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Alrededor de la caverna. El ‘intelectual–filósofo’ en Argentina (1910–1955): modelo para armar
Surrounding the cave. The ‘intellectual–philosopher’ in Argentina (1910–1955): a to–build model
Alrededor de la caverna. El ‘intelectual–filósofo’ en Argentina (1910–1955): modelo para armar
Tópicos, núm. 43, 2022
Asociación Revista de Filosofía de Santa Fe
Recepción: 02 Noviembre 2020
Aprobación: 01 Abril 2021
Resumen: La pregunta sobre la función social del filósofo y la filosofía acechó sistemáticamente el desarrollo de esta disciplina a través de los siglos. También en Argentina, durante el proceso de conformación de la filosofía como disciplina universitaria en un país agro–exportador, este problema adquirió un tono de polémica especialmente álgido. Por esto, desde la década de 1910, los principales profesores de filosofía procuraron brindar una respuesta y así justificar la tarea de su propia disciplina. El presente artículo parte entonces de desarrollar la importancia de tal pregunta en aquel contexto para luego esquematizar las respuestas suscitadas. En un primer momento, mencionamos cierto acuerdo en aceptar una “función social” de la filosofía vinculada a los estudios de las ciencias sociales. Bajo un esquema axiológico, en un segundo momento, gran parte de la comunidad de filósofos locales consideraron que el intelectual–filósofo era quien debía, de diferentes modos y con distintos fines, identificar valores sociales a promover. Poco después, también existieron propuestas que pensaron una tarea centralmente universitaria y otras, incluso en la década de 1940, que consideraron que la filosofía debía contribuir con relatos de conformación identitaria de la nacionalidad. Este texto recorre estas propuestas cronológicamente hasta la primera revista local que pareció vislumbrar tempranamente las reglas académicas internacionales que adoptaría paulatinamente la disciplina.
Palabras clave: Filosofía en Argentina, Historia intelectual, Intelectuales.
Abstract: The question about the social function of the philosopher and philosophy systematically stalked the development of this discipline through the centuries. In the process of shaping philosophy as a university discipline in Argentina, this problem took on a particularly critical tone. For this reason, from the 1910s, the main professors of philosophy tried to provide an answer and thus justify the task of their own discipline. This paper then starts by developing the importance of this question in this context and then outlining the responses raised. At first, we mention a certain agreement in accepting a “social function” of philosophy linked to studies in the social sciences. Under an axiological scheme, in a second moment, a large part of the community of local philosophers considered that the intellectual–philosopher was the one who should, in different ways and with different purposes, identify social values. Shortly after, there were also proposals that thought of a centrally university task and others, even in the 1940s, that considered that philosophy should contribute with accounts of the formation of nationality. This text goes through these proposals chronologically until the first local journal that seemed to glimpse the international academic rules that the discipline would gradually adopt.
Keywords: Philosophy in Argentina, Intellectual History, Intellectuals.
Hubo un tiempo en que la práctica filosófica desde el interior de la universidad —pienso en los nombres de Ingenieros, Korn o Alberini—, llegó a comunicarse productivamente con las regiones de la cultura nacional, […] en busca del entramado de ideas sin el cual resulta difícilmente comprensible el perfil de cualquier sociedad.
Oscar Terán, “Filosofía en la Argentina: ¿hacia el fin de la errancia sin fin?”, Espacios de crítica y producción, 1 (1984).
Según una definición general, el intelectual puede ser entendido como quien pretende intervenir en debates públicos desde un acervo particular de conocimientos. Esta definición indica entonces que el intelectual se caracteriza por su capacidad de utilizar herramientas de análisis provenientes de distintas disciplinas —en general humanísticas o sociales— y enfocarlas en los debates del presente para de alguna manera contribuir a visibilizar o clarificar discusiones y problemas políticos o sociales de sus respectivos momentos. Más allá de esta concepción general, todos los estudios aceptan la dificultad de una definición más precisa.1
Inicialmente, Carlos Altamirano señaló que el término ‘intelectual’ se aplicó en América Latina para referirse a las minorías ilustradas del siglo XIX y su importante papel en la construcción de sus respectivas naciones.2 Pese a los distintos tipos de letrados del siglo XIX argentino y, más allá de su corrección histórica, fue este gesto inicial que consistía en señalar el rumbo político y cultural del país el que fue tomado como herencia de las generaciones posteriores.3
Con el objetivo de historizar este problema dentro de los estudios filosóficos en Argentina, el presente artículo toma como objeto de estudio el desarrollo universitario de la disciplina entre 1910 y 1955. Como señalaremos, este arco temporal se corresponde con un momento especialmente álgido de dicha discusión. A partir de 1910, el crecimiento de los estudios filosóficos en el país se correspondió con una discusión de la tarea propia de la filosofía y una pregunta por su “función social”: ¿para qué serviría? Después de 1955, en cambio, es posible reconocer el establecimiento de ciertas nuevas marcas de profesionalización disciplinaria y una creciente desactualización y encapsulamiento que provocaron un alejamiento de los estudios filosóficos en la universidad en relación a debates políticos y sociales más amplios.4
Quizás debido a este proceso, no ha sido común considerar a los filósofos locales como intelectuales. Por ello sorprende el tono no exento de melancolía en el epígrafe escogido para abrir el artículo. Por un lado, fue Oscar Terán quien se refirió en varias ocasiones a la función del filósofo como intelectual, es decir, al “intelectual–filósofo”. Sin embargo, por otro lado, como sostuvo José Fernández Vega, fue el mismo Terán quien como iniciador de la historia intelectual local no puso gran interés en autores cuyos textos, en principio, habrían logrado escasas repercusiones.5
Los autores que trataremos —todos ellos varones— reflexionaron acerca de la manera en que su disciplina, la indagación filosófica, especialmente abstracta y en muchos casos idiosincráticamente descontextualizada, requería pensar modos propios sobre las formas en que podía o debía interactuar con la sociedad.6 Ninguno de ellos propuso algo así como una filosofía por la filosofía estrictamente autónoma y académica. Por el contrario, como veremos, pensaron y propusieron distintas formas de intervención cultural, social y política. Estas páginas abordan esa tensión: por un lado, los principales nombres de la filosofía en la Argentina del período sostuvieron que “ser filósofo” requería algo así como proponer un sistema teórico “propio”, teórico y “original”, sin embargo, al mismo tiempo, todos ellos también se encargaron de sostener la importancia de una función al menos “cultural” de la filosofía universitaria en la sociedad.
A lo largo de las décadas abordadas, diferentes profesores, todos ellos varones, como Rodolfo Rivarola (1857–1942), Alejandro Korn (1860–1936), José Ingenieros (1877–1925), Coriolano Alberini (1886–1960), Francisco Romero (1891–1962), Carlos Astrada (1894–1970) y Mario Bunge (1919–2020), entre otros, se refirieron de distintas maneras a tales dudas y en cada caso ofrecieron justificaciones de su propia tarea. Ellos mismos brindaron conferencias, impulsaron revistas, hicieron traducciones, escribieron y firmaron manifiestos y solicitadas, dirigieron colecciones editoriales, participaron de debates públicos, escribieron artículos de divulgación, artículos eruditos, escribieron libros y establecieron redes de cooperación. Además, en muchos casos participaron de plataformas políticas concretas, vinculadas al Partido Socialista, el Partido Comunista e incluso publicaciones anarquistas, así como más tarde también a la Unión Fascista Argentina, la Unión Democrática y el peronismo.7
Si bien en el recorrido propuesto tendremos en cuenta de manera general estas formas de intervención, excepto que sea necesario no nos detendremos específicamente en dichas actividades. En cambio, sí nos enfocaremos en las formas en que ellos mismos pensaron y teorizaron sobre su propia actividad como intelectuales desde la filosofía. Por lo demás, aunque algunos de ellos obtuvieron reconocimiento y legitimidad por fuera del espacio filosófico–universitario, todos intervinieron en el debate público como poseedores de un capital cultural específico alrededor de la filosofía y bajo la pregunta sobre cómo ésta podría vincularse con la sociedad. Como marca común, eran los conocimientos filosóficos que ostentaban como partícipes de la actividad universitaria y académica los que brindaban una legitimidad específica a sus intervenciones sociales. Además, en todos los casos, también legitimaron sus propias formas de intervención de manera negativa, diferenciando los papeles que la filosofía no debía adoptar para no caer en cavernas que no la iban a beneficiar, como la política, el materialismo, la retórica vitalista, la metafísica más especulativa o el localismo filosófico.
1. El acecho de un interrogante: ¿para qué?
En 1896, en contraste con la ampulosidad majestuosa con que el edicto legislativo creó la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (FFyL–UBA), la nueva institución educativa padeció burlas y dudas por buena parte de la sociedad: ¿para qué serviría? Como relatan algunas crónicas, quizás por eso, a cambio, para compensar su “despropósito”, se creó a continuación la Facultad de Agronomía.8 Pocos años después, frente a la primera camada de siete egresados, el decano de FFyL llamó la atención sobre esa posible inadecuación de la tarea filosófica “pura” en el contexto argentino: “Entre nosotros,” —sostuvo— “sin raíces en el pasado, dentro de una atmósfera tal vez la más inapta sobre la tierra para la especulación pura, ¿quién podrá emanciparse del severo y duro impulso del siglo?”.9
Exactamente 120 años después de la fundación de esta misma facultad, en el año 2016, al cabo de las extensas jornadas mediante las que se celebró su aniversario, la práctica filosófica fue puesta otra vez en duda; en esta oportunidad a raíz de la presencia de investigadores en filosofía, historia y letras dentro del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Si dejamos de lado las intervenciones directamente indignadas, ahora, la pregunta podría formularse así: ¿por qué el Estado debe financiar investigaciones en esta área? ¿para qué sirven? ¿qué utilidad tienen para el país? A pesar de la forma que tomó la discusión en el momento de recorte presupuestario en muchas dependencias estatales, sin duda, se trata de preguntas históricas totalmente válidas que en buena medida resultaron constitutivas de la práctica filosófica. La pregunta insiste inevitablemente sobre problemas de legitimidad y demarcación disciplinaria intrínsecos a la práctica filosófica, pero también principalmente en su desarrollo profesional, su potencial función social y sus vínculos con otras esferas de la sociedad. Por esto, en comparación a otras disciplinas, sus operaciones de estabilización y marcas de profesionalización se vuelven especialmente relevantes y resultan sobre todo búsquedas de legitimidad y reconocimiento.
Como mencionamos a modo de contexto, estas preguntas involucraron problemas concretos que comenzaron en el primer momento de institucionalización de la disciplina en 1896, con referencias despectivas, dificultades de inserción laboral de sus egresados e interrogantes sobre su conexión con el resto de la sociedad. Así lo señaló Pablo Buchbinder: en 1899 los pocos alumnos con los que contaba la nueva facultad de filosofía —en un año en el que se habían inscripto siete— elevaron una nota a sus autoridades para solicitar que éstas ayuden a fijar los “rumbos” de sus egresados, sin desconocer “que el fin más noble y elevado” era su formación moral.10 Por tomar sólo un ejemplo, puede considerarse representativa la opinión del entonces decano Norberto Piñero (1869–1918), quien sostenía que se trataba de una “casa del altos estudios” pero que resultaba necesario que expida títulos profesorales para “adaptarla al medio y a la opinión general”.11 En esos mismos años, tanto Juan Chiabra como Rodolfo Rivarola sostuvieron que los egresados de la Facultad de Filosofía y Letras deberían pasar a formar parte de la clase política o “dirigente”, aclarando “desde el punto de vista cultural”, pero sin especificar mucho en qué funciones y de qué manera.12 En este arco, una de las voces disruptivas fue de uno de los recientes egresados, Coriolano Alberini, quien propuso la primera defensa elitista de su casa de estudios:
El mismo hecho de que se hable de ella con tan ahincada aversión es el mejor argumento para evidenciar cuán superior a su ambiente es aquella casa. ¡Pero es claro, hombre! Es claro: ¿a quién se le ocurre mentar a Platón en medio de tanto prodigio agropecuario? Ello es tan inoportuno como un acorde de arpa entre un concierto de relinchos, balidos y rebuznos, sobre todo de rebuznos.13
En la misma dirección cabe destacar que, para dar otro ejemplo, el manifiesto inaugural de la revista del centro de estudiantes de FFyL–UBA —Verbum (1912–1936)— de 1912 declaraba que la función de la facultad debía ser generar “artistas–pensadores”.14 Sin embargo, por su parte, en el número siguiente de la misma revista, Alejandro Korn, un profesor de la misma casa, también se refirió a este problema, en un texto en principio irónico, pero cuyo objeto no era menor: justificar la existencia misma de la facultad “frente a su consabida inutilidad”. Por lo que su preocupación sobre el tema lo llevó a correrse críticamente del tono inicial y precisar argumentos concretos. Si bien insinuó varias líneas de respuesta, esta podría dividirse en dos. En primer lugar, la Facultad de Filosofía y Letras funcionaría como una institución central en la formación cívica de los ciudadanos de la Nación, ya sea directamente a sus propios alumnos, indirectamente mediante la formación de profesores, o de manera mediata con la producción de textos y profesionales que contribuyan al debate público. En segundo lugar, esta producción docente y textual no sólo serviría a la formación política, sino principalmente a la formación personal, contribuyendo a valorizar distintos aspectos de las actividades de cada habitante del país. A esto sumaba un tercer y llamativo argumento a favor, según el cual, en última instancia, la facultad sólo requería un “escasísimo” presupuesto.15
El diagnóstico citado era sólo una de las visiones de un primer y amplio esbozo de lo que en los próximos cinco años pareció un acuerdo entre profesores y varios estudiantes a favor de una “función social” de la Facultad de Filosofía y Letras. Claro que el acuerdo se basaba en su notable ambigüedad y, sobre todo, a diferencia del texto de Korn, parecía incluir una relación con conocimientos científicos más que literarios y artísticos.16
Sin embargo, aun con estas proclamas, numerosos testimonios dan cuenta del desprestigio de aquellos estudios. Por lo que lejos de tratarse de respuestas aisladas, el problema se volvería permanente. “Se han esgrimido armas las más distintas, desde la crítica serena hasta la solapada maledicencia, pasando por la grosería. Trataremos de ver si tienen razón y en qué medida”, se preocupaba en el boletín del Centro de Estudiantes otro alumno de esta Facultad en 1917. Poco después, el en ese momento director de Verbum,Juan Probst (1892–1972), sostuvo que cambiar esta imagen resultaba una tarea primordial: “Contribuiremos a cambiar el ambiente indiferente sino hostil que rodea nuestra Facultad, demostrando la importancia primordial de los estudios que se realizan en ella”.17 Y en la misma dirección, también en 1918, el decano–interventor sostenía:
En nuestra Facultad se debe hacer las elecciones de autoridades con más tino que en ninguna otra, porque ella, la cenicienta de sus hermanas, reclama autoridades que estén dispuestas a sostener firmemente su prestigio y a sostener sus fueros. La Facultad de Filosofía y Letras no tiene ambiente aquí, pues el público no ve una finalidad práctica.18
Como indicamos, estos testimonios no son aislados, sino que es posible rastrearlos durante décadas, refiriéndose a la Facultad en general o a los estudios filosóficos en particular. Por dar un último ejemplo, también desde una revista estudiantil se quejaban en 1943 de que esta casa de estudios había sido bautizada por la prensa periódica como la “Facultad del flirt”.
2. La caverna política. Primera separación de la política y el acuerdo por una “función social” de la universidad (1910–1918)
Oscar Terán ha observado que los vínculos entre dirigentes políticos e intelectuales a comienzos del siglo XX mostraban una diferencia sustantiva. Con claras disparidades en sus trayectorias, Francisco De Veyga (1866–1948), José María Ramos Mejía (1849–1914) y el joven José Ingenieros no ocupaban cargos políticos, pero sí cargos de gestión gubernamental —además de relaciones cercanas con el poder político— mientras se desempeñaban como docentes universitarios. De modo que, comparativamente, constituían un tipo de intelectual más profesionalizado en comparación con la generación anterior. Desde esa posición, en palabras de Terán, “desde arriba” escribieron un relato donde confluían diferentes intereses y vínculos con el poder político.19 Adoptando una teoría determinista específica, más o menos biologicista, más o menos economicista, estos autores se enfocaron especialmente en los problemas identitarios y políticos que comenzó a traer el auge inmigratorio desde puestos universitarios y publicaciones que brindaron a su actividad un marco de circulación más especializado que aquellos propios de la generación anterior.20
Sin embargo, las características de este vínculo entre conocimiento y política parecen alejarse todavía más después del Centenario. En el año posterior a la sanción de la Ley Sáenz Peña y tres años antes del ascenso del primer presidente electo bajo la nueva normativa, varias obras y textos señalaban ya en Argentina un divorcio aún más efectivo entre intelectualidad y política. El hombre mediocre del médico psiquiatra José Ingenieros, quien se establecería dentro de la FFyL de la UBA como uno de los principales profesores entre 1915 y 1918, argumentaba ya la existencia de una desvinculación negativa entre los pensadores y la clase política.21 Por su parte, en el mismo año, Alejandro Korn narraba en sus Influencias filosóficas en la evolución nacional el fracaso de esta misma asociación.22
De modo que estos dos filósofos de oficio, que se constituirán como los protagonistas fundamentales del ámbito de los próximos años, sostenían que resultaba necesario pensar otra función para los intelectuales. Una función ahora mucho más mediada y pensada en términos de la creación de “ideales” o “valores”, destinados a convencer a una parte de la sociedad, o al menos a ciertas “minorías ilustradas”, de tomar determinado rumbo. Según ellos, éste era el esquema bajo el cual la filosofía debía profesionalizarse. De aquí derivarán también la función que ambos le adjudican a las facultades de humanidades —al menos durante un periodo que podemos pensar hasta los últimos años de la década de 1920— y las primeras disputas explícitas sobre este problema.
En primer lugar, la discusión giró en torno a si tales ideales debían ser forjados con herramientas de las ciencias sociales o con una atención a la literatura, el arte y otros elementos humanistas más amplios, útiles para confeccionar una “axiología” que identifique valores sociales. A raíz de esto, en segundo lugar, serán las funciones del intelectual lo que estaba en discusión. Según Ingenieros, el intelectual tenía que adoptar una actitud iluminista y proponer a la sociedad “ideales” prescriptivos basados en su adecuación al análisis empírico del momento histórico. Según Korn, desde una actitud que en contraposición se auto–reconocía como “romántica”, el intelectual debía deducir los valores de la sociedad misma y volverlos socialmente conscientes.
Recordemos que se trataba de un momento en que la Facultad de Filosofía y Letras tenía un “laboratorio de psicología experimental”, con “raudas matanzas de inocentes conejos, batracios y caninos minúsculos”.23 El programa de la materia de Piñero se centraba en el estudio de la anatomía fisiológica del sistema nervioso, la atención y la percepción desde una concepción de la filosofía que no se reactualizó sino parcialmente muchas décadas después. Contra esto, la temprana alianza entre Korn y Alberini promovió un sentido amplio de conocimiento, capaz de contener a los estudios clásicos, el arte y la filología griega y latina, que en buena medida fue el programa proseguido por el joven Alberini cuando más tarde fue designado decano en tres oportunidades. En ese momento sólo José Ingenieros —quien desde 1913 era un reconocidísimo autor que había logrado un alcance regional similar al Ariel (1900) de Rodó— tenía una voz resonante para seguir afirmando desde nuevas posiciones una justificación del vínculo necesario entre la función de la filosofía y las ciencias tanto físicas como sociales. Pese a esta divergencia que fue aumentando su nivel de conflicto e incompatibilidad, la idea compartida en ese momento por todos los profesores de la facultad y un sector estudiantil mayoritario consistía en promover las disciplinas en humanidades enfocadas en su cometido social. A esto llamamos el acuerdo sobre la “función social” de la facultad y la filosofía que se habría mantenido hasta alrededor de 1918.24
Con todo, aun en este esquema que vinculaba intelectualidad y sociabilidad de una forma mucho más mediada, las diferentes definiciones de la función intelectual no dejaron de destacar su pretensión de poder guiar la cultura, aunque ya no directamente, claro, la esfera política.
Como ha señalado la bibliografía refiriéndose especialmente al ámbito de los estudios históricos y literarios, destacamos que quienes participaban de las discusiones propias de las carreras de filosofía también encontraron la posibilidad de intervenir como intelectuales en relación con la discusión sobre la identidad nacional entre el Centenario y los albores de la Revolución rusa, discusión de la que participaron tanto Korn como Ingenieros, y de forma más marginal también el joven Carlos Astrada. Esta demanda simbólica por parte de la sociedad se transformó en un primer tema para la naciente intelectualidad que quedó configurado por el alcance de las renombradas conferencias de Lugones sobre el Martín Fierro en 1913; estas marcaron un hito y el pensador fue escuchado directamente por el presidente no para recibir indicaciones precisas sobre la dirección política sino para proveer un relato simbólico–literario. En dicho marco, los textos filosóficos e historiográficos de Ingenieros y Korn que aparecieron en revistas vinculadas a la universidad tuvieron entonces varios objetivos, en tanto apuntaban al debate académico y a la vez sustentaban sus conferencias y notas que publicaban en medios más amplios.
Primero Ingenieros y, al poco tiempo, Korn sostuvieron que la minoría ilustrada era aquella que puede identificar y promover los “ideales” o “valores” de una sociedad. Con todo, lo hicieron de maneras muy diferentes. Es cierto que ambos llegaban a esto a partir de lecturas marxistas. Sin embargo, en el caso de Ingenieros, tales lecturas se combinaron luego con el desarrollo de esquemas morales cientificistas como el de Wundt y Haeckel. Por su parte, en el caso de Korn, mediante su contacto con el socialista francés Jean Jaurès y una posterior interpretación de la axiología francesa y el neo–idealismo italiano, sobre todo Croce. Por esta razón, tanto el modo de análisis utilizado para volver conscientes aquellas valoraciones como el modo de buscar propagar las que consideraba adecuadas resultaba ensayístico y asistemático, reuniendo diferentes herramientas de divulgación que involucraban la historia, la literatura, el arte, las clases y el discurso político. La síntesis que plantea Korn apuntaba contra el intelectual iluminista, quien sólo sería capaz de traer ideas desde afuera para aplicarlas recurriendo a la violencia. En la axiología se encontraría la cura a este enfoque porque el intelectual concientiza empíricamente valores en una forma “tolerante”, descriptiva y realista. De modo que, si este dictamen no es moderado para el público, necesariamente ha de ser falso.25
Para Ingenieros se llegaba a forjar “ideales adecuados” a partir de un análisis empírico de la sociedad, para lo cual, por un lado, tenía presente las herramientas bio–economicistas que apuntaban a observaciones estructurales y permitían observar los “intereses creados”, y, por otro lado, proponía un análisis político de los textos para observar su adecuación. De modo que las ciencias sociales tenían una función primordial para la filosofía en cuanto a su creación de ideales éticos adecuados. Pero también la filosofía tiene la función de crear ideales metafísicos relacionados con la ciencia. Como señalamos, se trata de una línea que afirma que tanto la función de la filosofía como la del intelectual deben relacionarse directamente con el conocimiento concreto y, por ello, con la ciencia.
Con todo, se vuelve claro que, en ambos casos, el vínculo del intelectual con la sociedad ya no se establece como una relación directa con la política sino con la ética y la moral. De este modo, ambos proponían diferentes formas de influir en la sociedad. Ingenieros consideraba que tenía que escribir para las minorías capaces de entender estas lecturas. Korn, por el contrario, se proponía pensar métodos de interacción capaces de llegar a sectores más amplios de la sociedad, para lo cual no descartaba el poder de la religión para transmitir valores sociales.
Como ha reconocido la historiografía, la inmensa cantidad de nuevos grupos y revistas alrededor del proceso habitualmente llamado “Reforma universitaria” fue el momento exacto en donde la discusión política explícita ingresó en la facultad y con ella la conformación de un nuevo estudiantado vinculado a las izquierdas con un mayor ímpetu de participación política.26
3. La caverna de la materia. Idealismo científico, idealismo estético e idealismo axiológico (1918–1930)
Según el problema propuesto, esquemáticamente los proyectos filosóficos esbozados en Argentina a partir de 1918 podrían dividirse en cuatro líneas. Todos ellos afirmaban de un modo u otro que los filósofos tenían la función de crear ideales capaces de guiar a la sociedad, aunque cada uno de ellos propuso diferentes tipos de “ideales” con diferentes tipos de funciones. Ya mencionamos en qué textos se originaron las dos primeras.
En primer lugar, en 1918 quedaba esbozado el proyecto cientificista de José Ingenieros a partir de las Proposiciones relativas al porvenir de la filosofía.27 Con su fallecimiento en 1925, sus continuadores quedaron aún más por fuera del ámbito filosófico universitario. En buena medida, la filosofía se academizó en esos años en oposición a la figura de Ingenieros y su revista. Los pocos continuadores que tuvo prosiguieron algunos años más su Revista de Filosofía (Buenos Aires, 1915–1929) y la Unión Latinoamericana. Principalmente fueron Julio V. González (1899–1955) y, desde dentro del Partido Comunista, Aníbal Ponce (1898–1938) quienes continuaron esta propuesta teórica de una filosofía social.
En segundo lugar, a partir de ese mismo año 1918 donde se consagraban los cambios institucionales académicos y se politizaba ampliamente la sociabilidad universitaria, también Alejandro Korn esbozó su proyecto axiológico con dos importantes manifiestos.28 Desde este punto de vista, su socialismo ético encontraba una plataforma de divulgación en la revista platense Valoraciones (1923–1928).29 Hay que señalar que durante su paulatino acercamiento al Partido Socialista sus referencias teóricas continuaban siendo las del diputado francés Jean Jaurès. Por lo tanto, sus pretensiones se orientaban a un “idealismo materialista” y a un esquema teórico en el cual el intelectual seguía siendo, como en el marxismo y en el proyecto de Ingenieros, quien puede tomar consciencia de sus condiciones; en este caso, no sólo materiales, sino también axiológicas, es decir, de los valores sociales.
En tercer lugar, de manera mucho más marginal, podemos identificar el vitalismo libertario impulsado principalmente por Saúl Taborda (1885–1943) y Carlos Astrada desde Córdoba. Entre 1918 y 1923, estos autores impulsaron un vanguardismo filosófico radicalizado dentro de la Reforma universitaria. Sus principales plataformas fueronMente (Córdoba, 1920) y la revista editada a continuación en la misma ciudad titulada, precisamente, Córdoba (1923–1925). Este vanguardismo político interesado sobre todo en un vitalismo filosófico asistemático, que propagaba lecturas de Unamuno, Stirner, Nietzsche y Simmel, se trocó desde 1926 en un vanguardismo estético impulsado desde la revista Clarín (Córdoba, 1926–1927). La propuesta no presentaba un lugar determinado para la reflexión intelectual dentro de la sociedad, pero su actitud continua de quiebre pretendía apostar por la polémica y la discusión superada en relación con la tradición católica provincial y el reaccionarismo materialista–positivista a nivel nacional y regional.30
Por último, en un cuarto lugar también historiográficamente marginal, aparecieron de manera asistemática distintas versiones a favor de un “idealismo estético” o de un “idealismo idealista”. Los impulsores fueron dos exponentes del nacionalismo filosófico, el neo–kantiano Carlos Cossio (1903–1987) y —el futuro mentor de los hermanos Irazusta— Adolfo Korn Villafañe. Su teorización quedó lejos de ser clara, pero posiblemente haya que ubicarla como parte de la deriva laica de los Cuadernos del Colegio Novecentista (Buenos Aires, 1917–1921) y algunos de los grupos cercanos a la revista Inicial (1923–1928).31 En este caso, el papel del intelectual continuaría al de Alejandro Korn, en búsqueda de valores axiológicos, pero de manera explícitamente opuesta a cualquier materialismo marxista. El proyecto estaba acompañado entonces de una identificación de valores, pero ahora mucho más vinculados a la producción artística y popular, ya que lo que se buscaba eran valores propios del nacionalismo.32
Hay que remarcar, por otra parte, que, como el resto del arco intelectual, el periodo entre 1921 y 1923 llevó a muchos actores de las carreras de filosofía a posicionarse también frente al proceso ruso, o al menos a favor de un sistema político determinado, que, después del ascenso de Yrigoyen, parecía lejos de estar establecido. De hecho, Ingenieros levantaba su bandera en reconocidas conferencias a favor de la inscripción del Partido Socialista a la Tercera Internacional. Del mismo modo, Carlos Astrada y Saúl Taborda apoyaron el proceso ruso en el marco de discusiones de la Reforma Universitaria desde plataformas libertarias. También apuntando a los simpatizantes del socialismo, Korn en cambio bregó por un socialismo parlamentario. Su hijo Adolfo y Carlos Cossio fueron parte, en cambio, de los primeros virajes nacionalistas de esos años.
A partir de 1923 resultaba claro que los interesados en la filosofía encontraban otro espacio de publicación, no sólo ya las revistas vinculadas a espacios universitarios, sino ahora también en las revistas que la historiografía reconoció como vanguardistas: Inicial (Buenos Aires, 1923–1927), Proa (Buenos Aires, 1922–1923), Martín Fierro (Buenos Aires, 1924–1927), La Campana de Palo (Buenos Aires, 1925–1927), Estudiantina (La Plata, 1925–1927) y la mencionada Clarín (1926–1927). En ellas publicaron, entre otros, Carlos Astrada, Saúl Taborda, Carlos Cossio, Rafael Virasoro y Miguel Ángel Virasoro.33 La axiología, la estética, el arte se volvían formas en dónde encontrar una superación filosófica efectiva del positivismo. Si bien esta ampliación de espacios de publicación fue importante, no involucró proyectos de intervención que propusiesen una conexión con el resto de la sociedad como los que venimos rastreando. Sin embargo, con lo cual resultó clave para el proceso de diferenciación que se dio en la década siguiente.
4. Entre la caverna retórica y la caverna de la academia. Por una mirada “hacia la vida de los talleres y los campos” (1930–1943)
De hecho, contra estas alianzas vanguardistas entre filosofía, estética y literatura se erigió desde los últimos años de la década del ‘20 el proyecto profesoral de Coriolano Alberini, quien había colaborado en alentar esas mismas alianzas poco tiempo antes. En efecto, a partir de su establecimiento como decano en 1926, registramos una serie de iniciativas relativas a su gestión que se apoyaron en discursos a favor de una normalización de la filosofía. Como señalaremos también en este apartado, durante los mismos años, de manera inicialmente opuesta, Saúl Taborda y Carlos Astrada propusieron otra visión sobre el papel del intelectual–filósofo.
De este modo, a continuación de las cuatro anteriores concepciones mencionadas sobre el papel de intervención social de la filosofía, Alberini propuso una quinta posición, en retrospectiva mucho menos pretenciosa, pero también, en definitiva, exitosa. Así como el proceso de autonomización de la filosofía de las ciencias en manos de la llamada “reacción antipositivista” fue explícito y quedó registrado como hito historiográfico, por su parte el proceso de desprendimiento de la filosofía de la literatura resultó tácito y paulatino. En Argentina, ambos procesos tuvieron en común que buscaron ser capitalizados por Coriolano Alberini. En tal sentido, si bien José Ingenieros había criticado este nuevo tipo de indagación filosófica, y también Korn había sostenido una crítica a la “efervescencia retórica” de, por ejemplo, autores como Bergson, fue Alberini quien como decano embanderó esta cruzada des–estetizadora.34
Su proyecto buscó diferenciarse y posicionarse a la manera de una superación profesional. Como se desprende de sus discursos, éste es entonces también su proyecto como decano en contra del “anti–intelectualismo” esteticista. Sin un libro específico, desde múltiples artículos, conferencias y entrevistas, Alberini impuso una visión al respecto.
Las vaguedades retóricas del vitalismo contemporáneo nos están llevando a una nueva cultura bizantina, que no será la pedantería del cerebro pero de hecho corre el riesgo de convertirse en pedantería de la médula a fuerza de querer exaltar a Don Juan frente a Sócrates. Es precisamente lo que ha hecho Ortega y Gasset. Como suele ocurrir, los discípulos han abusado del pensamiento del maestro.35
Su opción apuntaba a sostener la necesidad de un filósofo–docente inmerso en el ambiente académico y fuera de las discusiones políticas coyunturales. En relación con esta definición des–politizadora del filósofo como intelectual, en años de clara pérdida de las victorias reformistas durante los distintos gobiernos de la década del ‘30, cabe aclarar que, para Alberini, la diferenciación con la “Vieja Universidad” debía realizarse a partir del amateurismo de los anteriores profesores, que usaban sus puestos docentes para mostrarse como “semi–intelectuales” mientras poseían otras prioridades más bien políticas.
Con profesores graduados y dedicados a su tarea, revistas no periodísticas sino universitarias, y el hecho de que “ya no dependemos de traducciones”, Alberini caracteriza una nueva función del filósofo como especialista sobre todo en su función como docente y gestor universitario. De esta manera, Alberini justifica como un signo de profesionalidad esta falta de “maestros de la juventud”: con orgullo dice que en 1928 la facultad ya no los tiene. Ello significa que los profesores actuales de la casa no tienen el “arte de cabalgar espectacularmente sobre los grandes temas del momento, ni escribir libros ni folletos que algún día serán preciosos documentos para la historia de la incultura latinoamericana”.36
Contra el proyecto profesoral de Alberini, determinamos un sexto conjunto de propuestas, mucho más abstractas, inscritas ellas mismas en nuevo tipo de romanticismo metafísico de la nacionalidad. Inicialmente, fueron los textos de Saúl Taborda y Homero Guglielmini los que a partir de los primeros años de la década del treinta escribieron una nueva serie de ensayos de interpretación nacional.37 En comparación, las estrategias involucraban, al menos discursivamente, los modos de incluir a las diferentes clases sociales como referentes del discurso intelectual. Mientras Alberini y F. Romero ya parecieron desentenderse de este enfoque, Carlos Astrada postuló un “ser en común” mítico en la forma de un relato nacionalista capaz de unir la nación y sostuvo la importancia de una cultura capaz de dirigirse a todos los estratos sociales. Por ello, el segundo Astrada —es decir, no el vanguardista libertario y tampoco el marxista–hegeliano— pretendió por medio de la retórica mítica también una interpelación nacionalista; si bien resulta claro que esta pretensión de llegada a muchos sectores sociales fue más bien retórica, no deja de llamar la atención el hecho de que funcionó como justificación de un proyecto político más amplio.38
En este sentido, es difícil establecer los vínculos con una figura clara del intelectual, sino solamente en tanto se propusieron, asistemática y discursivamente, una comprensión “hacia la vida de los talleres y los campos”. No obstante resulta interesante notar que se trató de un proyecto que Astrada extendió al menos hasta 1952, que fue el enfoque desde el que defendió la modificación de la constitución de 1949 y la forma en que buscó re–interpretar el texto clásico de la literatura nacional, con el objetivo de trazar un ensayo ontológico de interpretación capaz de hilar estas narraciones políticas, filosóficas y constructoras de una nacionalidad.39
5. El irracionalismo y el localismo como cavernas políticas y filosóficas (1943–1955)
Al último esquema recién mencionado, se agregaron al menos otros dos en el período que marcó la Facultad entre el golpe de Estado de 1943 y el golpe de Estado de 1955.40 Dentro del conteo propuesto, en séptimo lugar, el papel que postuló para el intelectual Francisco Romero como filósofo frente al peronismo resultaba más clásico. Se trataba de una posición según la cual, frente al localismo metafísico criollista que impulsaban los filósofos afines al gobierno, la función del intelectual–filósofo debía ser enaltecer ideales universales en términos históricos. ¿Cuáles eran estos valores? En varios textos, Francisco Romero argumentó fuertemente que los valores propios de Occidente y su tradición filosófica y política estaban radicados en los derechos individuales, desde donde debía surgir entonces tanto un punto de partida del filosofar gnoseológico–personalista como un sistema político basado en el liberalismo.41
En retrospectiva, Francisco Romero fue uno de los primeros que junto con Alberini decretó el comienzo de la normalidad filosófica en los primeros años de la década del treinta, impulsando centros de estudio especializados —como la Sociedad Kantiana—, una colección editorial —la “Biblioteca Filosófica” de Losada—, nuevas carreras —con un fuerte apoyo a los estudios filosóficos en Tucumán—, instituciones culturales de amplio alcance —como el Colegio Libre de Estudios Superiores—, revistas —participando por ejemplo de Sur (Buenos Aires, 1930–1964) e impulsando su propia revista Realidad (Buenos Aires, 1947–1949— y una separación determinada de la filosofía en relación a la literatura, la ciencia y la política. Sin embargo, en la década siguiente, el mismo Romero reconoció que esta normalidad no existía. Por eso, tras su renuncia a los puestos universitarios en 1946, propuso una concepción de una figura del intelectual–filósofo que no sólo debía dedicarse a su ámbito especializado —en actividad universitaria— y al cultural —editoriales, artículos, clases—, sino, como señalamos, a la difusión de principios filosófico–políticos propiamente occidentales.
Por último, mencionaremos el proyecto de revista filosófica que primero vislumbró en el ámbito local las reglas académicas de autonomización científica a las cuales debía empezar a acercarse la filosofía en Argentina y que estuvo a cargo del joven Mario Bunge. Efectivamente, desde su publicación, Minerva: revista continental de filosofía (Buenos Aires, 1944–1945), Bunge propuso un nuevo enfoque de crítica teórica a las otras plataformas en curso. Dedicó gran parte de sus páginas a la discusión de las otras propuestas metafísicas, gnoseológicas, incluso tomistas, con las cuales pretendió trazar un campo de discusiones moderno. En paralelo, fue el mismo Bunge quien en esos años generó redes de compras de revistas científicas internacionales y se transformó en el primer autor local en publicar artículos arbitrados.42 De este modo, contra las otras propuestas de intervención en curso, consideradas excesivamente políticas o vinculadas al irracionalismo continentalista, incapaz de generar discusiones argumentadas, recalcamos, Mario Bunge reconoció hacia dónde iba la formación del campo.
6. Consideraciones finales
La pregunta sobre la función social del filósofo y la filosofía acechó sistemáticamente el desarrollo de esta disciplina a través de los siglos. En el proceso de conformación de la filosofía como disciplina universitaria en Argentina este problema adquirió un tono especialmente álgido. Desde el temprano discurso del decano de FFyL–UBA que llamaba la atención sobre la problemática relación entre el pensamiento abstracto y el medio social argentino, hasta el artículo de Terán presente en este artículo como epígrafe y publicado en el número lanzamiento de la revista institucional de la misma facultad al terminar la dictadura, observamos que muchos filósofos se preguntaron por esta cuestión, e incluso, en algunos casos buscaron insinuar algún tipo de respuesta más o menos explícita.43
Como señalamos al comienzo, el caso de los filósofos parecería poseer ciertas características propias en tanto su disciplina involucra —en general— una producción de textos especialmente abstractos referidos a problemas no inmediatos y/o una circulación de la producción especializada sumamente restringida. Por esto, actualmente y desde hace algunas décadas, la mayoría de los especialistas escoge desdoblar su producción. Por un lado, textos filosóficos publicados en libros y revistas universitarias; por otro, conferencias y notas en revistas culturales en donde aplican su expertiz. Como resulta obvio, y también mencionamos al comienzo, en buena medida sus actividades institucionales responden a la gestión universitaria o a la participación de sociedades profesionales dirigidas a realizar eventos científicos, colecciones editoriales y revistas especializadas.
En cuanto al periodo que aquí hemos abordado, los proyectos que sentaron posiciones al respecto fueron pocos pero diversos y el debate tuvo sus momentos de auge. Primero, durante el proceso de separación de la ciencia y la filosofía, aproximadamente entre 1912 y 1925. En segundo lugar, el momento —menos conflictivo— de separación de la filosofía respecto de la literatura, que aconteció aproximadamente entre 1927 y 1935 en relación a la importancia que alcanzaron Unamuno, Croce y Bergson en los ambientes culturales. A partir de 1935 puede reconocerse un tercer momento durante el cual la religión constituyó un nuevo eje de debate. Durante todo este tiempo fue un tema álgido de discusión cuál debía ser el vínculo de la universidad y la filosofía respecto de la política.
El presente artículo buscó desarrollar la importancia de la pregunta acerca de cuál debería ser la función de la filosofía en aquel contexto para luego esquematizar las respuestas suscitadas. En un primer momento, mencionamos cierto acuerdo en aceptar una “función social” de la filosofía vinculada a los estudios de las ciencias sociales. Bajo un esquema axiológico, en un segundo momento, gran parte de la comunidad de filósofos locales consideraron que el intelectual–filósofo era quien debía, de diferentes modos y con distintos fines, identificar los valores sociales. Poco después también existieron propuestas que pensaron una tarea centralmente universitaria y otras, incluso en la década del ‘40, que consideraron que la filosofía debía contribuir con relatos de conformación de la nacionalidad. Concluimos nuestro recorrido cronológico hasta el primer autor local que pareció vislumbrar tempranamente las reglas académicas internacionales que adoptaría paulatinamente la disciplina.
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Notas
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