Artículos
Soberanía y obediencia, o sobre el ejercicio de la violencia en Hobbes y Harrington
Sovereignty and Obedience: violence in Hobbes and Harrington
Soberanía y obediencia, o sobre el ejercicio de la violencia en Hobbes y Harrington
Tópicos, núm. 43, 2022
Asociación Revista de Filosofía de Santa Fe
Recepción: 07 Julio 2020
Aprobación: 01 Julio 2021
Resumen: Soberanía y obediencia fueron dos nociones clave en las discusiones que se dieron en los albores de la modernidad. Parte de los debates se centró en la cuestión de la legitimidad del poder político y, en consecuencia, en por qué debemos obedecer, qué beneficios trae la obediencia y cuáles son sus límites. En todos estos casos, la noción de violencia aparece con diferentes rostros, y principalmente con la fisonomía de la guerra —punto de máxima expresión de la violencia explícita—, problema que la autoridad política viene, de alguna manera, a resolver. El Estado soberano, sin embargo, lejos está de ser la representación del irenismo, se convierte en monopolio legítimo de la violencia. Este trabajo pretende abordar tales cuestiones desde las teorías de Hobbes y Harrington. Ambos justificaron la obligación de los súbditos a acatar la ley que se impone y que garantiza, por sobre todas las cosas, su vida.
Palabras clave: Hobbes, Harrington, soberanía, violencia, obediencia.
Abstract: Sovereignty and obedience were two key notions in the discussions that took place at the dawn of modernity. Part of the debates focused on the question of the legitimacy of political power and, consequently, why we should obey, what benefits obedience brings and what are its limits. In all these cases, the notion of violence appears with different faces, and mainly with the physiognomy of war —point of maximum expression of explicit violence—, a problem that the political authority comes, in some way, to solve. The sovereign State, however, far from being the representation of Irenism, becomes a legitimate monopoly of violence. This work aims to address such issues from the theories of Hobbes and Harrington. Both justified the obligation of the subjects to abide by the law that is imposed and that guarantees, above all things, their lives.
Keywords: Hobbes, Harrington, sovereignty, violence, obedience.
Soberanía y obediencia fueron dos nociones clave en las discusiones que se dieron en los albores de la modernidad, época en que se perfilaron las categorías con las que pensamos la política todavía hoy. Las distintas teorías intentaban dar cuenta de la naturaleza de la soberanía y de sus fundamentos, poniendo en cuestión las explicaciones que abonaban el mantenimiento de la férrea jerarquía social propia del orden medieval. Es por eso que parte de la discusión se centró en la cuestión de la legitimidad del poder político y, en consecuencia, en por qué debemos obedecer, qué beneficios trae la obediencia, cuáles son sus límites y cuándo es legítima la desobediencia.
En los textos de quienes se ocuparon del tema, la noción de violencia aparece con diferentes rostros. Por un lado, con la fisonomía de la guerra, punto de máxima expresión de la violencia explícita. La guerra representa lo completamente otro del poder soberano y es el problema que la autoridad política viene, de alguna manera, a resolver. Por otro lado, el Estado está lejos de ser la representación del irenismo, antes bien, se convierte en monopolio legítimo de la violencia, como afirmará Max Weber. Lo que lleva a preguntarse: ¿Todo ejercicio de violencia estatal es legítimo? ¿Hasta dónde hay que obedecer a la autoridad? ¿Existen casos de desobediencia legítima? Y si este fuese el caso, ¿qué tipo de violencia ejercen las resistencias a un poder que se impone?
Este trabajo pretende dar algunas respuestas a estas cuestiones desde las teorías de dos autores antitéticos, que escribieron desde la experiencia real de la guerra: Thomas Hobbes y James Harrington. Uno y otro justificaron la obligación de los súbditos a acatar la ley de un soberano que se impone y que garantiza, por sobre todas las cosas, la seguridad y la paz a los súbditos.
Hobbes inauguró en el Leviatán (1651) una defensa del poder absoluto desde parámetros totalmente modernos. Por su parte, James Harrington adaptó al contexto inglés la defensa que hizo Maquiavelo de un gobierno popular y, a pesar de utilizar toda una terminología heredada de la antigüedad, ya está inserto en las coordenadas modernas: individualismo, defensa de la propiedad e interés de la gentry. El primero estableció su teoría filosófica a partir de la observación de la naturaleza humana y sus condiciones, de las cuales dedujo la necesidad de la soberanía absoluta e indivisible que todo Estado necesita para garantizar la seguridad de sus súbditos. La alternativa es la guerra: la guerra hipotética del estado de naturaleza o la guerra civil inglesa que lo empujó a escribir. Harrington, en tanto, presenta en La República de Oceana (1656) la oposición más importante desde la tradición republicana al pensamiento pro absolutista del Leviatán apelando a un análisis historicista de base material.
En ninguno de los dos autores aparece la posibilidad de resistencia legítima dentro de cauces institucionales; sin embargo, la violencia está presente y amenaza constantemente con subvertir el orden del Estado. En Hobbes, el derecho a la supervivencia es la condición esencial que da lugar a la disolución del Leviatán, es el límite del poder absoluto del soberano, el punto a partir del cual la violencia vuelve a ser ejercida por todos y contra todos. Harrington, en cambio, apuesta por una organización del cuerpo político que minimice los efectos negativos del ejercicio de la violencia a partir del establecimiento de un equilibrio entre posesión de la tierra —que garantiza no solo la supervivencia sino el dominio de cada hombre sobre sí mismo— y gobierno.
Hobbes es un clásico de la teoría política, un representante del nacimiento de los parámetros modernos para entender la realidad social y política.1 Por este carácter de ineludible en cualquier historia del pensamiento político, los estudios sobre su pensamiento son prácticamente inabarcables. Harrington, por su parte, es comparativamente un clásico menor. Los estudios sobre el republicanismo lo recuperaron como “momento maquiaveliano”2 fundamental en el desarrollo de la tradición republicana moderna que se extiende desde el republicanismo mediterráneo hasta el atlántico. Para abordar a cada uno, no desconocemos la necesidad de investigar el contexto determinado en el que los autores desarrollan su discurso político. Entendemos que “el discurso político no es solo un conjunto de proposiciones lógicamente enlazadas acerca de la política, sino que además el discurso político es político en sí mismo”.3
Sin embargo, nuestro trabajo se inscribe en una modalidad diferente de tratamiento de los clásicos del pensamiento político. Según R. Rorty, “[n]o hay nada erróneo en la actitud de dejar deliberadamente que nuestras propias opiniones filosóficas determinen los términos en que se describan las ideas del filósofo que ha muerto”.4 Este ejercicio filosófico se aleja de la tarea del arqueólogo de las ideas que evita el anacronismo en la medida de lo posible y se entrega a un diálogo con los pensadores del pasado a sabiendas de que se está procediendo así. En este trabajo hemos preferido acercarnos a las ideas políticas de estos autores ingleses del pasado desde una perspectiva que resalte más sus ideas que el contexto particular en el que surgieron. Buscamos apropiarnos de sus pensamientos y traerlos a un diálogo con la época contemporánea, para escuchar si todavía tienen algo que decir.
1. Política y violencia(s)
Pocas imágenes en la historia de la filosofía política han sido tan contundentes e inequívocas como la que grafica el estado de naturaleza hobbesiano como la guerra de todos contra todos, o la que señala que el hombre es un lobo para el hombre. El realismo que caracteriza el pensamiento de Hobbes muestra en esas potentes metáforas la capacidad destructiva de los hombres cuando no se ven obligados a obedecer la ley. Pero igualmente perturbadora es la afirmación acerca de que, una vez constituido el Estado, el soberano puede imponer la ley por el temor que inspira el inmenso poder que le ha sido delegado. O aquella que muestra la necesidad de que el soberano acumule todos los recursos posibles para el ejercicio de su función, siempre amenazada por quien buscará debilitarlo. Como se ve, la violencia es, desde esta perspectiva, una condición permanente a considerar cuando se trata de pensar la política. En estas expresiones quedan en evidencia diversos modos de emergencia de la violencia, que se conjugan, a su vez, de manera diversa con la política.
En el estado de naturaleza, donde no hay ley ni autoridad común, los seres humanos se encuentran a merced de su propia fuerza para cumplir con el máximo imperativo de la autoconservación. La igualdad de sus facultades, el derecho ilimitado a los recursos que garanticen su existencia, la imposibilidad de ver asegurados los bienes, llevan a esa situación en que potencialmente cada uno y todos a la vez se enfrentan entre sí para lograr su objetivo. Como bien explicaba Norberto Bobbio,5 la pluralidad es lo que caracteriza este momento, que se podría traducir también como el imperio de lo particular, donde cada uno establece su propio criterio de justicia y de utilidad, y actúa en consecuencia. La condición propia del estado de naturaleza, entonces, es la amenaza permanente de la muerte violenta. Dice Hobbes en su famosísima descripción del estado de naturaleza:
En una situación semejante, no existe oportunidad para la industria, ya que su fruto es incierto; por consiguiente, no hay cultivo de la tierra, ni navegación, ni uso de los artículos que pueden ser importados por mar, ni construcciones confortables, ni instrumentos para mover y remover las cosas que requieren mucha fuerza, ni conocimiento de la faz de la tierra, ni cómputo del tiempo, ni artes, ni letras, ni sociedad; y lo peor de todo, existe continuo temor y peligro de muerte violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve.6
Esta violencia que impide el desarrollo de lo propiamente humano es fruto de ese particularismo, de esa falta de condiciones para que prime una ley común y pueda hacerse cumplir, asegurando la vida y el bienestar de todos.
En la búsqueda de esa seguridad, la razón muestra a los hombres el camino para superar la condición de mera naturaleza y, a través de pactos mutuos, constituir el Estado civil, bajo la autoridad de un poder soberano capaz de hacer cumplir contratos y leyes. Ese pacto fundacional hobbesiano no se da entre súbditos y autoridad, sino que implica la renuncia de los individuos a sus derechos ilimitados a favor de quien será el representante de ese poder común. El resultado es que el Estado y quien actúa en su nombre (un hombre o una asamblea) cuenta con un poder absoluto, necesario para garantizar la obediencia a través del terror que inspira. La constitución del Estado civil, entonces, no erradica toda violencia, sino que esta se presenta como el ejercicio de la violencia a través de la amenaza constante del soberano sobre unos individuos que, sin esa coacción, son incapaces de obedecer. El temor a la muerte a manos de cualquiera se trastoca, pacto mediante, en el temor a la espada soberana.
Ahora bien, esta nueva violencia institucionalizada en el Estado está legitimada por el pacto, y su ejercicio está supeditado al reconocimiento de una ley y razón comunes a las cuales todos están sujetos. Para Hobbes, no hay un criterio de justicia por fuera de la ley civil, puesto que solo un poder soberano es capaz de establecer un criterio general y velar por su cumplimiento.
LEY CIVIL es, para cada súbdito, aquellas reglas que el Estado le ha ordenado de palabra o por escrito o con otros signos suficientes de la voluntad, para que las utilice en distinguir lo justo de lo injusto, es decir, para establecer lo que es contrario y lo que no es contrario a la ley.7
¿Este “monopolio de la violencia legítima” conjura para siempre la reintroducción del imperio particular de la violencia? Por supuesto que la respuesta es negativa. Si bien el poder del Leviatán es inmenso y amenazador, es responsabilidad de la autoridad soberana hacer uso de él para garantizar el fin para el cual los individuos renunciaron a sus derechos naturales, esto es, lograr la paz y la seguridad de una vida confortable. La disolución de la unidad en una nueva pluralidad de fuerzas particulares es un escenario posible, amenazador y oscuro, y acecha a todo Estado cuando la autoridad se desentiende del interés común.
2. Protego ergo obligo
Hobbes justifica la soberanía absoluta del Estado moderno del modo en que lo planteamos en el apartado anterior. Sin importar si la forma de gobierno es monárquica, aristocrática o democrática, el poder del Estado es absoluto, porque no está condicionado por ningún otro poder. Los súbditos le deben una obediencia total porque es fruto de su voluntad y se han comprometido a dejar de lado su juico particular para, a partir del pacto, regirse por la ley civil. Ahora bien, hay un derecho que no puede ser cedido ni puede ser renunciado: es el derecho a la autoconservación:
Si el soberano ordena a un hombre (aunque justamente condenado) que se mate, hiera o mutile a sí mismo, o que no resista a quienes le ataquen, o que se abstenga del uso de alimentos, del aire, de la medicina o de cualquiera otra cosa, sin la cual no puede vivir, ese hombre tiene libertad para desobedecer.8
La filosofía hobbesiana apunta a legitimar el orden del Estado a partir de la renuncia de los individuos a su derecho a protegerse a sí mismos a favor de un poder soberano capaz de ejercer esa potestad. Aun así, hay un derecho irrenunciable, un derecho que permite a los súbditos de un poder absoluto resistir y desobedecer cuando están en juego su integridad y su preservación. Dicho de otra manera, el poder más absoluto que pueda pensarse, aun cuando se reconozca que es un poder legítimo porque los individuos se han sometido a él voluntariamente, puede ser legítimamente resistido cuando corre peligro la supervivencia.
El soberano —afirma Hobbes— es la única voluntad libre, y solo por la autoridad con la cual ha sido investido es capaz de dictar las leyes que ordenan la vida en sociedad. Tan absoluto es su poder que ni siquiera está obligado a la ley que establece. Sin embargo, esto no significa que el soberano no tenga obligaciones. El capítulo 30 del Leviatán se refiere justamente a la misión del soberano y establece una serie de obligaciones que quien detenta el poder debe observar para cumplir con el único compromiso que se le puede exigir: proteger a los súbditos, brindarles seguridad. Pero, ¿qué entiende Hobbes por una vida segura? Afirma que “por seguridad no se entiende aquí una simple conservación de la vida sino también de todas las excelencias que el hombre puede adquirir para sí mismo por medio de una actividad legal, sin peligro ni daño para el Estado”.9 Vale decir que no es suficiente con que el Estado garantice la mera existencia biológica, sino que también debe establecer las condiciones para que esa vida sea excelente.
La fortaleza del poder soberano del Estado —sea cual fuere su forma de gobierno— es necesaria porque a él le corresponde la tarea de imponer, por sobre las razones y voluntades particulares, una razón y un juicio públicos que no tengan en cuenta las singularidades de las partes sino el bien público.
Por consiguiente, si quien no está sujeto a ninguna ley peca en todo cuanto hace contra su conciencia, porque no tiene otra regla que seguir, sino su propia razón, no ocurre lo mismo con quien vive en un Estado puesto que la ley es la conciencia pública, mediante la cual se ha propuesto ser guiado. De lo contrario y dada la diversidad que existe de pareceres privados, que se traduce en otras tantas opiniones particulares, forzosamente se producirá confusión en el Estado, y nadie se preocupará por obedecer al poder soberano, más allá de lo que parezca conveniente a sus propios ojos.10
Los intereses de pueblo y soberano coinciden necesariamente porque constituyen dos caras de la misma moneda. El Estado soberano es la garantía del bienestar del pueblo, es decir, no hay desarrollo individual ni colectivo posible sin la protección del Estado; al mismo tiempo, no hay Estado sin la unidad de la voluntad del pueblo y su sumisión a la ley civil. La obediencia es la contracara de la protección, y es en esa relación mutua donde se halla el límite de la obediencia.
Si el Estado no establece las condiciones para llevar adelante una vida de excelencia, esto es, si bajo su dominio los súbditos están expuestos al hambre, al frío, a la injerencia de poderes extraños, etc., entonces cesa la obligación de obedecer, puesto que no hubieran cedido sus derechos naturales si no fuera por ver asegurados los recursos de la existencia.
La conciencia pública que se erige a partir del establecimiento del Estado civil requiere de soberanía absoluta porque sus criterios y dictámenes no pueden ser disputados, ni por las razones de los individuos particulares ni tampoco por otras entidades que posean algún tipo de poder sobre los hombres. Sin embargo, en virtud del derecho a la autoconservación —que jamás puede ser renunciado— y de las razones que llevan a los hombres a pactar, la obediencia se produce en la medida en que el soberano es capaz de generar los medios para que los ciudadanos desarrollen sus vidas del mejor modo posible. Si esto no ocurriera, es necesario que cada uno recupere el derecho a defenderse y buscarse los medios para asegurar la vida con su propia fuerza, condición propia del estado de naturaleza. El carácter dicotómico del modelo hobbesiano no permite pensar una comunidad sin un poder soberano capaz de hacer cumplir la ley y el pacto. Es por eso que, si la ecuación que intercambia protección por obediencia no funciona, la alternativa es el caos de la guerra de todos contra todos.
Hobbes afirma que ninguna incomodidad propia del sometimiento al Estado civil es comparable con la situación miserable que caracteriza la condición de naturaleza, donde ningún poder común es posible, donde adviene la guerra permanente, que es el peor de los males. Sin embargo, el máximo poder que los hombres son capaces de crear —el gran Leviatán con todos los atributos de la fuerza y de la ley— tiene sentido solo si es capaz de cumplir su misión irrenunciable, esto es, hacer uso de toda esa potencia con el fin de procurar el bien del pueblo. Su fracaso no arrastra solo a quien detenta el poder soberano, sino a la soberanía misma, puesto que “el bien del soberano y del pueblo nunca discrepan”.11
3. Fuerza y violencia
James Harrington, contemporáneo de Hobbes, fue poco conocido fuera del ámbito anglosajón hasta el revival del republicanismo —en gran parte gracias a los estudios de la Escuela de Cambridge12 en la segunda mitad del siglo pasado— que lo colocó en un lugar central para entender la tradición republicana moderna. En su obra más conocida, La República de Oceana, propone la idea de un gobierno mixto como alternativa republicana al absolutismo de Hobbes, a quien replica constantemente a lo largo del texto. Este modelo institucional, “a mitad de camino entre la historia y la utopía”,13 hace uso de la distinción histórica entre prudencia antigua y prudencia moderna para, por un lado, oponerse al filósofo de Malmesbury y, por el otro, distinguir un gobierno legítimo de uno meramente legal o de derecho. Para la prudencia antigua —también llamada imperio de las leyes— el gobierno era de iure, mientras que para la moderna —o imperio de los hombres— el gobierno es de facto. En el primer caso, el gobierno se rige por intereses comunes, mientras que en el segundo “es un arte por el cual algún hombre, o unos cuantos, tienen sometida a una ciudad o nación y la rigen de acuerdo a sus intereses privados”.14 Para el autor, solo en este último podemos decir con propiedad que hay un ejercicio de la violencia, sin embargo, de esto no se desprende que en un gobierno de iure no se haga ejercicio de la fuerza, que no deja de ser violencia a fin de cuentas.
Fuerza y violencia se distinguen porque la primera responde a la ley establecida como principio fundamental de gobierno, por sobre el cual ningún individuo puede ubicarse, y que tiene como fin de sus acciones el interés común y la libertad de los ciudadanos. Por su parte, el ejercicio de la fuerza de acuerdo a un interés particular es violento —y solo en ese caso puede llamarse violencia— porque implica el sometimiento y la pérdida de la libertad de aquellos a quienes somete. Dicho de otro modo, la fuerza y la violencia se distinguen por ser una legítima y la otra no. Dice Harrington, en clara oposición a Hobbes (a quien llama Leviatán en su obra):
yo confieso que magistratus est lex armata; el magistrado en sus estrados es para la ley lo que un artillero en su plataforma es para su cañón. Sin embargo, yo no me atrevería a argüir en esta forma ante un hombre de cierta inventiva: todo un ejército, aunque nadie en él sepa leer ni escribir, nada teme de una plataforma, sabiendo que no es sino tierra o piedra, ni de un cañón, que sin mano que lo dispare solo es hierro frío; de lo que se asusta un ejército es de un hombre. (…) de tal especie es el razonamiento de Leviatán.15
Esta distinción entre fuerza y violencia aparece nuevamente en la colección de aforismos que componen la obra Un sistema de política, en una clasificación entre los tipos de gobierno que pueden mandar a un pueblo. Este puede ser nacional o provincial, siendo el primero un gobierno independiente mientras que el segundo es dependiente de un príncipe u otro Estado. Por otro lado, el autor afirma: “Un pueblo ni se gobierna a sí mismo ni es gobernado por otros excepto en razón de algún principio externo que le fuerzaa ello”.16 Este principio o fuerza que produce un gobierno puede ser natural o innatural, y solo en este último caso se llama violencia y se aplica a los gobiernos provinciales; es decir, a los que dependen de un interés extraño al pueblo como el de un príncipe u otro Estado.
Dentro de la tradición republicana —y Harrington no es la excepción— la diferencia entre legal y legítimo es fundamental, pues mientras que se reconoce que constitución y funcionamiento de un cuerpo político implica el establecimiento de una ley —y por tanto del ejercicio de la espada—, no todo uso de la fuerza es conforme a determinados principios básicos y fundamentales que justifican el uso de la fuerza por el magistrado. Los republicanos no se oponen a toda forma de coacción sino solo a aquella que proviene de una voluntad externa y arbitraria, y que significa una pérdida de la libertad, entendida en términos de no dominación.17 Así, para Hobbes, la aplicación de la ley es, por definición, siempre una merma en la libertad de los miembros del cuerpo político, tanto si es una monarquía como una república. Por eso afirma:
En las torres de la ciudad de Luca está inscrita, actualmente, en grandes caracteres, la palabra LIBERTAS; sin embargo, nadie puede inferir de ello que un hombre particular tenga más libertad o inmunidad, por sus servicios al Estado, en esa ciudad que en Constantinopla”.18
A lo que Harrington responde:
decir que un luqués, no tiene mayor libertad o inmunidad de las leyes de Lucca que un turco de las de Constantinopla, y decir que un luqués no tiene más libertad o inmunidad por las leyes de Lucca que un turco por las de Constantinopla, es decir cosas bien diferentes.19
4. Equilibrio y obediencia
Si tenemos en cuenta la clara opción de Harrington por el imperio de la ley, debemos entender la ley como la institución clave capaz de hacer posible la libertad de los hombres. Dicho de otro modo, la ley es lo que impide que unos hombres impongan su dominio arbitrario sobre otros. De acuerdo con el credo republicano, somos libres por las leyes y no frente a las leyes. Para hacer posible este gobierno de iure se necesitan algunos pilares institucionales que lo sostengan. En el caso de Harrington, pueden resumirse en tres: 1. El mantenimiento del equilibrio de la propiedad de la tierra; 2. La rotación de cargos, y 3. La división de tareas entre un magistrado que hace cumplir la ley o la ejecuta, el Senado (una aristocracia de la virtud) que debate, y la Asamblea (popular) que resuelve, conformando así un gobierno mixto.
Merece la atención concentrarnos en el primero de estos pilares sobre los que se sostiene un gobierno de las leyes, pues si este falta, difícilmente pueda salvarse ningún gobierno. Para Harrington, todo gobierno está determinado por las riquezas, porque “si un hombre tiene alguna hacienda puede tener algunos sirvientes o una familia, y por tanto algún gobierno o algo que gobernar; si no tiene hacienda, no tiene ningún gobierno”.20 De este modo, critica a Hobbes por creer que todo gobierno se reduce a la espada pública —al monopolio del ejercicio de la violencia pública— sin advertir que los ejércitos son animales que necesitan del alimento que saldrá necesariamente de las tierras que se posean. Así, la división clásica en formas puras de gobierno se explica de acuerdo a quién o quiénes son los poseedores de la mayor parte de la tierra. Si un hombre posee al menos tres cuartas partes de la tierra, su imperio es la monarquía absoluta; si la nobleza (o la nobleza junto con el clero) predomina en la propiedad de las riquezas, el imperio será una monarquía mixta; en cambio, si la propiedad de la tierra está repartida de tal modo que ni uno ni unos pocos pueden modificar ese equilibrio, el gobierno será una república. Es decir, gobierna el interés de quien tiene el dominio de la tierra puesto que, en última instancia, tiene el poder de alimentar al pueblo. Así, “el que necesita pan es siervo del que le alimenta, si un hombre alimenta a todo un pueblo, lo somete a su imperio”.21 Si no hay autonomía material, no hay posibilidad de desobedecer, pero si el pueblo logra poseer al menos las tres cuartas partes de la propiedad de la tierra, no hay fundamento para obedecer a un gobierno que no sea popular.
Dado que el equilibrio depende de las riquezas —fundamentalmente de la posesión de la tierra, aunque contempla los casos en los que las riquezas provienen del comercio— estas pueden cambiar de manos y, por tanto, modificarse el equilibrio. Esto es lo que relata en su utopía histórica cuando la monarquía inglesa, para combatir el poder de los nobles y el clero, dio fuerzas al partido popular a través de diversos estatutos que aseguraban la posesión de las tierras para el pueblo. De este modo, “logró la Cámara de los Comunes levantar la cabeza, tan alta y formidable desde entonces para sus príncipes que ellos han empalidecido ante aquella asamblea”.22 Las transiciones entre un equilibrio y otro, por más sedicioso que pueda parecer, responde a una evolución histórica que no puede contenerse —no por mucho tiempo— con el ejercicio de la violencia. En este caso, podemos entender que la fuerza de la historia se impone a la violencia de la privación de gobierno. Por privación de gobierno, o desequilibrio de gobierno, Harrington entiende el mantenimiento por la fuerza de un tipo de gobierno sin que se corresponda con su fundamento material. Así, la tiranía se da cuando la fuerza está en manos de un príncipe; la oligarquía, cuando la fuerza está en manos de unos pocos, y la fuerza en manos del pueblo es la ausencia de todo gobierno o anarquía. Estos desequilibrios son, para el autor inglés, de corta duración y significarían una transición de un equilibrio a otro.23
Para evitar la variación del equilibrio entre la propiedad de la tierra y el gobierno, Harrington propone como instrumento la redacción de una ley agraria. El objetivo de esta ley es neutralizar cualquier peligro de sedición o guerra, pero no a través de un dominio absoluto como ve en Hobbes, sino a través de la ausencia de posibilidad de dominio de los poderosos. En ese sentido, el gobierno mixto es para él —siguiendo a Maquiavelo— el mejor, pues el senado compuesto por una aristocracia natural propone, mientras que la asamblea popular decide. Porque “el saber de los pocos puede ser luz de la humanidad, pero el interés de los pocos no es provecho de la humanidad ni de una república. (…) el interés de una república está en el conjunto de todo el pueblo”.24
De este modo se consigue el gobierno más perfecto, que es aquel que tiene un equilibrio tal que nadie tendrá interés en perturbarlo, y si lo tiene, no tendrá la fuerza de modificarlo mediante la sedición. Es muy probable que la experiencia de las guerras civiles haya hecho que todos los esfuerzos de Harrington —y los de Hobbes también— se vuelquen a conjurar estos peligros. A tal punto llegan estos esfuerzos que, contradiciendo a Maquiavelo —a quien sigue y admira—, rechaza la teoría del florentino de que la grandeza de Roma se debió justamente al enfrentamiento entre los nobles y la plebe. Para Harrington, este tipo de divisiones partidarias desembocan tarde o temprano en los conflictos que se buscan evitar.
5. Algunos apuntes a modo de conclusión
Interesa destacar, en primer lugar, que los dos autores acuerdan en que el ejercicio de la violencia por parte del Estado está siempre supeditado al cumplimiento de ciertas obligaciones por parte del soberano. En el caso de Hobbes no hay distinción entre legal y legítimo o, mejor dicho, lo legal, en su pensamiento, siempre es legítimo. Es por eso que, en la medida en que el Leviatán cumpla su parte de obligación, que es la garantía de paz y seguridad, cualquier medio que use —y eso incluye fundamentalmente el uso de la espada— es válido. Harrington, en cambio, distingue lo meramente legal de lo legítimo. Así, el uso de la fuerza por parte del gobierno es violento si no cumple con las condiciones de garantizar las condiciones materiales básicas. Dicho en otros términos, los dos piensan la política como garantía de la vida. Como afirmaba Foucault, el soberano moderno es el encargado de “dejar vivir” —pues su misión y límite es la garantía de la vida de los súbditos—, y de “hacer morir” en la medida en que es el poseedor de la espada pública.25
En segundo lugar, de la lección de los clásicos de la modernidad —ya defiendan el poder absoluto, ya breguen por un régimen de libertad— podemos rescatar que los reveses de la obediencia, de la simpatía o del apoyo a quienes ejercen los poderes soberanos del Estado no son atribuibles a la volubilidad de los pueblos sino, no cabe duda, a la negligencia, debilidad e incompetencia de quienes detentan ese poder. Hobbes sostiene que la responsabilidad de garantizar la obediencia siempre recae en quien detenta la soberanía. Por tanto, se puede afirmar que no es la falta de obediencia la que provoca la debilidad de la soberanía. Si la obediencia encontró su límite, si el poder del Estado es resistido, es señal del fracaso del soberano en su función más propia. Dicho de otro modo, ningún orden, ni el más absoluto, puede esperar obediencia si no es capaz de generar las condiciones necesarias para que los ciudadanos vivan con dignidad. En el caso de Harrington, también podemos decir que cuando el gobierno muestra su incapacidad deviene la desobediencia, como consecuencia y no como causa. Pero en este caso, además, ese límite a la obediencia está determinado por lo que él llama la propiedad de la tierra, que se trata de la obligación del poder de atender a las condiciones materiales, sin las cuales el poder es violento y la obediencia, a la larga, cesa.
Si pensamos los fenómenos contemporáneos que han tenido lugar en distintos puntos de nuestra América Latina: las manifestaciones en Chile, Colombia, Ecuador, Brasil, y en Bolivia en contra de último golpe de Estado, creemos que los clásicos nos permiten entender algunas cuestiones. Desde la perspectiva hobbesiana, estos fenómenos obedecen siempre a la incapacidad del Estado soberano para garantizar las condiciones de una vida de excelencia. El límite de esta lectura es que la disolución del poder soberano implica, siempre, la diseminación de la fuerza en poderes particulares. Podríamos decir que no existe, en Hobbes, una posibilidad de aunar los intereses en un interés común que los representen fuera de la conformación del Estado. Es Harrington, desde un republicanismo popular, el que puede darnos la clave de comprensión necesaria. Al proponer una historia que deviene, es posible rastrear un interés general o, como él lo llama, una razón universal que no es otra cosa que el interés de la humanidad. Esa razón universal marca un horizonte desde el cual se puede juzgar como ilegítimos aquellos momentos de ejercicio de la violencia para mantener un gobierno fuera del equilibrio de dominio.
En ese sentido, nos permite pensar las resistencias de los hombres a obedecer a un soberano que demostró su incapacidad para dar respuesta a los intereses más generales como un impulso siempre presente de los pueblos a propender a un gobierno popular, pues como dijo Harrington, “el interés del gobierno popular viene a estar más cerca del interés de la humanidad”.26
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Notas
Notas de autor