los contenidos conceptuales que dicha formación debería tener. En la tercera sección, el aporte consiste en señalar la inadecuación de los métodos más usuales de evaluación, en aras al mejor logro de un objetivo de importancia en el marco de la formación de una ciudadanía democrática virtuosa: el de promover las habilidades para el pensamiento crítico. He argumentado, en primer lugar, que las humanidades no podrán aportar, como querría Vidiella, al desarrollo de una ciudadanía virtuosa, en tanto sean concebidas y practicadas como un bien Veblen. Que, en segundo lugar, una formación humanística que esté a la altura de este objetivo, debería promover la creación de un conocimiento integrado transdisciplinarmente y prácticamente orientado, reconocer la centralidad del conocimiento vivo y revalorizar, consiguientemente, el rol docente. Por último, señalé la importancia de diseñar las tareas formativas y los instrumentos de evaluación con la mirada puesta en entrenar a los estudiantes en las habilidades requeridas para pensar por sí mismos y propuse una herramienta idónea a tal efecto. De estas tres maneras, intenté aportar algunas precisiones sobre el tipo de educación humanística del que cabe (y el tipo del que no cabe) esperar contribuciones significativas de cara a fomentar el desarrollo de una ciudadanía virtuosa.
Bibliografía
Elgarte, Julieta y M. Daguerre (2015) “Pingüinos en el trópico. Lecciones desde la epidemiología y la economía para el filósofo político”, Cuadernos de Ética, Vol. 30, Número extraordinario “Ética ambiental”.
Elgarte, Julieta (2020) “¿Cómo evaluar para promover el pensamiento crítico? Reseña de experiencia pedagógica en la cátedra de Ética”, en Giordano, Carlos José y Morandi, Glenda (comps.), Memoriasde las 3° Jornadas sobre las prácticas docentes en la Universidad Pública, La Plata, Universidad Nacional de La Plata. Disponible en: http://sedici.unlp.edu.ar/handle/10915/111431
Elgarte, Julieta (2020). “Usos legítimos y necesarios de la ciencia en el diseño de políticas e instituciones. Algunos ejemplos”, en Daniel Busdygan (Coord.), Rostros del igualitarismo : Discusiones y desafíos filosóficos. Buenos Aires, Teseopress. Disponible en: http://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/libros/pm.1115/pm.1115.pdf
Gutmann, Amy (1999) DemocraticEducation, Princeton, PUP.
Gutmann, Amy y D. Thompson (2004) Democracyand Disagreement, Harvard, HUP.
Midgley, Mary (1991) Wisdom, information and wonder: what is knowledge for?, Londres, Routledge.
Nussbaum, Martha (2010) Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades, Buenos Aires, Katz.
Pettit, Philip (1999) Republicanismo, Barcelona, Paidós.
Platón (1971) Apología de Sócrates, Buenos Aires, Eudeba.
Van Parijs, Philippe (1992) ¿Qué es una sociedad justa? Introducción a la práctica de la filosofía política, Buenos Aires, Nueva Visión.
Veblen, Thorstein (2004) Teoría de la clase ociosa, Madrid, Alianza Editorial.
Vidiella, Graciela (2015) “El lugar de la virtud en las teorías éticas contemporáneas” en: Diego Arias Gómez y Rodolfo López (comps.) Virtudes en la escuela: reflexiones, prácticas, discursos, Bogotá, Universidad La Salle.
Wilkinson, Richard y Kate Pickett (2009), Desigualdad. Un análisis de la (in)felicidad colectiva, Madrid, Turner Noema.
Wilkinson, Richard y Kate Pickett (2019), Igualdad. Cómo las sociedades más igualitarias mejoran el bienestar colectivo, Madrid, Capitán Swing.
Notas