Artículos libres

Consideraciones respecto al dolo y su determinación

Regarding on mens rea and it’s determination

Facundo Etienot *
Universidad Católica Argentina – Sede Paraná, Argentina

PAPELES del Centro de Investigaciones de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la UNL

Universidad Nacional del Litoral, Argentina

ISSN: 1853-2845

ISSN-e: 2591-2852

Periodicidad: Semestral

vol. 14, núm. 25, 2022

papelesdelcentro@fcjs.unl.edu.ar

Recepción: 01 Agosto 2022

Aprobación: 02 Noviembre 2022



DOI: https://doi.org/10.14409/pc.v14i25.12282

Resumen: En el convencimiento de que la dogmática jurídico-penal debe pugnar por la construcción de conceptos que no se desentiendan de su concreta aplicación, toda vez que se concibe a aquella como integrante de un sistema global y único de Derecho Penal -abarcador de sus dimensiones materiales, procesales y de la determinación de la pena-, en el presente trabajo se realiza un breve análisis de las diferentes concepciones que se han elaborado respecto del dolo y se indaga, fundamentalmente, de qué manera, en la práctica, puede determinarse que una persona interviniente en un ilícito penal ha actuado -u omitido- dolosamente.

Palabras clave: dolo, aplicabilidad, determinación, sentido social.

Abstract: Considering legal–criminal dogmatics as a permanent struggle to develop concepts in a global and unique system of Criminal Law, in the present study, the different perspectives regarding mens rea are presented in a brief analysis, showing how it is possible to determine whether a person involved in a criminal offense has acted – or omitted to act- willfully.

Keywords: Mens rea, applicability, determination, social sense.

1. Introducción

La concepción del dolo, los elementos que lo integran y su distinción respecto del campo de lo imprudente han dado lugar, como tantos otros temas específicos de la dogmática jurídico-penal, a profundas discusiones, sin que pueda asegurarse al día de hoy que exista consenso o, al menos, una marcada tendencia mayoritaria hacia una u otra dirección.

Amén de ello y sin subestimar la trascendencia de tal debate para la ciencia penal, los tiempos que corren reclaman que aquellas discusiones doctrinarias no se tornen puramente teóricas, abstractas, sino que procuren indagar en dimensiones que permitan una conciliación con el contexto social en la que vienen a darse y los conflictos que lo caracterizan, como así también con una aplicación efectiva del Derecho Penal en los casos concretos. Si bien esta aserción no pretende ser novedosa toda vez que ello pareciera ser una constante en los trabajos dogmáticos actuales -o, al menos, tal intención refieren- por notable influencia de Roxin a partir de su obra “Política criminal y sistema del Derecho Penal”, vale ser enfatizada aquí porque resulta ser, en cierta medida, una circunstancia relegada al darse tratamiento a la temática que se aborda.

La dogmática penal constituye un instrumento que, con respeto de los límites impuestos por los principios legitimadores, permite -o eso pretende- una aplicación racional e igualitaria del ius puniendi, otorgando al juzgador herramientas para resolver las situaciones traídas ante sí, evitando incurrir en contradicciones sistemáticas sin que, en tal cometido, se soslayen consideraciones valorativas y de índole social.

En este sentido, las propuestas teóricas elaboradas desde la dogmática demandan aplicabilidad en el proceso penal si lo que se pretende es un Derecho Penal que verdaderamente pueda surtir algún tipo de efecto en la sociedad (Ragués i Vallès, 1999). Una ciencia eminentemente práctica como lo es ésta, debe esforzarse por construir conceptos -como el de dolo- cuya aplicación sea una tarea realizable.

No soslayar la dimensión aplicativa en los aportes efectuados por la dogmática deviene, entonces, en una exigencia elemental de “un modelo que pretenda lograr coherencia y racionalidad” (Álvarez, 2009, p. 32). Así, el análisis de las categorías que integran la teoría del hecho punible en general y, en particular, la problemática del dolo y su determinación en los casos concretos -circunstancia trascendental en la práctica cotidiana, aunque, paradójicamente, carente de trato suficiente (Ragués i Vallès, 1999)-[1] debe efectuarse, si aspira a superar su objeción de idealista (Silva Sánchez, 2012), con atención a tales advertencias.

Lo anterior no es sino una consecuencia de lo afirmado por Freund (2004, p. 76), en el sentido de que el “sistema del delito es simplemente un subsistema del más amplio sistema integral del Derecho penal, que se orienta a la aplicación del Derecho penal y abarca, por tanto, el Derecho de la determinación de la pena y al Derecho procesal”.[2]

En un convencimiento tal, este trabajo transitará un análisis dogmático del comportamiento doloso procurando dar tratamiento a su indispensable proyección en el proceso penal.

2. La sanción de los hechos dolosos

El análisis de la Parte Especial del Código Penal y de las leyes especiales, permite verificar sin mayores esfuerzos que, además de tipificarse primordialmente ilícitos dolosos -siendo los injustos imprudentes numerus clausus en el sistema legal argentino-, las penas previstas para los mismos son considerablemente más gravosas que las estipuladas para los hechos imprudentes. Esta divergencia en las escalas punitivas es una circunstancia que debe ser justificada racionalmente y, a su vez, tal justificación servirá de base conceptual para determinar satisfactoriamente las conductas que deben reputarse dolosas y, por el contrario, las que deben ser catalogadas culposas.

La respuesta que se brinde a este planteo deberá enlazar dos factores: el primero de ellos estará dado por la concepción preventiva que deberá tener la fundamentación; el segundo, que aquella sea aportada con una perspectiva social.

En este sentido, convincente resulta lo sostenido por Jakobs. El profesor de Bonn parte de la idea de que quien se comporta con dolo niega la vigencia del ordenamiento jurídico y, así, por una necesidad de comunicar de manera enfática al cuerpo social que la norma continúa en plena vigencia pese al contra-mensaje transmitido por el agente con su conducta, aquél merece una respuesta más gravosa por parte del sistema penal. En cambio, quien se desenvuelve imprudentemente, no expresa una resistencia a la norma sino, a lo sumo, una actuación -u omisión- inmersa en error sobre los efectos que puede generar y, de este modo, no aporta con su comportamiento algo que denote entidad comunicativa (Jakobs, 1999).[3]

De este modo, entiende que el agente imprudente, en su negación de las reglas que rigen la realidad -a saber, leyes de la naturaleza, lógica, matemática-, se encuentra destinado al fracaso en la concreción de sus planes ya que “hace falta mucha suerte para progresar en la vida mediante ignorancia” y, por ello, “socialmente la ignorancia se equipara con incompetencia” (Jakobs, 2003, p. 84). A la inversa, quien se comporta dolosamente comprende tales reglas, pero lo que pone en crisis es una norma jurídica, exteriorizando a través de su conducta que, para él, la misma no tiene validez, siendo esta circunstancia la que avala una reacción de mayor relevancia por parte del Derecho Penal para ocasionar el fracaso de quien niega el ordenamiento normativo, evitando su reproducción o imitación y el resquebraje de la confianza social en su vigencia.

En esta senda, afirma Ragués i Vallès (1999, p. 43) que, al indagarse por una concepción sobre el dolo, se emprende una labor que “debe vincularse a la idea de que una conducta se hace acreedora de la pena de los delitos dolosos cuando pueda valorarse como una expresión de sentido negadora de la vigencia de una norma penal. Por el contrario, basta con replicar a dicha conducta con la pena más leve asignada en ciertos casos a las realizaciones delictivas imprudentes cuando un hecho sea sólo expresión del fracaso de un sujeto en su planificación individual”.

3. El dolo y su distinción con la imprudencia

Como se indicó inicialmente, el concepto de dolo y su delimitación respecto de la imprudencia representa uno de los más grandes debates doctrinarios que se han dado en el ámbito de la teoría del delito. En este contexto, las disputas han oscilado, mayoritariamente, entre las teorías de la voluntad y las de la representación.

Las denominadas teorías de la voluntad delimitan el dolo de la imprudencia a partir de un elemento volitivo habido en el primero que estaría ausente en la segunda. Sostienen que el dolo no es sino “conocer y querer” la producción del resultado típico. Así, resultaría definido como “la voluntad realizadora del tipo, guiada por el conocimiento de los elementos del tipo objetivos necesarios para su configuración” (Zaffaroni, Alagia y Slokar, 2014, p. 403) o, más concreto aún, como “el querer, dominado por el saber, de la realización del tipo” (Maurach y Zipf, 1994, p. 476).

Los seguidores de esta postura, al definir el dolo eventual y marcar límites con la imprudencia, conciben que el autor se haya representado mentalmente la posible realización del tipo objetivo y, además, que haya asentido su realización o aprobado el resultado (teoría del asentimiento, de la aprobación o del consentimiento) (Zugaldía Espinar, 1986, p. 397), considerándose “aprobar” o “asentir” como manifestaciones específicas de la voluntad.

Ahora bien, estas teorías han sido blanco de contundentes críticas. En primer lugar, fracasan en aquellos supuestos en que el sujeto actúa representándose un riesgo concreto de producción de un resultado determinado que no le genera ningún tipo de placer, que no le agrada o que “no aprueba”.

Asimismo, como sustenta Struensee (2009), el elemento volitivo es un componente característico de todo comportamiento. Vale decir, la voluntad es una característica ínsita en la acción de todo acto voluntario y, por ende, se encuentra presente también en comportamientos que no pueden ser reputados dolosos. Por ello, lo que es atributo de toda acción -siendo ésta el elemento del que luego, eventualmente, se predicará, mediante el uso de diversas herramientas aportadas por la argumentación jurídico-penal, que es típica, antijurídica y culpable- no puede configurar un criterio diferenciador válido entre el dolo y la imprudencia.

Con el propósito de sortear aquellas dificultades, quienes cultivan las teorías de la representación sostienen que el concepto de dolo se extiende exclusivamente al conocimiento de los elementos que constituyen el tipo objetivo. Así, en lo referente al dolo eventual, consideran suficiente la actuación u omisión aun habiendo previsto probable (teoría de la probabilidad, más extendida) o posible (teoría de la posibilidad) la producción del resultado descripto en el tipo penal, sin referencia a impulso de la voluntad alguno.

No obstante la superación de determinadas falencias que albergaban los representantes de las teorías de la voluntad, a este último sector doctrinario se le ha reprochado no aportar límites precisos entre el dolo y la imprudencia y, además, la creación de una noción demasiado amplia de dolo (Ragués i Vallès, 1999), circunstancia que conlleva ínsito un riesgo de expansión a comportamientos que no deberían ser incluidos en él. De igual manera, se ha objetado que la tesis de la probabilidad importaría un trato desigualitario toda vez que se verían favorecidos aquellos sujetos que actúen irreflexivamente respecto del riesgo generador de su conducta, afectando en mayor medida a quienes se desenvuelven de una manera más precavida y escrupulosa (Ragués i Vallès, 1999, p. 70).

En este contexto, se advierten nuevas propuestas en orden a brindar alternativas que permitan huir de los parámetros habituales o tradicionales, proponiendo una suerte de objetivación del dolus.

En este orden, Herzberg considera que no debe limitarse a indagar en las representaciones del sujeto, sino que, además, debe estarse a las cualidades del riesgo que su comportamiento ha creado, partiendo así de criterios objetivos para lograr la imputación subjetiva.

El autor argumenta que el dolo va a depender de que el sujeto haya podido reconocer la existencia de un “peligro a tomar en serio”, sin otorgarle mayor relevancia a si efectivamente lo afrontó con la seriedad que ameritaba. En esta inteligencia, distingue dos clases de peligro: I) cubierto, que se da si existen circunstancias que permiten confiar objetivamente en que el tipo no va a realizarse; y II) descubierto, dado por supuestos en que no hay fundamentos objetivos para confiar racionalmente que no se realizará el tipo. En este último supuesto, durante la conducta del autor o después de ésta, debe interponerse la suerte para que el tipo no se realice. Consecuentemente, el conocimiento de un peligro cubierto fundamenta la imprudencia, mientras que, si lo que se representa es un peligro descubierto, se está ante un caso de dolo (Ragués i Vallès, 1999; Goyeneche, 2005).

Muy cercana resulta la propuesta de Puppe (2010). La autora sustenta que ya objetivamente hay peligros que no permiten fundamentar la imputación dolosa, distinguiendo peligros propios de dolo y propios de imprudencia. Entre los primeros se identifican aquellos que importan un “método idóneo para la causación del resultado” (p. 94), configurando una cuestión netamente jurídica la evaluación respecto de la calificación de ese riesgo.[4]

Si bien las propuestas de Herzberg y Puppe incorporan en gran medida la valoración de elementos objetivos en la determinación del dolo -o la imprudencia-, evitando la dependencia del tipo subjetivo in totum de condiciones psicológicas, ínsitas en la esfera interna del agente, y dotando así a la noción de dolo de mayores condiciones que viabilicen su aplicabilidad, no sería legítimo afirmar que sus aportes importen la creación de un concepto de dolo completamente objetivo.[5] Ello, toda vez que, si bien relativizan la trascendencia de fenómenos psíquicos, no se despojan totalmente de referencias a representaciones y estados mentales del autor.

Este “tan atrevido paso”, como lo caracteriza Ragués I. Vallès (2012), ha sido efectuado por Pérez Barberá (2011, p. 648), quien se propone normativizar por completo la tarea conceptualizadora del dolo. En esta línea, lo define como un “reproche objetivo a la acción que se aparta de una regla jurídico-penal, mediando ex ante una posibilidad objetivamente privilegiada de que su autor prevea este apartamiento”, añadiendo que, para que esta capacidad de previsión resulte una cuestión de corte objetivo, no debe estarse al concreto autor con sus características que lo individualizan sino a un modelo de sujeto ideal actuando en su situación. De este modo, en tal concepción, el dolo se erige como un juicio de valor fundado en un estándar general y referido a un hecho, no a un sujeto -esto último es propio del reproche de culpabilidad-.

4. La determinación del dolo

Resta considerar la problemática y escasamente tratada cuestión referida a la dimensión práctica del dolo, vale decir, la compleja tarea de comprobar o determinar si el concreto autor se representó el acontecimiento típico a propósito de su actividad. Es ésta una circunstancia que no deja de sorprender ya que corrientemente se afirma que las construcciones dogmáticas brindan seguridad en la implementación práctica del Derecho Penal y confieren la posibilidad de un tratamiento homogéneo y uniforme a casos con similitudes suficientes, pero, sin embargo, se omite aportar criterios eficaces para la identificación en la realidad de hechos dolosos y, de este modo, dar soluciones completas y racionales para todos los supuestos.

En tal cometido, ciertos autores advierten sobre la imposibilidad -al menos con el desarrollo actual de las ciencias empíricas- de constatar de manera fidedigna durante el desarrollo de una investigación penal la concurrencia de un fenómeno psicológico determinado como lo es el conocimiento (Ragués I. Vallès, 1999). No se descarta la posibilidad de que ello acontezca en cierto tiempo, con el devenir de progresos científicos que brinden información precisa y verificable, que pueda ser incorporada al proceso, sobre la calidad y la cantidad de conocimiento que detenta una persona concreta, en un momento determinado y en un lugar circunstanciado, pero lo cierto es que, en la actualidad, la comunidad científica no ha logrado tal objetivo. Entones, una aplicación consecuente de ello conduciría a renunciar a toda posibilidad de condenaciones por delitos dolosos -ya que no es posible “probar” científicamente el conocimiento de una persona concreta-, evaporando la relevancia del Derecho Penal como instrumento de control social.

Tales déficits han de constituir el punto de partida de perspectivas normativas en lo que hace a la determinación del conocimiento del tipo objetivo, desde las que se pregona erradicar la verificación empírica de procesos psíquicos como metodología adecuada para “probarlo el dolo”,[6] abogando por un juicio de adscripción o atribución de cierto contenido de subjetividad al acusado -conocimiento- en el marco del proceso penal.[7] Como sostiene Hruschka (2009, pp. 195-196), “el dolo no se constata y se prueba, sino que se imputa. Cuando decimos que alguien está actuando dolosamente no realizamos un juicio descriptivo, sino adscriptivo”. El autor se manifiesta escéptico de que los hechos dolosos “existan” como tal y argumenta que en el momento en que un tribunal afirma que un comportamiento ha sido perpetrado dolosamente, no está realizando una constatación ni una verificación de una realidad mental o espiritual en el autor.

Se ha puesto en tela de juicio esta concepción normativa al señalarse que asume un riesgo de error en atención a las posibles divergencias que pueden resultar entre el conocimiento atribuido al acusado y el efectivamente detentado por aquél, instrumentalizando de esta manera al sujeto, afectándolo en su dignidad.[8]

A ello, no obstante, se responde conjugando dos consideraciones: el contenido comunicativo del Derecho Penal y la convivencia o pertenencia a la sociedad.

Así, se argumenta por un lado, como se describió ut supra, que el castigo de los delitos dolosos persigue replicar los hechos que, desde una mirada social, transmiten a la comunidad un mensaje de resistencia o negación normativa, por lo que recurrir al “inequívoco sentido social” de la conducta implica que la consideración dolosa de aquélla ya no dependa de datos psíquicos inaprehensibles, sino que, de acuerdo con las características externas y apreciables de ese comportamiento, socialmente se lo valore como negación consciente del ordenamiento. Por el otro, la pertenencia a la sociedad implica cierta renuncia a la individualidad como requisito fundamental de convivencia pues, si todas las personas que integran una comunidad pretendieran que sus acciones se valoren según sus criterios individuales, la vida en sociedad se tornaría una utopía (Ragués I. Vallès, 1999).

Cabe apuntar que, si las personas anhelan cierta protección estatal, deberían asumir el muy escaso margen de posibilidad de poder ser encontrados responsables dolosos de un hecho que, en realidad, no se representaron, ya que ese -muy bajo- riesgo, al ser ponderado con la posible supresión de los delitos dolosos del Derecho Penal por su inaplicabilidad -como el otro extremo de la ecuación-, pareciera traer aparejada notables consecuencias favorables a nivel social.

Ahora sí, con el objetivo de dotar de aplicabilidad a la idea de dolo como fuera planteado al inicio de este trabajo, debe precisarse el criterio del sentido social para poder afirmar ante un caso real si debe ser considerado ejecutado el comportamiento en cuestión de manera consciente o no.

El procedimiento, brevemente, consiste en acreditar, en primer lugar, un hecho o un conjunto objetivo de hechos y, luego, a partir de ellos, inferir o imputar determinada realidad subjetiva en base a reglas con vigencia social.[9] Se trata, en consecuencia, de un razonamiento inductivo.[10]

De manera liminar, huelga señalar que acudir al sentido social para reputar procedente la validación de una afirmación sobre el conocimiento ajeno implica el reconocimiento de que las reglas de atribución no son más que el desarrollo de las precomprensiones que rigen en una sociedad dada respecto de cuándo o en qué circunstancias alguien conoce o desconoce algo.

Ragués I. Vallès (1999) ha efectuado una concretización de lo que ha de concebirse “sentido social del hecho” y, para ello, ha fijado una serie de pautas para proceder al análisis de los casos concretos.

En esta senda, en primer lugar, establece una serie de “conocimientos mínimos”, que se encuentran constituidos por ciertas representaciones elementales que no se conciben ajenas a ninguna persona imputable y con socialización estándar (no exótica). En segundo término, enseña que la transmisión previa de conocimientos al autor permite inferir que éste los detentaba aún al ejecutar su hecho. Como tercera vía de atribución, recurre a las exteriorizaciones efectuadas por el acusado de su propio conocimiento. Y, por último, estima que corresponde analizar las características personales del sujeto de imputación para proceder o no a la atribución de conocimientos de determinadas situaciones.

Depuradas aquellas alternativas “preliminares” de atribución, Ragués propone la valoración de la concreta aptitud lesiva del comportamiento, examinado a partir de una significación social. En este cometido, diferencia conductas especialmente aptas para la producción de determinados resultados -en un contexto debidamente caracterizado-, de aquellas que, pese a su aptitud objetiva para causar un resultado disvalioso, no son valoradas socialmente como necesariamente ligadas a la creación de determinados riesgos. A estas últimas las denomina conductas arriesgadas neutras.[11]

Esa clasificación le permite concluir que, ante las primeras, el sentido social imperante concibe imposible el desconocimiento de la ejecución de una acción idónea -en concreto- para provocar un resultado determinado por parte de quien resulta válido predicar su imputabilidad. Por ende, cabe afirmar que ese comportamiento ha sido doloso.

Por el contrario, en los supuestos de conductas neutras, la sociedad puede asimilar que el agente no ha efectuado un juicio sobre la concreta aptitud lesiva ya que la colectividad no considera que éstos sean comportamientos que indiscutiblemente se lleven a cabo en todas las situaciones de manera consciente del riesgo concreto que presuponen. Por ello, en estos casos, generalmente, se admite la negación del dolo, imputándose el resultado a título imprudente.

5. Conclusiones

El desarrollo de consideraciones en torno al dolo -y también a la imprudencia-, de colosal trascendencia en el ámbito de la dogmática, debería complementarse siempre con el tratamiento de su concreta aplicación, evitando genéricas remisiones al ámbito del Derecho Procesal por tratarse de “una cuestión probatoria”, toda vez que debe concebirse a la dogmática como parte integrante de un sistema integral de Derecho Penal, bregando por la elaboración de conceptos que no ignoren su dimensión práctica. Ello, entiendo, implica un estudio y desarrollo de las investigaciones de la dogmática jurídico-penal comprometidos con su impacto en la realidad. De poca utilidad resulta un abordaje de tales cuestiones si, a fin de cuentas, su aplicación deviene imposible.

En este sentido, considero que las nociones de dolo traídas por Herzberg, Puppe y Sancinetti contemplan esta dimensión, toda vez que, si bien no eliminan la relevancia del conocimiento al conceptualizar al dolo -elemento de inviable supresión, a mi modo de ver, en el marco de un Derecho Penal respetuoso del principio de culpabilidad y de responsabilidad subjetiva-, aportan elementos objetivos, dados por las características de la conducta y del riesgo originado, para lograr captar cuándo estamos ante un comportamiento doloso y, por el contrario, cuándo ante uno imprudente.

Así, la propuesta para la determinación del dolo en el marco del proceso penal desarrollada por Hruschka y, más profundamente, por Ragués i Vallès, deviene ajustada a aquella -relativa- objetivación del dolo, toda vez que lo que proponen, en definitiva, es acreditar las circunstancias externas del suceso -vale decir, las cualidades del riesgo creado- para, a partir de consideraciones que se adopten desde una óptica social, atribuir -o no- al sujeto el conocimiento suficiente para justificar una imputación dolosa. En otras palabras, a partir de ciertos hechos “anunciantes”, externos, que se enarbolan como indicios, se permite inferir -vía atribución- una cierta condición cognitiva en el autor respecto del acontecer típico.

Pendiente queda una mayor profundización de estos criterios individualizadores o identificadores de conductas dolosas en miras a alcanzar -si acaso ello fuera posible- una “teoría de la imputación subjetiva”.

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Notas

[1] Agrega Ragués i Vallès en su nota 528: “En este sentido, basta con observar los manuales de Derecho penal, tanto españoles como alemanes, para comprobar el escaso espacio (por no decir nulo) que dedican al problema de la ‘determinación del dolo’”.
[2] En un sentido similar, Silva Sánchez, 2012.
[3] Una propuesta con contenido muy próximo en Pérez Barberá, 2011.
[4] Entre los autores argentinos, Sancinetti (1988) se enrola en esta tesitura, proponiendo definiciones de dolo e imprudencia que se inscriben en esta dirección.
[5] Cfr. Bacigalupo, 2006, p. 331.
[6] Discrepa con esta tesis Binder, asegurando que “definir un proceso subjetivo, como puede ser la intención, con sus dimensiones de conocimiento, inclusive, no puede significar sustraer a esos procesos de la verificación empírica”, asegurando -en sintonía con lo sostenido por Pérez Barberá- que el nexo subjetivo entre el autor y su hecho es un supuesto de naturaleza fáctica “que se realiza en el mundo real, por más que esa realidad sean procesos psíquicos internos del sujeto” (Binder, 2021, pp. 440-443). No obstante, el autor se limita a esbozar aquella afirmación omitiendo cualquier alusión a evidencias científicas que la avalen. A su vez, no aporta ningún tipo de elemento en miras a la aplicación en un caso concreto de aquella teoría y, por consiguiente, a probar el efectivo conocimiento (o desconocimiento) del acontecer típico como un hecho concreto, verificable.
[7] Cfr. Pérez Barberá, 2011, p. 712 y ss.
[8] En una postura crítica, Zaffaroni, Alagia y Slokar (2014, p. 408-409) sostienen: “Se argumenta que los datos psicológicos del dolo presentan dificultades de prueba y, para superarlas, se rompe el termómetro y se reemplaza al dolo por una ficción de dolo, afirmando que habrá dolo cuando así lo indique su inequívoco sentido social (es decir, cuando así lo entienda el juez). Vuelve la vieja presunción de dolo, borrada hace mucho de todos los códigos, ahora disfrazada de concepto normativo de dolo (…), es decir, con un dolo sin datos psicológicos”.
[9] En un sentido similar, Frister, 2011.
[10] En la lógica inductiva, la verdad de la conclusión a la que se arriba a partir de las premisas, por más que éstas sean verdaderas, es contingente. Es decir, no se puede eliminar la posibilidad lógica de falsedad de la conclusión. Bonorino Ramírez (2001, p. 56 y ss.) enseña que la forma lógica de los argumentos inductivos “no garantiza que si las premisas son verdaderas la conclusión sea necesariamente verdadera”, si bien la evidencia aportada por sus premisas, en caso de ser éstas verdaderas, torna altamente improbable la falsedad de la conclusión.
[11] Detalla el autor que, frente al riesgo, “las conductas neutras tienen un carácter, si bien no completamente ajeno (lo que podría llevar a excluir la imputación objetiva), tampoco especialmente idóneo por lo que respecta a su aptitud para producir un determinado resultado”, y ejemplifica este tipo de comportamientos con la conducción automotor (Ragués i Vallès, 1999, p. 485).

Notas de autor

* Facundo Etienot es abogado egresado en la Facultad de Ciencia Jurídicas y Sociales de la UNL. Especialista en Derecho Penal por la FCJS-UNL. Maestrando en Argumentación Jurídica en la FCJS-UNL. Docente de Derecho Penal – Parte General en la UCA, sede Paraná. Fiscal Auxiliar Suplente de la Unidad Fiscal de Género de Paraná.
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