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El pathos divino en la filosofía judía
The divine pathos in Jewish philosophy
El pathos divino en la filosofía judía
Tópicos, núm. 43, 2022
Asociación Revista de Filosofía de Santa Fe
Recepción: 01 Marzo 2021
Aprobación: 06 Septiembre 2021
Resumen: En el presente artículo se pretende clarificar el significado del pathos de lo divino como atributo de la emocionalidad en Dios. Son señalados algunos aspectos esenciales de la tradición judía, refiriendo los vínculos y controversias temáticas entre Heschel, Maimónides y Spinoza en torno a los atributos de Dios y su relación con los hombres. También se alude la crítica que Spinoza dirigió a la tradición judía y las consecuencias de esa actitud para el pensador holandés, incluyendo el rechazo de otros eruditos del judaísmo. Por último, se explican algunas de las confrontaciones recientes hacia la concepción antropomórfica de lo divino y las implicaciones de asumir que Dios tiene emociones.
Palabras clave: Divinidad, hombre, emoción, judaísmo, tradición.
Abstract: In this article it is intended to clarify the meaning of the pathos of the divine as an attribute of emotionality in God. Some essential aspects of the Jewish tradition are pointed out, referring to the links and thematic controversies between Heschel, Maimonides and Spinoza regarding the attributes of God and his relationship with men. It alludes to the criticism that Spinoza directed to the Jewish tradition and the consequences of that attitude for the Dutch thinker, including the rejection of other students of Judaism. Finally, some of the recent criticisms of the anthropomorphic conception of the divine and the implications of assuming that God has emotions are explained.
Keywords: Divinity, man, emotion, judaism, tradition.
I
La noción del pathos implica la aceptación de un carácter emocional en Dios, una modalidad afectiva en su esencialidad. Este enfoque se ha promovido en los libros bíblicos y ha sido diseminado en algunos sectores del judaísmo. Si bien el concepto de la afectividad de Dios resulta inoperante para algunos, ha sido el fundamento de algunos filósofos de la religión, como es el caso de Heschel. En contraparte, Maimónides y Spinoza, dos pensadores que comparten la judeidad, no convergen con Heschel en su idea del pathos divino. Por ende, resulta prioritario analizar los fundamentos y distinciones que son presentadas en relación con este primer posicionamiento ante lo absoluto.
Para comenzar, conviene matizar la importancia del judaísmo reconociendo que “una tercera parte de la civilización occidental lleva la impronta de sus ancestros judíos”,1 aun sin darse cuenta de ello. De tal manera, no resulta infructuoso revisar algunas de las nociones presentadas por tres pensadores fundamentales de este ámbito.
Smith reconoce que “lo que sacó a los judíos de sus tinieblas y los elevó a una permanente grandeza religiosa fue su pasión por el significado”.2 Visto así, el interés por dar sentido a la vida y por encontrar una explicación a las sufridas jornadas cotidianas es un elemento reinante en el pensamiento judaico. La respuesta que se encuentra en sus libros sagrados no está situada en lo terrenal, sino por encima de la categoría de las cosas. En concreto, el Dios de los salmistas y de los profetas no podía ser equiparable a la naturaleza, sino que su posición es mucho más alta y sublime.
La historia de los judíos está llena de situaciones complejas y de momentos difíciles o acuciantes para el pueblo. No obstante, eso ha favorecido la germinación de un sentimiento de unión entre sí, así como de una voluntad y una solidaridad capaz de sobreponerse a pesar de las más grandes pruebas. En ese sentido, el conocimiento del sufrimiento ha forjado una íntima noción de identidad colectiva que ha persistido a lo largo de varias generaciones. Asimismo, “aunque los judíos tuvieron la capacidad de encontrar significativo su sufrimiento, entendieron que el significado no terminaba allí. Su punto culminante sería el mesianismo”.3 Por tanto, la convicción de que las obras humanas son una mediación de la voluntad divina ha posicionado en cada judío convencido la notable disposición a cualificarse y a emprender caminos de mejora personal que terminan siendo fructíferos para la comunidad. De igual forma, “han continuado existiendo, pese a las increíbles desventajas y adversidades que tuvieron que confrontar y, en proporción a su número, han hecho más contribuciones que ningún otro pueblo a la civilización”.4
Tal como puede observarse, “de comienzo a fin […] la historia de los judíos es única”;5 por ello, conviene situar la atención en una de varias cuestiones que ha propiciado discusiones, disputas y debates, incluso entre los mismos judíos.
II
Una de las más claras aceptaciones del pathos divino se encuentra en los escritos de Abraham Joshua Heschel. En opinión del rabino polaco, considerado uno de los más encomiables pensadores judíos del siglo XX, “en el judaísmo es necesario creer en Dios, creer que la revelación de Dios está en la Torá”.6 Además, en uno de los volúmenes de su trilogía titulada Los profetas, Heschel defiende el concepto del pathos divino aludiendo que “no debemos olvidar que el Dios de Israel es más sublime que sentimental, ni debemos asociar lo bondadoso con lo apático, lo intenso con lo siniestro, lo dinámico con lo demoníaco”.7 Por tanto, su primer argumento a favor de la emocionalidad de Dios consiste en desmitificar la emoción misma, destituyendo las opiniones que hacen de ella algo inferior o poco propio para la divinidad.
El prominente rabino conocía el argumento de Filón, consistente en que “las Escrituras describen al Ser divino en términos humanos para educar al hombre”,8 lo cual explicaría la descripción emocional que Moisés realizó al referirse a Dios. Sin embargo, si bien podría comprenderse el recurso didáctico del primer liberador del pueblo hebreo, en Heschel la noción del pathos divino no se limita a una especie de metáfora, sino que constituye el lazo esencial que vincula a los profetas con Dios. Visto así, “no hay una fusión real del profeta con lo divino, sólo una identificación emocional con el pathos de Dios”.9 La identificación de los profetas con la emoción de Dios no es de orden intelectual, sino que genera en ellos un arrebato pasional que difícilmente podría ser reducido al ámbito conceptual.
La resonancia de la emoción divina en los profetas no se restringe a la experiencia de emociones agradables, sino que “hay (…) muchas y variables formas de pathos, tales como amor e ira, dolor y alegría, misericordia y cólera”.10 Asumir la emocionalidad de Dios llevó a Heschel a encontrar el conector entre lo divino y los profetas; en tal punto, era menester defender el acto profético, así como su mensaje. En palabras del pensador judío, “la experiencia profética es la experimentación de una experiencia divina, o el darse cuenta de haber sido experimentado por Dios”.11 No se trata, por tanto, de una elección personal o de hacer distintas cosas para volverse un profeta, sino que existe una elección divina que, en ocasiones, puede no resultar tan placentera para el elegido. Aun así, la experiencia profética, consistente en la convergencia con el pathos divino, no palidece el ejercicio pensante del profeta, quien “agobiado por la mano de Dios puede perder el poder de la voluntad, pero no el de la mente”.12
Según lo percibe Heschel, la crítica al papel de los profetas, así como los pronunciamientos en torno a su eventual desquicio mental, están delineados por el error de no conducirse de manera respetuosa ante su legado. El filósofo hebreo defiende su postura al afirmar que “la apreciación estética se convirtió en un sustituto de la creencia en la inspiración divina”,13 como si el hecho de conmoverse ante algo que nos parece bello no tuviese un sustento en una instancia transpersonal. Además, Heschel alude que el “momento de la actividad artística en que de un vago estado de ánimo creador surge repentinamente, como si fuera por iluminación, la clara conciencia de los caracteres esenciales de la obra proyectada”,14 no puede explicarse como algo que se delimita en la estructura física de nuestro cerebro.
Ante la crítica de que los profetas eran eficientes oradores que no ofrecían un mensaje derivado de una instancia transpersonal, el rabino cuestiona: “¿Es históricamente correcto ver al profeta como un demagogo que no vaciló en condenar a otros por proclamar en nombre de Dios palabras que surgieron de su propia mente, mientras que él mismo estaba utilizando el mismo artificio?”.15 Con esta pregunta, el rabino intenta validar la autoridad moral de los profetas, al tiempo que señala que el argumento central de sus críticos no es comparable al que los profetas utilizaban para señalar las artimañas de los que se proclamaban intérpretes de la palabra divina. En todo caso, los profetas ofrecían un tipo de mensaje alternativo y no se contentaban con desacreditar; por su parte, la crítica que se ha hecho a los profetas no ofrece ningún mensaje que sustituya el que ellos presentan, puesto que se centra en proclamar la imposibilidad de cualquier tipo de profecía.
De acuerdo con la apreciación de Levenson, en relación al punto de partida de la teología de Heschel, “uno no puede dejar de detectar el regreso de poderosos fragmentos de la piedad jasídica de sus orígenes, sólo que ahora aparecen en el lenguaje del pensamiento occidental para una realidad social y religiosa occidental”.16 En su labor académica y religiosa, Abraham Joshua mostró un claro interés por los alcances de otros judíos que, así como él, habían incursionado en el mundo de la filosofía occidental. Uno de ellos fue Maimónides, a quien incluso dedicó un ensayo completo.17
III
Heschel consideró a Rabí Moisés Ben Maimón (Maimónides) como “uno de los más grandes eruditos de la ley de todos los tiempos”.18 Manifestó de manera constante una amplia admiración hacia la obra de éste y admitió que “las obras que vieron la luz entre los años 1135–1204 resultan tan increíbles que casi sentimos la tentación de creer que Maimónides fue el nombre de toda una academia de eruditos y no el nombre de un solo individuo”.19 Entre las principales cosas que Heschel rescata del pensamiento del filósofo sefardita se encuentra la convicción de que “la contemplación y el conocimiento son las causas del amor”,20 de modo que en la medida en que se tiene un mejor y más agudo conocimiento de la realidad, de las personas y de la vida, más puede amarse a cada una de ellas. Del mismo modo acontece con la vivencia del amor a Dios, la cual resulta proporcional a la captación o conocimiento del amor de Dios hacia lo humano.
Enfatizando la importancia de vincular el estudio con la piedad, Heschel expresó de Maimónides que “su vida interior estaba llena de búsqueda, indagación, esfuerzo y autocuestionamiento”.21 Esto es congruente con la base del credo maimonideano, el cual encuentra sustento en la certeza de que “la realidad última cobra expresión en las ideas”.22 Por ende, para Rabí Moisés Ben Maimón, los profetas generaban su nexo íntimo con Dios a partir de cierta comprensión de Él. Si bien Maimónides no creía que los profetas fueron intelectuales superdotados, tampoco negó la importancia de su raciocinio. Así, “lejos de suponer la cesación de la facultad de razonamiento, destacó, por el contrario, el papel de la capacidad intelectual del profeta”.23 Ningún individuo podría estar facultado para comprender la profundidad de Dios. Según lo piensa Maimónides, y lo reitera Heschel, “el hecho de que el hombre se encuentre dentro de un cuerpo impide que la mente capte lo que está por encima de la naturaleza”.24 Este sería, en efecto, un aspecto que Maimónides llevó al extremo y lo persuadió de que Dios no podría tener cuerpo, puesto que, de ser así, se encontraría tan limitado como el hombre, por derivación de la imperfección de su corporalidad y la lejanía que esta supone con relación a lo no material.
Heschel no sólo muestra respeto a Maimónides, sino que expone su admiración al filósofo medieval refiriéndolo como “el erudito rabínico más creativo del milenio”,25 “un precursor en el campo de la religión comparada”26 e incluso poseedor de los méritos necesarios para ser considerado “un maestro excelso y quizás el mejor estilista de la lengua hebrea desde los tiempos de la Biblia”.27 Por si fuera poco, de sus obras reconoció que permanecían “sin paralelo en materia de erudición judía”,28 y que además “son incomparables y no han sido superadas”.29 A pesar del aprecio de Heschel por Maimónides, una de las diferencias más consistentes entre ellos es su postura ante el asombro. Según el autor del tratado Mishné Torá, “Dios es incorpóreo y exento de pasiones”,30 de modo que el pathos divino no podría ser considerado una verdad ontológica, sino una representación apropiada para la enseñanza, en función de que “para el vulgo siempre hay que hablar con imágenes”.31
La apreciación que tenía Maimónides de los atributos de Dios es muy clara y concreta:
Dios no es un cuerpo (…) no hay ninguna semejanza en ninguna cosa entre Él y sus creaturas, su existencia no se parece a la de ellas, su vida no se asemeja a la de las creaturas dotadas de vida, ni su ciencia a la de las creaturas dotadas de ciencia, (…) la diferencia entre Él y ellas no consiste solamente en el más o en el menos, sino en el género de la existencia.32
En ese tenor, lo que cada humano aprecie en relación a Dios, lo que diga de Él o las características que le confiera, se encuentra sujeta a una visión que se restringe a la condición humana, con todos sus límites y distorsiones. Visto así, incluso cuando referimos a Dios como un ser perfecto, lo hacemos desde la categorización de lo perfecto que hemos establecido de antemano. En otras palabras, el conocimiento humano no es capaz de describir Aquello que no se encuentra delimitado por la condición humana.
Muchos aluden a Dios como si fuese un humano con poder superior, inculcando que su modalidad es similar a la de los hombres. Hacia ellos, Maimónides dirige un agudo y fino desprecio:
¿Cuál será, pues, la condición de aquel cuya incredulidad se refiere a la esencia misma de Dios y que cree lo contrario de lo que Él es realmente, es decir, que no cree en su existencia, o lo cree dos, o lo cree un cuerpo, o sujeto a pasiones o le atribuye una imperfección cualquiera? Un hombre así es indudablemente peor que el que adora a un ídolo.33
La crítica del judío de al–Ándalus no se restringe a las supuestas pasiones de Dios, sino que tampoco aprueba que se hable de Él como si fuese un ser que realiza actos. En ese sentido, “como no comprendemos que nos sea posible producir ningún objeto sino haciéndolo con las manos, se nos ha presentado a Dios como operando [o haciendo las cosas]”.34 En ambas posiciones, el filósofo al que judíos y árabes lloraron durante tres días tras su muerte35 estipuló una clara animadversión hacia la antropomorfización de Dios; dicho con más claridad: consideraba que no hay justificación para que algún hombre o mujer, intentando explicar a Dios, lo convierta a su imagen y semejanza.
De acuerdo con la perspectiva del más grande de los filósofos judíos, Dios no actúa a la manera humana porque “no hay en Él, fuera de su esencia, cosa alguna con la que obre, sepa o quiera”.36Sin embargo, las reiteradas menciones bíblicas en torno a los atributos de Dios podrían ser la principal objeción a los postulados maimonideanos. Cortando de tajo tal apreciación, Maimónides explica la confusión del siguiente modo: “Encontrando que los libros de los profetas y los del Pentateuco adjudicaban a Dios atributos, se ha tomado la cosa al pie de la letra y se ha creído que Él tiene atributos”.37 En esto puede encontrarse la finalidad didáctica que el pensador atribuye a algunos pasajes de la Biblia, sin que ello suponga, de forma estricta, que lo enunciado en el libro de origen hebreo deba ser considerado una verdad literal. Por ende, en su magna Guía de los perplejos, Maimónides invita a “excluir de Él [de Dios] toda pasión; pues todas las pasiones implican cambio”,38 de modo que no podría concederse que Dios cambie y que, debido a ello, manifieste su imperfección.
Aceptando que no hay manera de adjudicar de forma correcta ninguna característica a Dios, Maimónides llega a la conclusión de que “los verdaderos atributos de Dios son aquéllos cuya atribución se hace por medio de negaciones, lo que no implica ninguna expresión impropia, ni da lugar, en manera alguna, a atribuir a Dios ninguna imperfección”.39 Visto de tal manera, de Dios podría decirse que es incognoscible, indefinible, innombrable e, incluso, imperturbable. No obstante, si aceptamos que los atributos dirigidos a Dios deben iniciar o encontrar su fundamento en una plataforma negativa, se termina cuestionado incluso la afirmación sobre su ser, puesto que la afirmación de que Dios es, a la manera de “Soy el que soy”,40 no encuentra su cimiento en un atributo negativo, a saber: el no–ser; en todo caso, queda la opción de que Dios no sea como creemos que es, o que su ser no sea coincidente con la idea de ser que cada hombre o mujer tiene, ni con el ser de estos o de las cosas del mundo.
En tal disyuntiva sólo permanecen tres opciones: a) Dios no es; b) Dios es de un modo tan particular y tan puro que se centra en una vacuidad desconocida; c) Dios es, pero de un modo que no es similar a ninguna concepción de ser que podamos concebir desde nuestra condición humana. Así, en cualquiera de las tres alternativas aplica la conjetura de que “Dios no tiene ningún atributo esencial, bajo ninguna condición”.41 La indefinición de Dios propuesta por Maimónides no es algo exclusivo de su pensamiento, sino que él mismo reconoce que “todos los pensadores que se expresan con precisión admiten generalmente que Dios no puede ser definido”.42
En esa misma tónica, a pesar de que pueda imaginarse, no resulta admisible que exista cambio en Dios, de modo que el pathos divino, que en su naturaleza implicaría modificación emocional, estaría fuera de lugar porque “es necesario que todas sus perfecciones [de Dios] existan en acto y que no tengan absolutamente nada en potencia”.43 La evidente raíz aristotélica de la anterior conclusión maimonideana es aún más persistente en la siguiente premisa: “Todo lo que es una cosa cualquiera en potencia tiene necesariamente una materia: pues la posibilidad siempre está en la materia”;44 de esto deriva que en función de la incorporalidad de Dios no puede admitirse la presencia de la materia. A su vez, de esta existencia inmaterial no puede inferirse ningún cambio posible y de semejante imperturbabilidad e incontingencia no cabe concluir la afectación de Dios a partir de un carácter emocional. Con esto se desmorona la imagen de una deidad que juzga, castiga, ama o experimenta ira. Más controversial aún: no quedaría lugar para la noción de una deidad que realiza alianzas con un pueblo particular.
Maimónides, que también era médico, va aún más lejos en su apreciación y la lleva hasta sus últimas consecuencias admitiendo que la relación de Dios con los humanos es inexistente. En tal sentido se encuentra una clara coincidencia entre la visión del Dios maimonideano y el que presentaron los filósofos de la antigüedad griega. En sus palabras, explica que “no hay, en realidad, absolutamente ninguna relación entre Él [Dios] y cualquiera de sus creaturas, pues la relación no puede existir sino entre cosas que sean necesariamente de la misma especie próxima”.45 Una aseveración como la referida se asocia con claridad a la idea que Aristóteles enunció sobre las formas de la amistad y la necesaria semejanza categorial y anímica entre quienes comparten un nexo amistoso.46
Los textos de Heschel, lejos de provocar controversia con las apreciaciones de Maimónides o de centrarse en el debate directo sobre el problema de los atributos de Dios, exponen alusiones hacia la noción de perfección humana referida por el sefardita. En alusión a su antecesor, Heschel destaca las tres perfecciones posibles:
El primer ideal es el progreso físico, económico y moral, que proporcionará la serenidad del espíritu necesaria para alcanzar el segundo (…) que es la perfección intelectual. La perfección última del hombre consiste en conocer acerca de las cosas y todo cuanto una persona perfectamente desarrollada sea capaz de conocer.47
Se mantiene latente, en todo caso, la opción de aceptar los límites del conocimiento o la enmienda de indagar en lo que uno suele dar por hecho por creerlo conocido.
Con la aparente intención de coincidir su noción del pathos divino con la filosofía de Maimónides, Heschel alude el capítulo final de la Guía de los perplejos, en el cual, según menciona, se “define la meta última del hombre como la imitación de los senderos y actos de Dios, tales como la misericordia, la justicia, la rectitud”.48 No obstante, si bien pareciera que Maimónides se contradice al reconocer, en las últimas páginas de su obra, que sí existen atributos de Dios, en realidad centra su argumentación en lo afirmado por Jeremías, lo cual es refrendado cuando explica que
el propósito último del versículo de Jeremías [9, 23] era declarar que la perfección de la que el hombre puede realmente gloriarse es la que consiste en haber adquirido el conocimiento de Dios y en haber reconocido que su Providencia cuida de sus creaturas y se revela en la manera en que las conduce y gobierna.49
Previamente, sobre todo en el primer libro de su tratado, Maimónides había expuesto que Dios muestra sus caminos, pero prohíbe ver su rostro,50 de modo que la exposición del filósofo en torno al pasaje de Jeremías no representa una contradicción a su propia negación de los atributos de Dios, sino una invitación práctica para conducirse hacia la obtención de virtudes de las que podría emanarse una mejora personal y comunitaria.
IV
Otro de los autores más representativos en la historia de la filosofía judía es Spinoza. El pensador de Ámsterdam también mantuvo una postura crítica en relación con la creencia de los atributos emocionales de Dios. En su libro Ética, Spinoza estipula que “quienes confunden la naturaleza divina con la humana atribuyen fácilmente a Dios afectos humanos”,51 de modo que pensar a Dios en una forma similar a lo que corresponde a lo humano no puede ser más que por derivación de un aturdimiento teológico.
En sus textos, considerados inapropiados por las autoridades judías de su tiempo, Spinoza rechaza que Dios sufra por las acciones de los humanos o que lo que estos realicen sea causa de su malestar. En tal óptica, “no hay razón alguna para decir que Dios padezca en virtud de otra cosa”.52 Además, en concordancia con lo expuesto por Maimónides, el holandés asume que “ni el entendimiento ni la voluntad pertenecen a la naturaleza de Dios”.53 Asimismo, es muy probable que se haya referido a las autoridades de su tiempo y entorno cuando señala: “Ya sé que hay muchos que creen poder demostrar que a la naturaleza de Dios pertenecen el entendimiento sumo y la voluntad libre, pues nada más perfecto dicen conocer, atribuible a Dios, que aquello que en nosotros es la mayor perfección”.54 De esto se desprende que el filtro por el que el hombre y la mujer intentan conocer a Dios se encuentra delimitado por sus propias estructuras cognitivas y por sus nociones sobre lo bueno y lo deseable, pero esto no es suficiente para expresar lo que está por encima del mundo y de la prescripción del intelecto.
Spinoza también concuerda con Maimónides en la certeza de que Dios no puede manifestar cambios, porque estos pertenecen al mundo de lo material e imperfecto. De tal manera, “Dios es inmutable, o sea, que todos los atributos de Dios son inmutables”.55 Incluso, el nacido en la Haya en 1632, propuso dos tipologías de la naturaleza; la primera de ellas, a la que llamó Naturaleza naturante, incluye “lo que es en sí y se concibe por sí, o sea, los atributos de la substancia que expresan una esencia eterna e infinita, esto es Dios, en cuanto considerado como libre”.56 Por tanto, Dios como Naturaleza naturante no comparte sus atributos con nada más; en ese sentido, en función de que el humano observa sus atributos y luego los deposita en Dios, el error está consumado. Por su parte, la naturaleza naturada, está representada por “todo aquello que se sigue de la necesidad de la naturaleza de Dios, o sea, de cada uno de los atributos de Dios, esto es, todos los modos de los atributos de Dios, en cuanto considerados como cosas que son en Dios, y que sin Dios no pueden ser ni concebirse”.57 Dicho de otro modo, los atributos de Dios son cosas derivadas de Él, pero no los afectos, las virtudes, los pensamientos, las vivencias o las decisiones. El humano, al ser naturaleza naturada, representa un atributo de Dios, pero no de Él mismo como esencia, sino como derivación. La naturaleza humana, por tanto, no es comparable a la naturaleza de Dios, a pesar de que existe cierto vínculo.
Las conductas del hombre no tendrían que ser atribuidas a Dios, como por derivación de uno sobre el otro. Cuando esto no se toma en cuenta, la reflexión está condenada al fracaso. De tal modo, “el entendimiento en acto, sea finito o infinito, así como la voluntad, el deseo o el amor deben ser referidos a la naturaleza naturada, y no a la naturante”.58 Si todas las características identificables en las personas no debieran ser atribuidas a Dios, cabe preguntar de qué manera podría entenderse o concebirse lo que es Dios. Con esa intención, Spinoza aporta lo que él consideró las propiedades de Dios: a) existe necesariamente; b) es único; c) obra por la sola necesidad de su naturaleza; d) es causa libre de todas las cosas; e) todas las cosas son en Dios y dependen de Él, de modo que sin Él no pueden ser ni concebirse; f) todas las cosas han sido predeterminadas por Dios, no por la libertad de su voluntad o por su capricho absoluto, sino en virtud de la naturaleza de Dios, o sea, su infinita potencia, tomada absolutamente.59 Como podrá observarse, Spinoza está lejos de desconectar la presencia de Dios en el mundo, de hecho la concibe fundamental para que todo exista tal como es. Si el mundo y los seres vivos existen, de esto se deriva, para él, que Dios existe; de la presencia humana en la Tierra se deriva como antecedente y condición esencial la presencia de Dios. En Spinoza, Dios no es solamente el hacedor del Universo presente, sino que el futuro, en su tiempo infinito, ya existe como será.
Spinoza decidió elaborar una ética que estuviese conformada por una lógica matemática, de modo que, así como la naturaleza se encuentra determinada por leyes que la gobiernan, la ética podría también beber del establecimiento perfectamente delineado por el orden geométrico de la realidad. Aseguró en su Tratado teológico político que
una vez probado que el amor de Dios es la suprema felicidad y la beatitud del hombre, el fin y la meta última de todas las acciones humanas, se sigue que sólo cumple la ley divina quien procura amar a Dios, no por temor al castigo ni por amor a otra cosa, como los placeres o la fama, sino simplemente porque ha conocido a Dios o, en otros términos, porque sabe que el conocimiento y el amor de Dios son el bien supremo.60
La anterior apreciación coincide con una de las principales conclusiones de Kaplan:
Aprendemos más sobre Dios cuando decimos que el amor es divino en vez de decir [que] Dios es amor. La verdadera transformación se produce en nuestro pensamiento religioso cuando el sentido objetivo o funcional de Divinidad reemplaza al sustantivo. La Divinidad vuelve relevante la experiencia auténtica y por ello toma una concreción que es acompañada por un conocimiento auténtico.61
No obstante, ambos autores difieren en otros aspectos; para Kaufman, por ejemplo,
hay una diferencia radical entre el Dios de Spinoza y el de Kaplan. El de Spinoza se identifica con la Naturaleza como un todo. Kaplan, al contrario, limita la idea de naturaleza a un caos infinito y fija la idea de Dios al aspecto creativo del proceso del mundo que [él] identifica con la bondad infinita de Dios.62
A pesar de las diferencias teológicas, la coincidencia es mayor cuando señalan la disposición que debe mostrar cada persona en torno al conocimiento de Dios y al encuentro de todo lo que de Él se deriva.
A su vez, existen claros indicios de coincidencia entre el pensamiento de Spinoza y el de otros filósofos, de modo que uno no se explica por completo el unánime rechazo que recibió de la comunidad judía de su tiempo, a no ser por su marcado desprecio de la tradición y las costumbres. Por ejemplo, luego de precisar en su prefacio del Tratado teológico–político la situación de controversia respecto a la revelación de la Biblia, Spinoza concluye: “Decidí examinar de nuevo, con toda sinceridad y libertad, la Escritura y no atribuirle ni admitir como doctrina suya nada que ella no me enseñara con la máxima claridad”.63 Justo esta postura de libre discernimiento es una primera pauta de su peligrosidad para la tradición. Su apuesta por el conocimiento o el reconocimiento del involucramiento de Dios en el mundo no tuvieron suficiente peso para disminuir la desaprobación derivada de considerar abiertamente que “la voz de Cristo, al igual que aquella que oyera Moisés, puede llamarse la voz de Dios”.64 Lo anterior, si bien significaba una clara apertura al valor de la religión cristiana, no fue bienvenida en los ámbitos judíos por equiparar a Cristo con Moisés.
El hombre que reconoció que Dios es Uno, también intentó unificar la bondad de las religiones al enunciar que “no hay que admitir diferencia alguna entre los judíos y los gentiles, ni tampoco, por tanto, hay que atribuirles una particular elección [de parte de Dios]”.65 Si bien tales observaciones no desataron la ira de Dios, sí fortalecieron la ira de las autoridades judías de su tiempo. El pathos divino se instauró en un pathos rabínico que lo señaló y juzgó con severidad. No obstante, Spinoza no escatimó en su indiferencia ante la tan proclamada misión particular del pueblo judío; con cierta osadía comentó que “por lo que toca al entendimiento y a la verdadera virtud, ninguna nación se distingue de otra, y en este sentido, por tanto, ninguna es elegida por Dios con preferencia a otra”.66 Además, su repulsión a la autoridad le llevó a escribir que “las lucubraciones humanas son tenidas por enseñanzas divinas, y la credulidad por fe”;67 de modo que abrió la puerta a la controversia y al cuestionamiento.
Sin ser su principal crítico, Heschel señala varios de los errores de Spinoza, de acuerdo con su propia interpretación. Por principio de cuentas, lo llama “el padre de la tendencia subestimadora de la relevancia intelectual de la Biblia”,68 además de encontrarlo “responsable de numerosos juicios distorsionados acerca de la Sagrada Escritura que aparecen en la filosofía y las exégesis posteriores”.69 Por otra parte, como enamorado de la Biblia y de la tradición judía, Heschel lamentó que “la insistencia de Spinoza en la irrelevancia intelectual y la inferioridad espiritual de la Biblia tuvo enorme importancia y modeló la actitud mental de las generaciones posteriores respecto de la Biblia”.70 En la misma línea se encuentra Yoskowitz, quien se refiere a Spinoza de la manera siguiente:
Aunque sus intenciones eran nobles, fue corto de vista en la visión de los efectos colaterales de sus escritos. Muchas de sus críticas a la Biblia judía sirvieron de pasto a los antisemitas para vomitar su odio, no justamente contra la Biblia misma y el viejo pueblo judío sino contra el pueblo judío contemporáneo.71
Se constata, por tanto, que la opción de Spinoza no fue la de proclamar el pathos de Dios ni la autoridad directa de los textos bíblicos. A pesar de no desestimar la importancia de lo transpersonal y su influencia en el mundo terrenal, quedó marcado que “Spinoza había sentado el principio de que la Escritura debe interpretarse como cualquier otro libro”,72 lo cual resultó difícil de perdonar. Por otro lado, Heschel también advirtió una falaz visión del tiempo en el filósofo de origen sefardita; según sus palabras, “el tiempo para Spinoza es simplemente un accidente del movimiento, una manera de pensar, y su intención de desarrollar una filosofía more geométrico, a la manera de la geometría, que es la ciencia del espacio, denota las características de su mentalidad espacial”.73 Por el contrario, Heschel solía proclamar la importancia del tiempo por encima del espacio, postura que aclara el valor que los judíos depositan en la celebración del shabat, como recordatorio del tiempo eterno.
Con clara diferencia de los elogios dirigidos a Maimónides, Heschel se refiere con otro semblante al autor de la Ética:
Él debe muchos elementos de su sistema a la filosofía medieval sefardita; y aunque rechazaba sus aspiraciones predominantes, su pensamiento llevó al extremo ciertas tendencias inherentes a aquella tradición. Su intelectualismo aristocrático lo determinó, por ejemplo, a establecer una división precisa entre la piedad y moralidad del pueblo y el conocimiento especulativo de los menos. Dios está concebido como un principio de necesidad matemática, una especie de cáscara lógica dentro de la cual existen todas las cosas; sólo el pensamiento lógico puede poner a los hombres en relación con Dios. Queda excluida toda clase de personalismo. Es de notar lo limitada que fue la influencia de Spinoza hasta sobre los pensadores judíos que partieron de la tradición religiosa.74
La principal diferencia entre Spinoza y Heschel consiste en que el primero no considera precisa la concepción del pathos divino, de modo que la aportación de los profetas, a los que Heschel adjudica la virtud de conectar con la emoción de Dios, es reducida en el parámetro spinozista a una cuestión de poca importancia, casi sin distinción de muchas otras que aluden con falsedad a Dios. Heschel es consciente de que su postura es distinta a la de Spinoza, a quien atribuye el argumento de que “si nosotros amamos a Dios, no podemos desear que Él también nos ame, pues entonces perdería Su perfección al verse afectado pasivamente por nuestras alegrías y pesares”.75
Además, el rabino polaco identificó y señaló indirectamente una de las fricciones centrales entre el pensamiento de Maimónides y el de Spinoza, aludiendo que este último “enseñó que el espacio o la extensión es un atributo de Dios, o, en otras palabras, que Dios no es inmaterial. Él sabía que de ese modo rompería con las ideas de sus predecesores y con las fuentes judaicas autorizadas”.76 A pesar de la materialidad que Spinoza otorga a Dios, Heschel no consideró su concreción en un cuerpo físico, de modo que coincide en mayor medida con la idea de una deidad incorpórea referida por Maimónides. Sin embargo, desde la óptica de Spinoza, el que Dios se encuentre en el mundo material no lo supone igual a los humanos ni a las cosas del mundo, tal como quedó expuesto en su distinción de la Naturaleza naturante y la naturaleza naturada.
De acuerdo con Spinoza, algunos individuos cometen el error de no reconocer su limitación humana y, por consecuencia, desean convertirse en intérpretes emocionales de Dios. El filósofo observó con claridad la actitud bochornosa de quienes desestiman el poder de la razón y el conocimiento, sin percatarse de que al proclamarse como jueces de la moral de los actos ajenos se afirman como supuestos poseedores del conocimiento al que dicen desestimar. Distantes de tales reflexiones, algunos pensadores de las últimas décadas no encuentran beneficios en los aportes spinozistas. La animadversión hacia Spinoza en el judaísmo ha sido variada y nutrida; en concreto, Yoskowitz señala que “el hecho de que la obra [de Spinoza] fue destinada a ser leída por cristianos y no por judíos, lo condujo a insertar algunos de los prejuicios de su época contra la Biblia judía para asegurar su aceptación”.77 No obstante, el filósofo de Ámsterdam fue igualmente severo con algunas incongruencias de las manifestaciones cristianas, en varios de sus señalamientos no se observa la menor intención de ganar la aceptación que acusa Yoskowitz; un ejemplo de ello es notable cuando asegura:
Me ha sorprendido muchas veces que hombres que se glorían de profesar la religión cristiana, es decir, el amor, la alegría, la paz, la continencia y la fidelidad a todos, se atacaran unos a otros con tal malevolencia y se odiaran a diario con tal crueldad, que se conoce mejor su fe por estos últimos sentimientos que por los primeros.78
En ese sentido, es muy parcial ubicar a Spinoza como un crítico exclusivo del judaísmo, cuando en realidad se mantuvo combatiente de la imposición religiosa de cualquier tipo, sobre todo cuando esta suponía desestimar la capacidad racional.
A pesar de que Spinoza “llegó a pasar tres meses seguidos sin salir de casa”79 no fue un tipo cerrado a la comunicación; prueba de ello es la correspondencia que mantuvo con Albert Burgh, a quien en una de sus cartas (la 76) expreso: “No pretendo haber encontrado la mejor de las filosofías, pero sé que comprendo la única verdadera”.80 Estos desplantes, en apariencia propios de una actitud sobrada y altanera, produjeron una mayor beligerancia hacia Spinoza, a pesar de ser desprendidos de sus conversaciones privadas. En vistas de su aislamiento y su confrontación con la tradición, lo cual incluye su rechazo hacia la noción de la emocionalidad de Dios que más de tres siglos después defendería Heschel, se decidió proclamar la excomunión de Spinoza el 27 de agosto de 1650, cuando apenas tenía 24 años.
En el archivo comunal de las autoridades judías de Ámsterdam quedó registrada la condena que los dignatarios del Concejo realizaron sobre Spinoza; en ellas son señaladas las “abominables herejías practicadas por él y enseñadas [a otros]”, así como los “actos monstruosos cometidos por él”. Con el consentimiento de los rabinos de esa comunidad se decidió que Spinoza fuese “excomulgado y proscripto del pueblo de Israel”.81 Al parecer, el error central de Spinoza no fue atentar contra Dios, sino contra la autoridad que prescribía lo que debía pensarse de Él. Por ende, resuena con sentido lo que el filósofo advirtió en su Tratado teológico político: “La luz natural no sólo es despreciada, sino que muchos la condenan como fuente de impiedad”.82
La excomunión de Spinoza representa, aún hoy, una clara manifestación de emocionalidad, al grado de que se señaló por escrito en su acto de excomunión el deseo de que el filósofo “sea maldito en el día y en la noche”.83 Por su parte, en su Ética, Spinoza estableció que “los hombres se imaginan ser libres, puesto que son conscientes de sus voliciones y de su apetito, y ni soñando piensan en las causas que los disponen a apetecer y querer, porque las ignoran”.84 En otras palabras, la posición de juzgar a otros por su pensamiento, no sólo por sus actos, es un atrevimiento del hombre que, investido en una imaginaria autoridad, delinea las consecuencias que deberán ser sufridas por aquellos que osan expresar ideas distintas a las oficiales. Mientras la autoridad terrenal deseaba para Spinoza que “Dios no lo perdone y [que] Su cólera y celo lo destruya totalmente”,85 en algún estante permanecía escondida la página en la que se lee el señalamiento spinozista hacia quienes no comprendían lo que él escribía:
El hombre carnal no es capaz de entender esto y le parece algo fútil, por estar demasiado en ayuno del conocimiento de Dios y porque, además, no encuentra nada en este sumo bien que él pueda palpar y comer o que afecte a la carne, que es en lo que él más se deleita.86
Por si fuera poco, el pathos humano se manifestó con profunda rabia cuando se estableció como sentencia que “nadie debe comunicarse con él [Spinoza], de palabra o por escrito, ni demostrarle cualquier caridad, ni estar con él bajo un techo, ni entrar en su compañía, ni leer ninguna composición hecha o escrita por él”.87 En ese sentido, Spinoza había escrito muchos años antes que “quien investiga las verdaderas causas de los milagros, y procura, tocante a las cosas naturales, entenderlas como sabio, y no admirarlas como necio, es considerado hereje e impío, y proclamado tal por aquellos a quienes el vulgo adora como intérpretes de la naturaleza y de los dioses”.88 A pesar de semejantes sentencias, Spinoza mantuvo su gallardía y presteza, sin mostrar nunca “el más leve prejuicio o amargura personal por su nacionalidad, a pesar de su excomunión y de los recuerdos heredados de centurias de persecución y fanatismo”.89
Las opiniones en torno a Spinoza suelen ser muy dispares, pero siempre existe un tono de juicio riguroso respecto a su obra. Kaplan mostró cierta sintonía con la propuesta spinozista de exaltar el conocimiento y amor de Dios como motivo central al cual debe encaminarse el esfuerzo humano; no obstante, se separó conceptualmente de Spinoza al señalar que “cuando identificó a Dios con sustancia y trató la sustancia como sinónimo de toda la realidad, sobrepasó todos los límites”.90 Además, reprochó al filósofo sefardita que “tuvo que negar la realidad del mal y hacer de la salvación un sinónimo de resignación estoica y de pasividad intelectual, conceptos que no están calculados para el progreso social del mundo”.91 En ese sentido, de manera consecuente, la negación de un mal sustancial equivale al olvido de la opción de Dios como Salvador del mundo. Si no existe una contraparte esencial del bien, entonces el bien personalizado carece de valor en función de que no constituye una defensa o no sirve para equilibrar a lo que es contrario de sí. De esto se desprende que se acuse al pensamiento de Spinoza por pretender una “lógica cruel en la que cada cosa simple en el universo cae dentro de un sistema causal que es Dios”.92 Esta desvinculación de Dios con el hombre, así como la sepultura de la opción de una alianza con un Dios que sólo habla en la naturaleza espacial, fueron aspectos claves del divorcio de Spinoza con el judaísmo más ortodoxo.
Una opinión diversa es la que aporta Deleuze, para quien Spinoza es un intelectual que “dispone de un aparato conceptual extraordinario, extremadamente trabajado, sistemático y científico”.93 Para Spinoza no había algo inapropiado en su concepción natural de la divinidad; incluso, denunció que “aquellos que desprecian completamente la razón y rechazan el entendimiento, como si estuviera corrompido por naturaleza, son precisamente quienes cometen la iniquidad de creerse en posesión de la luz divina”.94 El Dios de Spinoza tendría que entenderse como un concepto concreto, el cual tampoco debe ser tomado al pie de la letra como si se tratase de la cognición más elaborada en torno a la deidad. De hecho, eso es justo lo que cada persona tiene que juzgar en relación con cualquier concepción sobre lo divino; es fundamental cuidar que nuestra cosmovisión egocentrista no distorsione la forma en que se pretende comprender a Dios, obstruyendo así la intuición o la abierta disposición al diálogo y al debate.
V
La elección por el pathos divino tendría que focalizar el riesgo de convertir a Dios en una imagen del hombre. En ese sentido, son diversas las condenas hacia la antropomorfización de Dios en ámbitos distintos al judaico. Según anuncia Nishitani, “para una investigación fundamental de la existencia humana, el punto de vista antropocéntrico, es decir, la concepción en la que el hombre se coloca a sí mismo en el centro, ha quedado superada”.95 El filósofo de la escuela de Kioto, promotor de una filosofía centrada en la vacuidad, tampoco admite una visión lineal de la historia ni la supremacía de un pueblo sobre otro en razón de sus creencias. En sus palabras, “de acuerdo con la visión de la historia del pensamiento judaico occidental, el tiempo histórico es lineal y todo el proceso está gobernado por un ser personal. La historia está caracterizada básicamente como algo que puede ser determinado y que puede cobrar significado gracias al intelecto y la voluntad”.96 En su obra La religión y la nada, Nishitani ofrece interesantes argumentos para distinguir entre las ideas de Dios y la esencia de la deidad.
Por otra parte, desde su enfoque holístico, Wilber señala que “cualquier grupo que pretenda salvar al mundo es potencialmente problemático y, aunque muestre una apariencia altruista o idealista, está basado en un narcisismo arcaico egocéntrico, primitivo y dispuesto a lograr fines primitivos utilizando medios igualmente primitivos”.97 Esto suena y es dispar a la consideración de que “el judaísmo es la fe de un pueblo y, como religión, se caracteriza, entre otras cosas, por tener fe en un pueblo —en la importancia del papel que los judíos han desempeñado y desempeñarán en la historia de la humanidad”.98 Ahora bien, si la intención fuese que más personas se salven o que se promueva de manera multitudinaria la noción de que Dios es Uno y que nos ama a todos, ¿sería procedente promover la conversión de los creyentes para que pertenecieran al judaísmo y formaran un ejército de voluntarios dispuestos a semejante y noble función? Desde luego que no, la actitud cotidiana del judío ha sido hermética respecto a su práctica, si bien lo cual puede entenderse como una elección prudente ante la constante persecución sufrida. Aun en tal consideración, ser minoría resulta conveniente en este orden de ideas, pues así se preserva la identidad de los judíos como un pueblo distinto, más aún si así lo exige la emocionalidad de Dios.
Uno de los argumentos centrales de la defensa del judaísmo es que el supuesto egocentrismo del que se lo acusa no tiene sostén si se considera que la elección judía por el cumplimiento del plan divino representa una superación del afán personal, no sólo una superación del ego, sino un reconocimiento de la trascendencia de la misión colectiva por encima de la individual. En contraparte, Nishitani señala lo siguiente:
En la religión del pueblo de Israel, el egocentrismo del hombre como quien se antepone a Dios es rechazado como pecado. Pero el hombre que ha desechado su egocentrismo ante Dios, obedeciéndole incondicionalmente y siguiendo su voluntad sumisamente, acto seguido recobra la conciencia de ser el pueblo elegido en relación con los demás hombres. En suma, el egocentrismo aparece una vez más en este momento y en un plano más elevado como la voluntad del yo respaldada por la voluntad de Dios.99
Visto en ese orden de ideas, la noción del pathos divino puede ocultar una clara intención de manifestar la importancia sublime de una colectividad por encima de otra, sobre todo si, desde esa óptica, la voluntad de Dios lo dispone de ese modo. Por ello, la postura que se elija luego del asombro ante lo absoluto tendría que ser sometida al análisis, si bien ningún escrutinio puede desmenuzar la experiencia de sentirse elegido de manera particular. Si la convicción de la elección sustenta todo un patrimonio cultural, será mayor la dificultad de alejarse de la consabida fe. El juicio de Nishitani es particularmente duro en este tópico:
Bajo el concepto de una elección divina se oculta la proyección directa sobre Dios del deseo del pueblo de Israel de que Dios sea severo en sus juicios con los demás pueblos. La petición inconsciente del yo de condenar a los otros pueblos se proyecta en Dios. Dicho crudamente, aquí hay un resentimiento que llega en la forma de un egocentrismo que pasa por Dios para así llegar a ser religioso.100
Puestos en esta disyuntiva, se tiene la opción que tomar lo que el judaísmo refiere como una verdad o, en su caso, según denuncia Nietzsche, reconocer su “arte de mentir santamente”.101
Varias críticas similares fueron escuchadas por Heschel en su tiempo, pero él se mantuvo en la idea de que la elección de Dios hacia Israel es verdadera; además, aseguró que “un hecho no deja de ser un hecho porque trascienda los límites del pensamiento y la expresión”.102 Si bien el místico polaco sabía de las incongruencias que al interior de su pueblo se habían vivido, mantuvo su convicción de que “a pesar de todas las faltas, las culpas y los pecados, seguimos siendo parte del Pacto”.103 Por su parte, medio milenio antes, la protagonista del Elogio de la Locura, obra escrita por Erasmo de Rotterdam, sentenció con frialdad que “los judíos siguen esperando todavía con suma complacencia a su Mesías, fanáticamente aferrados a su Moisés hasta hoy”.104 A pesar de este tipo de críticas, Heschel consideraba que la verdad de la experiencia de los profetas hebreos no tendría que ponerse en duda, en función de que ésta “no surge de un sentimiento repentino, espontáneo, despertado por una imagen indeterminada, silenciosa y numinosa, sino de una experiencia de inspiración cuya fuente se halla en la revelación de un pathos divino”.105 De tal modo, manifestó que el sustento del pueblo judío está lejos de ser un egocentrismo barato y simplista, sino que se fortalece en una misión colectiva.
La respuesta de Heschel ante sus adversarios, quienes rechazaban su antropomorfización de Dios, fue que “la inspiración profética como acto puro puede definirse [más bien] como antropotropismo, como un volverse de Dios hacía el hombre, un volverse en la dirección del hombre”.106 En ese tenor, su lógica establece que no es el hombre el que busca a Dios o lo antropomorfiza, sino que es Dios quien necesita del hombre y gira hacia la naturaleza de este (se antropotropiza) para que aquel pueda sintonizar con su pathos, de modo que sea captable su particular manifestación de afectación emocional. Además, distinguiendo al judaísmo del budismo, Heschel aseguró que esta vuelta de Dios al hombre acontece de manera exclusiva con los profetas de Israel; tan es así que “este tipo de llamado no es característico de Buda, quien logra obtener percepciones mediante esfuerzos personales”.107
La convicción de la que Heschel hace gala, la cual se mantiene sólida ante cualquier afrenta, impulsa el sentimiento de certidumbre que caracteriza al hombre de fe, a diferencia del individuo creyente, el cual vacila y cambia como veleta en altamar. Sin embargo, posturas tan delineadas ocasionan cierta repulsión desde la perspectiva de otros pensadores; tal es el caso de Cioran,108 quien manifestó en primera persona con su característica crudeza: “Detesto a los profetas y también a los fanáticos que nunca han dudado de su misión ni de su fe”. En cierta sintonía con ese orden de ideas, Hume señala en su Ensayo sobre el entendimiento humano que en los ámbitos religiosos “nuestra equivocación (…) consiste en que nos consideramos en la posición del Ser Supremo, para concluir que, en todas las ocasiones, observará la misma conducta por la que nosotros, en su situación, nos habríamos decantado [por encontrarla] razonable y digna de ser seguida”.109
Tras el asombro ante lo absoluto, cuando esto realmente acontece, la consideración del pathos divino es una opción singular, exigente y no apta para todos. Quien siente el pathos de Dios desestimará casi cualquier racionalización que lo cuestione; de tal posición radical se desprende una virtud y un peligro. La virtud conduce a la construcción de un mundo mejor, el peligro consiste en la imposición de los criterios que se tengan sobre lo que significa un mundo mejor y lo que debe hacerse para lograrlo. Una contraparte, inadmisible para algunos, podría ser la aceptación de que no se conoce a Dios.
Referencias bibliográficas
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Notas
Notas de autor