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Experiencia estética y placer trágico: sobre la frustración de una paradoja clásica
Aesthetic Experience and Tragic Pleasure: On the Frustration of a Classic Paradox
Experiencia estética y placer trágico: sobre la frustración de una paradoja clásica
Tópicos, núm. 44, e0010, 2022
Asociación Revista de Filosofía de Santa Fe
Recepción: 01 Julio 2021
Aprobación: 01 Septiembre 2021
Resumen: En este trabajo se ofrece una salida a la paradoja del placer trágico desde la concepción de la experiencia estética que defiende Jean-Marie Schaeffer. La idea es mostrar que ya en Aristóteles se encuentra la solución a la paradoja, y que eso depende de hacer una clara distinción entre los niveles en los que discurre la implicación afectiva y la valencia hedónica. Esa distinción permite separar el contenido disfórico propio de las tragedias, el cual provoca emociones con un componente hedónico negativo, del resultado final e integral del proceso atencional propiamente estético, que es vivido como positivo por los espectadores. Asimismo, se sugiere que la experiencia estética nunca es meramente autorreferencial y que las creencias y convicciones morales tienen cierta injerencia en el encuentro con las tragedias.
Palabras clave: paradoja de la tragedia, efecto de eureka, valor hedónico, emociones, convicciones.
Abstract: This paper offers a way out of the paradox of tragic pleasure based on the conception of aesthetic experience defended by Jean-Marie Schaeffer. The aim is to show that the solution to the paradox is already found in Aristotle, and that this depends on making a clear distinction between the levels at which affective involvement and hedonic valence run. This distinction allows separating the dysphoric content typical of tragedies, which provokes emotions with a negative hedonic component, from the final and integral result of the properly aesthetic attentional process, which is experienced as positive by the appreciators. In addition, it is suggested that the aesthetic experience is never merely self-referential and that moral beliefs and convictions have some interference in the encounter with tragedies.
Keywords: tragedy paradox, eureka effect, hedonic value, emotions, convictions.
1. Introducción
En el marco de las discusiones acerca del supuesto carácter paradojal que tienen las experiencias estéticas vinculadas a las tragedias, el presente trabajo examina críticamente la interpretación que ofrece Jean-Marie Schaeffer, según la cual la paradoja es sólo aparente. La situación paradojal se disuelve, según Schaeffer, al distinguir entre los diversos componentes, momentos y niveles que intervienen en el proceso experiencial de tipo estético. Para el caso del encuentro con las tragedias, la clave reside en establecer una clara distinción entre la implicación emotiva, asociada al acontecimiento o a su representación, y la valencia hedónica propiamente estética, resultante del proceso atencional que atraviesa y sostiene la experiencia en su conjunto. En el caso de Aristóteles, esa distinción permitiría diferenciar las emociones trágicas, como el miedo o la compasión frente a lo representado, del proceso atencional que se desencadena a partir de ese estímulo y que desemboca en el reconocimiento de que “éste es aquel”. De esa manera, podría separarse el contenido disfórico propio de las tragedias, el cual provoca emociones con un componente hedónico negativo, del resultado final e integral de la experiencia, que es vivida como positiva por los espectadores.
El presupuesto del que parte Schaeffer es que una experiencia estética bien lograda implica siempre cierta satisfacción; es decir, incluso frente a las ficciones trágicas, el corolario del encuentro debe ser positivo desde el punto de vista de su valencia hedónica. En cualquier caso, sólo caben dos posibilidades: o bien la carga emocional negativa que induce la tragedia es superada, dando lugar a una experiencia estética positiva; o bien se frustra el encuentro porque no logra imponerse el placer estético por sobre el rechazo emocional. Precisamente, me propongo examinar el tema de las experiencias estéticas frustradas porque me parece uno de los más problemáticos y menos desarrollado por el autor. En términos de Schaeffer, la frustración puede acontecer de dos maneras diferentes y en dos momentos claramente distinguibles: antes de que se desencadene el proceso experiencial, porque la carga emocional negativa que tiene el objeto nos impide ingresar al enclave protegido que ofrece la experiencia estética; y durante el transcurso de la experiencia, una vez que accedemos a ese enclave, porque algo de lo representado nos aparta abruptamente del proceso en el que estábamos inmersos.
Antes de arribar al tema señalado, expondré el complejo entramado de elementos que conforman la concepción de la experiencia estética que defiende Schaeffer, tratando de recuperar aquellos que contribuyen a desentrañar su peculiar interpretación del encuentro con las tragedias. En segundo lugar, abordaré esa interpretación en particular y los argumentos que esgrime para sostener que la paradoja de la tragedia es sólo aparente. Por último, con la intención de señalar algo que no está contemplado de modo explícito en el tratamiento que hace Schaeffer de la cuestión, sostendré que tanto el rechazo previo hacia ciertos acontecimientos como la perturbación que frustra una experiencia en progreso, estarían vinculadas con aquello que resulta moralmente inaceptable. Es decir, para lograr una comprensión integral del proceso por el que la experiencia estética frente a lo trágico resulta en última instancia placentera, sugiero que debería contemplarse la injerencia de nuestras más profundas convicciones y creencias morales como otro de los elementos determinantes de un encuentro exitoso, tanto como de uno que no llega a concretarse o que se frustra en el camino.
2. La experiencia estética en tanto enclave pragmático protegido
En relación con los componentes, momentos y niveles que confluyen en la experiencia estética, conviene decir que Schaeffer concibe a este tipo de vivencias como un proceso atencional en el que intervienen e interactúan elementos cognitivos, emotivos y hedónicos. Distingue, asimismo, entre un momento previo a la experiencia y otro en el que desarrolla el encuentro propiamente dicho, con una puerta de entrada y otra de salida, que señalan un cambio en el régimen atencional. Además, en cuanto a los niveles, y atendiendo al tema de las experiencias frente a las tragedias, establece una diferencia entre las emociones y el placer que generan los objetos atencionales o sus representaciones, y las emociones y el placer que provoca el proceso atencional de la propia experiencia. La confluencia de todos estos elementos contribuye a establecer un “enclave pragmático protegido” en el que las relaciones atencionales entre los estímulos –dentro del enclave– se desacoplan de las relaciones con el mundo situado por fuera. Es decir, se instaura una suerte de bucle interactivo de retroalimentación, un “proceso homeodinámico” que se inicia y sostiene merced al propio proceso atencional y a la interacción entre cognición, emociones y placer.
Al mismo tiempo, y como condición de entrada, el ingreso al enclave supone la despragmatización de los estímulos; lo que ocurre gracias a la desactivación de los circuitos de reacción cortos y transitivos. Esto significa que la experiencia estética no persigue ningún fin o tarea específica por fuera del propio enclave, no tiene consecuencias directas para la acción y no desemboca en una toma de decisiones o comportamiento particular en la “vida activa”. El desacople pragmático con lo que ocurre “por fuera” de la experiencia, por así decir, determina que la atención se vuelque sobre sí misma, provocando una intensificación y un reforzamiento recíproco entre lo atencional y lo afectivo (implicación emocional y cálculo hedónico). En suma, aunque se refiera a objetos o acontecimientos, la “atención orientada estéticamente” se ejerce sobre sí misma y con una función pragmática interna: mantener el propio proceso y el índice de satisfacción que lo sostiene como tal. Por eso, según Schaeffer, es “autoteleológica” y se distingue claramente de otros tipos de procesos atencionales, como los que guían el conocimiento científico o los juicios técnicos o evaluativos (en el arte o en cualquier otro contexto), que son “heteroteleológicos” porque su fin es externo al propio proceso, está puesto en el resultado que se espera lograr (cierto conocimiento específico, el ajuste a normas o criterios morfológicos, el éxito en la aplicación de un mecanismo o instrumento, etc.).
El enclave pragmático que instaura la experiencia estética está “protegido” de las interferencias externas y se desarrolla en una temporalidad que le es propia; pero no en el sentido de una epifanía, una “estupefacción atemporal” o una “heterotopía” radical y acrónica. Schaeffer no admite que exista una suerte de desplazamiento o corrimiento de la experiencia estética por fuera de nuestras mundanas y cotidianas existencias. De hecho, su intención tiene visos de corte pragmatista, ya que procura reinsertar la experiencia estética dentro de la vida humana vivida y dentro de la vida atencional como tal; i.e.: intenta mostrar que, más allá de la temporalidad interna en la que discurre y se desarrolla, la experiencia estética es intrínsecamente tiempo vivido.[1]La temporalidad interna depende, en gran medida, del estímulo, porque algunas cosas tienen un tiempo cerrado, como una función de cine o teatro, tanto como un amanecer o un atardecer, y otras una temporalidad más abierta, como una visita no estructurada a un museo, o un paseo no cronometrado por un parque o un sendero natural. El presupuesto que subyace, entonces, es que se requiere de un estímulo que capte nuestra atención y nos afecte de cierta manera, como condición de entrada, porque no podemos autoprovocarnos ese tipo de experiencias. Además, aunque aquí el punto sean las experiencias estéticas asociadas a las ficciones trágicas, en este tipo de teoría no es necesario establecer una distinción entre estímulos provenientes del arte o de algún otro marco (natural, cultural o histórico).
Mientras que, como condición de salida, supone que el índice de satisfacción y las emociones que sostienen el proceso atencional propio de este tipo de experiencias se extinga por alguna razón. Pueden mencionarse, entre otros factores que explican el cese no abrupto de la experiencia estética, el cumplimiento del tiempo propio del estímulo, porque finalizó la película o la obra de teatro, o porque llegamos al final de una visita o un paseo (por un jardín, un sendero o un museo) o al último capítulo de una novela que nos cautivó durante días. Otra razón puede ser el tedio o aburrimiento, porque se agotó nuestro interés o curiosidad por un estímulo, porque ya vimos o leímos muchas veces esa obra o quizá porque lo que nos resultó atractivo en un principio ahora nos parece ramplón o anodino. Luego volveré sobre este tema, cuando se analice el caso de las tragedias en tanto estímulos atencionales capaces de producir un cese abrupto, una interrupción inesperada no provocada por algo externo (como el sonido de un teléfono celular o la repentina iluminación de una sala de cine), sino por algo interno a la propia experiencia en proceso, que frustra el encuentro estético.
La especificidad de la experiencia estética está atada a una forma particular de interacción entre cognición, emociones y placer; pero los recursos que interactúan no son de un tipo particular, no son específicamente estéticos, sino los que entran en juego en cualquier otro tipo de relación atencional. En palabras de Schaeffer, esto implica que “la experiencia estética forma parte de las modalidades básicas de la experiencia común del mundo y que explota el repertorio común de nuestros recursos atencionales, emotivos y hedónicos, aunque dándoles una inflexión no solamente particular, sino también singular”.[2] La singularidad, como se expuso en los párrafos anteriores, tiene que ver con la dinámica interna del propio proceso, signada por el bucle de retroalimentación bidireccional entre lo atencional y lo afectivo. El detonante de la experiencia es el estímulo; pero el estímulo no es el foco de la atención, tampoco lo que la sostiene y la distingue como estética. El proceso atencional involucra e intensifica la implicación emocional y el cálculo hedónico, que corre en línea, y a la vez se ve motorizado por las emociones y el placer.
En el mismo tenor de lo señalado acerca de los recursos atencionales, cabe aclarar que tampoco las emociones ni el placer que se despliegan en las experiencias estéticas son de una índole específicamente estética. Para el caso de las emociones, no existen algunas propiamente estéticas; por eso elude los problemas de la “paradoja de la ficción”, ya que son las emociones habituales las que participan en el encuentro estético. En consecuencia, incluso frente a estímulos ficcionales, las emociones que se despliegan son verdaderas emociones, y no alguna pretendida clase degradada de cuasi o pseudo-emociones.[3] Respecto a la interacción con el elemento cognitivo, Schaeffer entiende que no hay preponderancia de lo cognitivo sobre lo emotivo, ni predominio de las emociones sobre la cognición. Además, considera que nunca hay emoción pura ni cognición pura, porque cognición y emociones forman dos sistemas estructuralmente correlacionados. Las situaciones en las que uno se activa, pero no el otro, son extremadamente raras. De hecho, todo estado emotivo, en el presente, “está intrínsecamente ligado a la constelación atencional espacio-temporalmente individualizada a la que ‘se adhiere’ o que ‘se adhiere’ a él”.[4] En otras palabras, sin perder la singularidad, las emociones son señaladores espaciales y temporales que enlazan el encuentro actual con la experiencia acumulada en una nueva relación estética que se incorpora al acervo vital.
Respecto a la valencia hedónica, y tratando de marcar una distancia con el planteo kantiano –al que debe buena parte del espíritu general de su propuesta–, Schaeffer no distingue entre un placer material o empírico y un placer propiamente estético. Es decir, borra las diferencias entre el “juicio estético de los sentidos” y el “juicio estético y reflexionante” de Kant; i. e.: entre lo meramente agradable a los sentidos y la complacencia libre y desinteresada que caracteriza el juicio de gusto.[5] Por ende, no hay diferencia sustancial entre la (in)satisfacción que provoca el contacto directo de algún estímulo con nuestra receptividad con la que genera una reflexión sobre ese contacto o algún tipo de placer “intelectual”, por así decir. Asimismo, tratando de contrarrestar una visión fragmentaria del placer y las emociones, sostiene que la polarización entre valencias hedónicas positivas y negativas atraviesa toda nuestra vida vivida; y que el estado de “indiferencia” sólo sería una especie de homeostasis entre placer positivo y negativo. Es decir, las emociones o estados emocionales no serían cosas discontinuas, sino constelaciones particularmente estables de posicionamientos tímicos permanentes [Gestimmtheiten], y a la vez pregnantes atencionalmente, que se distribuyen de manera continua en escalas positivas y negativas que “tiñen” el conjunto de nuestras relaciones con el mundo y con nosotros mismos. Existe incluso una suerte de aprendizaje tímico, que nos da estabilidad y unidad estructural, y que orienta continuamente nuestra experiencia.[6]
Por lo anterior, tampoco el foco está puesto en el resultado, pues no se trata de alcanzar cierta satisfacción o cierto estado emotivo final para justificar el sobrecosto atencional que implica la experiencia estética. De hecho, no existe utilidad instrumental de la atención o las emociones que compense el gasto de la investidura atencional ni de la activación emotiva. En ese sentido es que Schaeffer afirma que “lo que es peculiar de la inflexión estética de la atención es, ante todo, el hecho de que no solo se basa en la atención, sino que también tiene una peculiar auto‐teleología incorporada: el objetivo de mirar estéticamente algo es el proceso de mirarse a sí mismo”.[7] Puede agregarse, en esa misma línea, que es sentirse a uno mismo, ponerse en contacto con, y tomar consciencia de, las emociones y la satisfacción que nos generan ciertas cosas.
Lo problemático de esta concepción, el punto al que el propio Schaeffer no termina de prestarle toda la atención que a mi juicio merece, es que uno nunca se mira o se siente solo a sí mismo. En un pasaje desliza que “la atención modulada estéticamente es una actividad marcada existencialmente y en general también socialmente”.[8] En otro, afirma que las emociones “constituyen sin duda el factor de intensificación atencional más central de la relación estética, a la vez porque ‘lastran’ nuestras representaciones con un significado directamente existencial que las amarra a nuestra vida vivida y activa con redes de asociaciones muy complejas, pero también porque poseen un contenido cognitivo propio que enriquece tanto más nuestro compromiso atencional”.[9] Asimismo, de seguido, sugiere que algo similar ocurre con “los valores más ‘abstractos’, éticos por ejemplo, que resultan activados por la experiencia estética”; pero no avanza más allá en esa línea.
La cuestión que me interesa subrayar es la siguiente: por un lado, es claro que “mirarse a uno mismo” es otra forma de aludir al bucle, a la concepción de la experiencia estética como un proceso homeodinámico y autotélico que se vuelca sobre sí mismo y al que uno accede de modo libre y voluntario. En ese sentido, la evaluación que hacemos del estímulo es objetivada; proyectamos el valor subjetivo del placer sobre el objeto percibido. Así, aunque no dependan del estímulo, las valencias hedónicas son percibidas como reacción al significado del objeto.[10] Por eso, en sentido relacional y no estrictamente subjetivo, el valor atribuido a ciertas cosas, el juicio que proclama su belleza o carácter trágico, por ejemplo, en rigor reside en las experiencias de tratamiento cognitivo del observador. A su vez, esos tratamientos son una función que remite a un doble origen, de un lado, a las propiedades objetivas del estímulo, aunque ninguna de ellas es esencial o específicamente estética; del otro, refiere a la historia acumulada de los encuentros del sujeto que percibe con ese estímulo.
Por otro lado, no es menos evidente que, según la propia concepción schaefferiana de la implicación emotiva y del peso que tiene a nivel atencional, nunca alguien se mira o se siente solo a sí mismo cuando se relaciona estéticamente con algo. Es decir, la relación estética nunca puede ser solo autorreferencial, porque nuestra afectividad se va forjando en contacto con los demás, a partir del encuentro con aquellas cosas que nos provocan placer o que admitimos como candidatas para la apreciación estética. Esas cosas, ya sean producciones artísticas, fenómenos naturales o acontecimientos históricos, son estimadas y admitidas (o rechazadas) de modo intersubjetivo, por lo que tienen una carga socioculturalmente construida. Esa carga es la que lastra y orienta las eventuales relaciones atencionales, y afectivas, y nos permite vivenciarlas de un modo estético. De igual modo, pero en sentido negativo, esa misma carga es la que ocluye y clausura ciertas representaciones o temas, no sólo para alguien en particular, sino incluso también para un grupo o una comunidad en general. Eso es muy patente para el caso de las tragedias, como espero mostrar en el siguiente apartado.
3. El aspecto no paradojal de la paradoja de la tragedia
La tragedia desemboca en una paradoja porque, desde Poética, se supone que debe representar hechos que despierten temor o compasión; es decir, emociones con un componente hedónico negativo.[11] Pero a la vez el resultado general, la experiencia de conjunto, debe ser positiva, debe producir un placer que le es propio. Según la interpretación de Schaeffer, una de las dos formas que ofrece Aristóteles para resolver el problema es la de la katharsis, que consiste en depurar la piedad y el temor a partir de representaciones de acontecimientos que generan ese mismo tipo de emociones. Schaeffer es consciente de que Aristóteles no es claro respecto a los alcances de esa purgación en Poética, por eso trae a colación lo que dice en Política sobre la música, que no es una forma de la tragedia, pero sirve para entender un poco mejor ese mecanismo. El efecto de la música es doble: “provoca y purga el desequilibrio emotivo, ya sea que se trate del temor, la piedad, o bien la posesión religiosa [se refiere al entusiasmo]”.[12] En tales casos, las melodías catárticas, como los medicamentos purgatorios, generan alivio de la pena o el estado de posesión. En suma, el placer catártico no implicaría una transformación o inversión del valor de lo negativo en positivo, sino más bien el cese de lo negativo.[13]
Si esa es la única respuesta, entonces seguimos enredados en la situación paradojal. Entre otras razones, porque la katharsis sólo explica el cese del displacer y no el resultado positivo. Pero, sobre todo, porque no explica por qué en la tragedia nos producen placer cosas que en la vida real nos provocan displacer, rechazo y desaprobación. La argumentación en favor de la katharsis, sostiene Schaeffer, suele resaltar el carácter aparente de lo representado; ficcional, podríamos agregar. Esto es, que el alivio resulta de tomar consciencia de que lo representado en una tragedia no es en verdad algo real, que quienes lo experimentan no son personas reales, y que nosotros no estamos realmente comprometidos en la trama. Nuevamente, el problema es que eso sólo da cuenta de una reacción de contraste, pero no de un placer positivo. Sigue sin decirnos “por qué la imitación tendría la virtud de purgar los sentimientos”.[14] Lo que sí hace patente esa forma de leer el problema es que el valor hedónico no es una respuesta sui generis, ni se identifica parte a parte con las emociones. En cualquier caso, el placer se vincula o se asocia a ciertas emociones, tanto como a otros procesos mentales; y esto es así porque, como se mencionó en el apartado anterior, las emociones están íntimamente ligadas al proceso cognitivo. En suma, puede decirse que la reacción afectiva siempre se basa en la evaluación de una señal tratada cognitivamente y la atención consciente, en ocasiones, puede actuar por un feedback descendente sobre una reacción emotiva.
Precisamente, la segunda respuesta que Schaeffer encuentra en el propio planteo aristotélico tiene la virtud de mostrar que el índice de satisfacción no sólo depende de las emociones, sino también de los procesos cognitivos. Para acercarnos a ella conviene volver a Poética, al capítulo cuarto más puntualmente, en aquel fragmento en el que Aristóteles habla de las obras miméticas y de nuestra inclinación natural hacia la mimesis: “Y es prueba de esto lo que sucede en la práctica; pues hay seres cuyo aspecto real nos molesta, pero nos gusta ver su imagen ejecutada con la mayor fidelidad posible, por ejemplo, figuras de los animales más repugnantes y de cadáveres”.[15] Aunque ese pasaje no dice nada sobre la tragedia, Schaeffer entiende que la situación es homóloga a la del placer trágico, y que en la explicación de esa paradójica situación no existe referencia alguna a la katharsis. La respuesta, como bien se sabe, viene por el lado del placer que produce el conocimiento, que no es privativo de los filósofos, sino que es común a todos y que al mirar esas imágenes uno disfruta al aprender o deducir qué es cada cosa, “por ejemplo, que éste es aquel”.[16] De esto Schaeffer extrae la conclusión de que incluso frente a representaciones de acontecimientos displacenteros obtenemos cierto placer en el propio conocimiento; es decir, el conocimiento en sí mismo es la fuente de placer y no un estado contrastivo o depurativo. Así, queda claro que la fuente del placer no son sólo las emociones, sino también los procesos mentales asociados a la cognición.
En consecuencia, para Schaeffer, la paradoja de lo trágico no implica el choque entre emociones contrarias, positivas y negativas, sino la confluencia de varias emociones de valencia hedónica negativa –producidas por el objeto atencional “repugnante”–, y una valencia hedónica positiva inducida por la actividad atencional en sí misma –que recae sobre ese objeto atencional–. Es decir, no se trata de que la actividad atencional produce una nueva emoción positiva que se opone a las negativas inducidas por el objeto representado, sino que cuando es “lograda” sencillamente es vivida como afectada por una valencia hedónica positiva. De esa manera, además de disolver momentáneamente la paradoja, se echa luz sobre la distinción entre niveles señalada al inicio, pues en un nivel discurren las valencias positivas o negativas de las experiencias estéticas –como experiencias atencionales– y en otro las emociones inducidas por los objetos de nuestra atención. Esto marca una distancia respecto al mimetismo ingenuo, que funda el placer estético en las cualidades positivas o negativas de los objetos imitados; tanto como del formalismo, pues no hay regla ni serie de propiedades formales específicas de los objetos que sean fuente sustancial de las emociones estéticas.
En última instancia, este análisis sobre la paradoja de la tragedia le permite a Schaeffer reforzar su concepción de la experiencia estética como producto de una interrelación entre emociones, cognición y valor hedónico. Además, mostrar de forma palmaria que cualquier concepción realista de las propiedades estéticas está errada; es decir, que no existen propiedades específicamente estéticas que determinan las relaciones estéticas. En cambio, desde una perspectiva afín a la de Genette –deudora a su vez de la estética del sentimiento de Kant–, mantiene que las propiedades estéticas no son rasgos materiales, “sino propiedades relacionales que denotan conjuntamente una propiedad objetual y una actitud apreciativa con respecto a dicha propiedad”.[17] Conviene aclarar, sin embargo, que Schaeffer no niega la participación del objeto en la relación estética, pues ciertamente son algunas de sus propiedades, en tanto estímulo, las que son activadas e investidas estéticamente. Pero esas propiedades no son intrínseca o esencialmente estéticas, sino algunos de sus rasgos materiales “banales”; los mismos que posee por fuera de la activación estética. Lo banal, por su parte, no es sólo lo perceptivo a simple vista, por así decir, sino también alguna de sus propiedades relacionales, simbólicas o representacionales, o una combinación de esos dos tipos de propiedades. Todas ellas, sean de la índole que fueren, sólo existen relativamente, y son eventualmente activadas de un modo estético para una mirada y un uso social atado a cierto contexto, momento y forma de vida. Por lo anterior, según concluye Schaeffer, “no hay ‘objeto’ estético: simplemente hay objetos y de todas las especies –y hay un número indefinido e indefinible de otras realidades– que pueden ser o no ser investidos estéticamente”.[18]
En definitiva, nunca es el objeto en conjunto el que se activa estéticamente, tampoco son siempre las mismas propiedades las que atraen nuestra atención, sino alguna de sus propiedades y para alguien en particular, aunque lo que investimos estéticamente está atado a nuestro marco y forma de vida. Todo lo anterior, claro está, se aplica íntegramente al caso de los encuentros estéticos con las ficciones trágicas. Por eso, si no se distingue enfáticamente el nivel de la “apreciación” de lo que está representado del nivel del placer producido por el conocimiento como estado mental, incluso esta forma de comprender la experiencia estética puede devolvernos a una situación paradojal. Una lectura precipitada de la paradoja de lo trágico puede asumir de modo irreflexivo que, en escenarios conflictivos, frente a una representación de algo repugnante, por ejemplo, siempre debería imponerse la relación estética. Pero esa presunción está atada a la idea de que la apreciación estética “neutraliza necesariamente la valencia negativa de las emociones disfóricas producidas por el objeto representado”.[19] Schaeffer advierte que esto no siempre es así, porque en ocasiones las emociones negativas que produce el estímulo no pueden contrarrestarse, desembocando en la interrupción de la relación estética; y eso no ocurre porque el resultado de la relación sea insatisfactorio, sino porque se impone la valencia hedónica negativa de las emociones que provoca el objeto representado por sobre la valencia hedónica positiva de la relación atencional. Para decirlo de otra manera, no llega a concretarse la experiencia estética porque no se logra establecer el enclave pragmático protegido que habilita la interacción entre emociones, cognición y placer.
Los factores por los que alguien soporta ciertas representaciones mientras otra persona sale huyendo son varios y variados: idiosincrasias del sujeto, familiaridad con el universo artístico, formas y mecanismos de representación, entre otras.[20] En general, para debilitar la activación de emociones negativas y evitar el rechazo de quienes aprecian una obra trágica, el mecanismo más utilizado consiste en debilitar “la pregnancia de los estímulos representacionales” (estilizar el contenido); en favor de un cuidado especial sobre los “estímulos meta-representacionales” (la forma y las modalidades de representación). Sin embargo, “también es posible que las emociones negativas provocadas por el acontecimiento representado sean tan potentes que precisamente el hecho de estilizarlas artísticamente aparezca como insoportable o irrisorio”.[21] En suma, para el caso de ciertos temas o acontecimientos –Schaeffer menciona el rechazo de Gombrich a erigir un memorial sobre el Holocausto en Berlín–,[22] tanto el contenido como la forma de la representación tienen que evitar, por un lado, la rudeza o la brusquedad; por otro, la excesiva estilización o el “embellecimiento”, para usar un término acuñado por Danto para referirse a las obras que incorporan la belleza de un modo chocante y ofensivo.[23]
No obstante, en algunos casos, las emociones negativas remiten directamente al acontecimiento, y no a sus representaciones, por eso se cancela de plano el acceso al enclave pragmático que establece la experiencia estética. También por eso, deja entrever Schaeffer, la posibilidad de una katharsis queda fuera de cualquier discusión. Es decir, no parece plausible que la paradoja del placer trágico pueda resolverse mediante la purgación o depuración de las emociones negativas a partir de representaciones que aludan a ellas. Respecto a la segunda vía de resolución propuesta por Aristóteles, la del reconocimiento de que “éste es aquel”, Schaeffer advierte sobre el riesgo de pensar a la valencia hedónica como un mero resultado. Es decir, podría interpretarse que la satisfacción es un logro alcanzado con el proceso cognitivo, una suerte de corolario del efecto de eureka. Pero entonces el problema es que, bajo esa interpretación, la segunda vía termina siendo una variante de la primera, porque el reconocimiento de que “éste es aquel” va atado a una búsqueda que puede ser descripta como un estado de insatisfacción, con una valencia hedónica negativa, que es aliviado o depurado por el resultado del proceso en tanto cesación de un displacer.
En última instancia, lo que resulta inaceptable para Schaeffer es que la relación estética tenga alguna funcionalidad atada al resultado, como el de purgar una emoción negativa o el de aliviar una sensación displacentera. De hecho, su concepción no admite funcionalidad específica alguna para la relación estética por fuera del enclave autoteleológico que instaura el interjuego entre cognición, emociones y placer. Ese enclave protege la experiencia de cualquier consecuencia pragmática por fuera de ese bucle autoteleológico; y se sostiene como tal volcándose sobre el propio proceso atencional y en tanto dure la retroalimentación entre el índice de satisfacción y las emociones que suscita. Ese es el rasgo distintivo de la relación estética según Schaeffer: que no tiene consecuencias para la acción, pues no se traduce en un comportamiento inmediato en la vida activa. Eso se hace patente en casos donde la experiencia surge en marcos ficcionales claramente delimitados, como la lectura de una novela o una función de cine o teatro. Es decir, por más trágica que sea la escena o la trama en la que estamos inmersos, el enclave pragmático que distingue al encuentro estético despragmatiza las consecuencias directas y las reacciones a corto plazo: no salimos huyendo de la sala al ver un incendio en pantalla, ni nos arrojamos sobre el actor que intenta clavarse unas agujas de oro en sus ojos, ni llamamos a la policía de San Petersburgo para advertirles sobre las intenciones de Raskólnikov.
4. Reflexiones finales: sobre las puertas que se abren para expulsarnos
En términos de Schaeffer, entonces, no hay paradoja en el placer trágico, porque entiende que las emociones negativas son subsumidas por la valencia hedónica positiva que provoca el proceso atencional de conjunto. Otra forma de interpretar el modo en que Schaeffer esquiva la paradoja de la tragedia es decir que en rigor está disolviendo la tragedia y lo trágico en general; al menos como cualidad o propiedad material de algún pretendido objeto estético en particular. En ese sentido, ni la trama, ni lo representado, ni aquello a lo que refiere, ni el modo en que se representa, determinan el tipo de experiencia. Por supuesto, tampoco el título de la obra ni el género en el que se inscribe. Así, aunque una obra sea catalogada como una “tragedia”, nada indica sobre la forma en que será experimentada. Incluso la idea misma de un “placer trágico” pierde fuerza, porque tampoco concibe la posibilidad de que la diversidad de estímulos provoque una diversidad de respuestas hedónicas. En consecuencia, Schaeffer rechaza la idea aristotélica de que existe un placer propio para lo trágico, pues no hay un rasgo específico que distinga la valencia hedónica generada por las ficciones trágicas de otras provocadas por un estímulo proveniente de cualquier otro género poético o ficcional.
En síntesis, el rechazo general de Schaeffer a conceder cierto carácter paradojal a las experiencias estéticas suscitadas por ficciones trágicas depende de tres cuestiones que niega de modo explícito: en primer lugar, no concibe que exista nada en los objetos o acontecimientos a lo que pueda adscribirse directamente el resultado de nuestras experiencias estéticas; es decir, no hay nada en las cosas, ningún rasgo material específico, que las haga trágicas, o bellas, o sublimes, por ejemplo. En segundo lugar, tampoco el resultado depende de un choque de emociones referidas al objeto o su representación, sino que está atado al proceso atencional que contiene, y abraza o engloba, las emociones negativas producidas por el estímulo y genera un índice de satisfacción positivo. Por último, desde el punto de vista afectivo, no concibe un tipo particular de respuesta emotiva o de valencia hedónica específica o distintivamente trágica. En cualquier caso, acceder al enclave pragmático protegido instaurado por la experiencia estética significa que el cálculo hedónico corre en línea con el proceso atencional y con una implicación emocional que se imponen al rechazo, o la resistencia inicial, que nos provocaba algún aspecto del objeto o su representación.
Más allá de estos cuestionamientos, cabe señalar que el objetivo principal de Schaeffer no es desmontar la paradoja de la tragedia ni zanjar para siempre las discusiones sobre ese tema, sino mostrar que una forma de escapar realmente a la paradoja, y no sólo explicar el cese del displacer, ya había sido vislumbrada por el propio Aristóteles. La paradoja persiste en tanto se confunden los niveles y se simplifica la relación entre la representación y la respuesta afectiva. Para evitar esa confusión Schaeffer propone, por un lado, distinguir el rechazo afectivo previo, hacia el objeto o su representación –incluso ficcional–, de la valencia hedónica y las emociones que se despliegan en el proceso atencional propiamente estético. Por otro, procura abandonar una noción simplista y fragmentaria de las emociones y del placer estéticos, pues entiende que conforman una suerte de constelación afectiva, de estado tímico permanente, que colabora e involucra al elemento cognitivo, sin sesgarlo ni distorsionarlo. En otras palabras, lejos de considerar a los estados afectivos como discontinuos o contingentes, afirma que se implican mutuamente y, a la vez, co-implican a la cognición en el proceso atencional. En ese sentido es que recupera el planteo aristotélico, porque la cognición puede despertar o intensificar el placer y las emociones, tanto como puede ser reforzada por ellas. Ese es el valor del “efecto de eureka” que le interesa rescatar a Schaeffer, como reforzamiento del proceso, y no como mero corolario.
En consecuencia, no hay experiencia posible del placer trágico si el objeto o su representación nos repulsa de manera tal que no ingresamos al enclave protegido. Eso queda suficientemente establecido, aunque no es el punto medular de la “paradoja”. Tampoco generan demasiados problemas, en el marco de la teoría de Schaeffer, aquellas experiencias consumadas, en las que superamos el rechazo inicial y atravesamos todo el proceso. En tales casos, sin embargo, ni la representación, ni el placer, ni las emociones o el proceso cognitivo, son esencial o inherentemente trágicos. En última instancia, “trágico” no es más que una suerte de etiqueta para organizar y sumar esa experiencia al acervo experiencial que, como se intentó mostrar, nunca es meramente personal. La cuestión más conflictiva, que se hace patente en el caso de los encuentros frustrados con las ficciones trágicas, es planteada por las experiencias en curso que, de un modo abrupto e inesperado, se interrumpen y se estropean de forma irremediable. Son experiencias en tránsito, en las que de alguna manera se superó el rechazo inicial –se abrió la puerta de entrada, para decirlo en términos schaefferianos–, pero que en el propio transcurrir, ante un tema, una escena, o incluso un mínimo giro en la trama, se rompe el enclave estético y se nos expulsa del proceso atencional en el que estábamos inmersos.
A mi juicio, la clave para comprender por qué algunas experiencias en proceso se frustran desde “dentro” del enclave ya establecido –i.e.: no por agentes o interferencias externas, sino por cierto malestar generado o inducido por el estímulo en procesamiento–, reside en incorporar la injerencia de las creencias y convicciones morales al complejo entramado del encuentro estético. Al final del primer apartado señalé que no debería pensarse a la relación estética como meramente autorreferencial, porque nuestra afectividad se va forjando en contacto con los demás, a partir del encuentro con aquellas cosas que nos provocan placer y que admitimos, o rechazamos, como candidatas para la apreciación estética. En ese mismo sentido, creo que tampoco las constelaciones afectivas o los posicionamientos tímicos deberían interpretarse como dependiendo exclusivamente de la historia personal o la constitución subjetiva. Lo que intento sugerir, aunque no puedo desarrollar en profundidad, es que tanto el rechazo a ciertos acontecimientos, como la reticencia frente a ciertos temas o situaciones, se vinculan con nuestras creencias y convicciones morales. Esas creencias y convicciones se instauran y comparten de forma intersubjetiva; y se mantienen y transmiten, o se abandonan, del mismo modo. Así, las cosas que consideramos ofensivas o inaceptables nos expulsan irremediablemente de una experiencia en proceso, sellan las puertas de entrada al enclave estético o abren las de salida de forma prematura o intempestiva, porque son parte constitutiva de las constelaciones afectivas y los posicionamientos tímicos. En rigor, podría decirse que condicionan todo el proceso atencional de conjunto y que, por eso mismo, nunca relacionarse estéticamente con algo consiste sólo en mirarse o sentirse a uno mismo.
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Notas
Notas de autor