Artículos libres
Reforma y contrarreforma del proceso penal en Santa Fe
Reformation and counter-reformation of criminal procedure in Santa Fe
PAPELES del Centro de Investigaciones de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la UNL
Universidad Nacional del Litoral, Argentina
ISSN: 1853-2845
ISSN-e: 2591-2852
Periodicidad: Semestral
vol. 15, núm. 26, e0010, 2023
Recepción: 28 Diciembre 2021
Aprobación: 24 Mayo 2023
Resumen: Los discursos en torno al modelo constitucional de proceso penal en Argentina han pasado por distintos momentos. Inicialmente, el debate sobre juicio por jurados dio lugar a una dicotomía en la que se oponía al sistema inquisitivo imperante un diseño de corte netamente adversarial. En momentos posteriores, se receptarían más ampliamente los desarrollos de la Europa continental. En la provincia de Santa Fe, la lectura del Código Procesal Penal de 2007 estuvo fuertemente atravesada por esta disputa de modelos. Luego de una primera etapa de orientación adversarialista, se produjo una potente reacción legislativa y judicial que terminó de inclinar el sistema hacia un modelo acusatorio formal.
Palabras clave: derecho penal, proceso penal, sistema adversarial, diseño constitucional, juicio por jurados.
Abstract: Discourses towards constitutional model of criminal justice in Argentina have been trough different instances. At first, the debate on jury trial gave rise to a dichotomy in which a clearly adversarial design was opposed to the prevailing inquisitive system. At later times, developments in continental Europe would be more widely received. In the province of Santa Fe, the interpretation of the Criminal Procedure Code of 2007 was heavily affected by this model dispute. After an initial stage of adversarial orientation, there was a powerful legislative and judicial reaction that ended up tilting the system towards a formal accusatory model.
Keywords: criminal law, criminal procedure, adversarial system, constitutional design, trial by jury.
1. El modelo constitucional
1.1. La dicotomía original
Hoy se reconoce de manera prácticamente universal que la Constitución Nacional opta claramente por el sistema acusatorio, o como mínimo que resulta incompatible con un proceso penal de tipo inquisitivo. También se admite sin excepción que el nuevo proceso penal santafesino sigue el modelo acusatorio, cumpliendo así -aunque sea de manera muy tardía- con aquel designio constitucional.
La primera afirmación remite al debate acerca del llamado “diseño constitucional del proceso penal”. La pregunta central de este debate será si la Constitución Nacional impone un determinado modelo de proceso penal, o si deja librada esa decisión al legislador común.
La cuestión ha dado lugar a dos posturas nítidamente diferenciadas, desde el inicio mismo de la producción legislativa en Argentina.
Cronológicamente, la primera postura es la que considera que existe un cierto modelo o diseño constitucional del proceso penal, y que el legislador común debe realizar o reglamentar este diseño sin poder modificarlo o tomar una opción distinta.
Este planteo se corresponde históricamente con el informe elaborado por Florentino González y Victorino de la Plaza, al presentar los proyectos de 1873 sobre establecimiento del juicio por jurados y de código de procedimiento criminal. En aquel informe, los autores del proyecto reivindican la necesidad de dar al departamento judiciario un carácter congruente con la naturaleza de la forma republicana de gobierno (González & de la Plaza, págs. 10-12). Es cierto que también declaraban su adhesión personal al modelo de proceso acusatorio y adversarial, representado por la institución del juicio por jurados. Pero más allá de estas efectivas adhesiones, se ocuparon de dejar en claro que la opción por uno u otro modelo no les pertenecía, sino que se desprendía de las mandas constitucionales que imponían el juicio por jurados y hasta de la forma republicana de gobierno. Como veremos, siglo y medio después estos argumentos siguen resultando perfectamente válidos.
El planteo opuesto será esgrimido por el autor del Código de Procedimientos en lo Criminal de 1888, Manuel Obarrio. En la nota explicativa que acompañó al proyecto respectivo en el año 1882, Obarrio despliega una serie de críticas a la institución del jurado, y en lo fundamental sostiene que este sistema no es adecuado para nosotros, porque supone un cierto grado de educación en el pueblo, como también que predomine el sentimiento del interés general. Con respecto a las cláusulas constitucionales que imponen el juicio por jurados, aduce que la propia Constitución ha dejado al criterio de los legisladores la determinación de la época en que deba ser establecido (Obarrio, págs. X-XII).
Nótese que, al menos protocolarmente, Obarrio no niega validez a las cláusulas constitucionales. Pero la interpretación que propone implica, a efectos prácticos, desconocerlas por completo, por cuanto se estaría habilitando al legislador común para que “en el mientras tanto” instaure un proceso penal diametralmente opuesto al establecido en la Constitución. Recordemos que hacia la época en la que se daban estos debates, no se había popularizado en nuestro medio el llamado sistema mixto, que sólo sería estudiado en Argentina a partir de la obra de los autores italianos y sobre la base del Código de 1913-1930. Por lo tanto, la cuestión se reducía ni más ni menos que a estas dos opciones extremas. El propio Obarrio, acertadamente, describe esta contraposición:
…las leyes de forma en materia criminal responden a uno de estos dos sistemas: el juicio por jurados, que deja la apreciación de los hechos criminosos a las pruebas de convicción moral, a la conciencia de ciudadanos que sin tener carácter público permanente, forman en cada caso el tribunal que juzga respecto de la existencia de esos hechos: y el juicio librado a los tribunales de derecho que reposa sobre las pruebas legales, que aprecia cada circunstancia del proceso, de acuerdo con la ley escrita, y que declara la culpabilidad o inculpabilidad de los encausados, según el mérito jurídico de los antecedentes obrados en el juicio (Obarrio, pág. IX).
La conexión que traza entre la integración técnica o lega del tribunal y la estructura general del proceso es evidente. El juicio por tribunales de derecho está ligado al sistema valorativo de las pruebas legales o tasadas (que el Código Obarrio de hecho adopta en algunos tramos) y con la forma escriturizada (ello se infiere de la referencia a “los antecedentes obrados en el juicio”, que no son otra cosa que las constancias del expediente).
1.2. Formulaciones sobre el modelo constitucional de proceso penal
El retorno de la democracia en 1983 generó el escenario propicio para poner nuevamente en discusión el modelo de proceso penal. A nivel nacional, el Proyecto Maier de 1986 daría pie a una serie de nuevos procesos reformistas, que esta vez tomarían como modelo la Ordenanza Procesal Penal alemana.
El lapso de prácticamente un siglo transcurrido entre el Proyecto González – de la Plaza y el Proyecto Maier no resultaría inocuo. En el medio habían tenido lugar tres fenómenos imposibles de obviar:
El arraigo cultural del modelo inquisitivo, posibilitado a partir de la expansión del sistema del Código Obarrio desde fines del siglo XIX.
La recepción del sistema mixto, a partir del código cordobés de 1939.
La aparición del modelo acusatorio formal, como producto evolutivo del modelo mixto alemán.
Hemos visto cómo el propio Obarrio tenía la suficiente claridad respecto de los dos sistemas opuestos en su versión pura: el modelo del juicio por jurados, y el de los jueces de derecho. Con otra denominación, ya estaba perfectamente delineada la dicotomía inquisitivo-acusatorio sobre la que trabajaría la producción doctrinaria hasta la actualidad.
Hacia la década de 1980 la cuestión ya no estaba tan clara. Entre los dos modelos extremos, había sistemas intermedios o híbridos, y no pocas zonas grises. Algunos de estos modelos híbridos presentaban ciertas ventajas -reales o aparentes- respecto del sistema adversarial, al menos desde la perspectiva de una buena parte de la doctrina nacional. Luego veremos en qué medida algunos de estos modelos intermedios satisfacen las exigencias constitucionales.
Vázquez Rossi aborda la cuestión sobre la base de lo que denomina “paradigma constitucional”, que esencialmente reposa sobre las cláusulas constitucionales que ordenan el juicio por jurados en materia criminal. Su posición rescata el sentido de la Constitución originaria, en cuanto rechazaba de plano el sistema inquisitivo imperante y buscaba sustituirlo por el modelo acusatorio y por jurados que regía en los Estados Unidos de Norteamérica (Vázquez Rossi, págs. 215-239, T.I).
Aun sin utilizar la palabra “adversarial” -que es más propia del vocabulario reformista contemporáneo-, es claro que el autor citado se inclina por este modelo. En contraposición, los procesos evolutivos del siglo XX son descriptos de modo menos espectacular:
En tal sentido, si bien se mantiene el principio inquisitivo de la acción penal pública y oficial, se la diferencia cada vez más netamente de la jurisdicción, encomendándose la etapa preparatoria al Ministerio Público, al que se entiende pertinente otorgar márgenes de discrecionalidad persecutoria [oportunidad] (Vázquez Rossi, págs. 140-141, T.I).
Las referencias a la separación de las facultades persecutorias y de juzgamiento, a la investigación a cargo de la fiscalía y a la flexibilización del régimen de la acción penal no son inocentes. Vázquez Rossi no menosprecia estos avances, pero indudablemente no los considera relevantes en los términos del paradigma constitucional. Para él, acusatorio era sinónimo de adversarial. El modelo estadounidense. El modelo de la Constitución.
El profesor Alberto Binder plantea el tema de modo parcialmente distinto. Luego de volver sobre el tema del juicio por jurados, y de insistir sobre rasgos como la oralidad y la publicidad del juicio, introduce un argumento que será decisivo en el debate jurídico posterior: el carácter modélico del mecanismo de juicio político, único juicio “penal” diseñado por el constituyente. Del juicio político extrae Binder los principales elementos con los que construye su “diseño constitucional del proceso penal”: publicidad, oralidad, separación de funciones de acusación y de juzgamiento, requerimiento de acusación previa (Binder, págs. 97-112).
Nótese lo ambivalente del planteo, que por un lado retoma el argumento relativo al juicio por jurados -lo que evoca el “paradigma constitucional” de Vázquez Rossi-, pero a renglón seguido hace reposar la definición estructural de un proceso acusatorio en la separación entre el que acusa y el que juzga.
Tiempo antes de que Binder introdujera el ingenioso argumento relacionado con el carácter modélico del juicio político, la cuestión de la separación entre las funciones de investigación y juzgamiento ya se encontraba presente en el debate jurídico.
La concepción del sistema acusatorio como una construcción teórica, con posibilidad de ser entendida sin una necesaria vinculación a sus componentes históricos y políticos, es brillantemente expuesta por Luigi Ferrajoli. Para Ferrajoli, la separación de juez y acusación es el más importante de todos los elementos constitutivos del modelo teórico acusatorio, como presupuesto estructural y lógico de todos los demás (Ferrajoli, pág. 567).
El autor se ocupa de aclarar que la distinción entre sistema acusatorio y sistema inquisitivo puede tener un carácter teórico o simplemente histórico. Mientras la rígida separación entre juez y acusación forma parte del modelo teórico, otras características pertenecientes a la tradición histórica del acusatorio (como la discrecionalidad en el ejercicio de la acción penal) no tienen ese carácter estructural, aunque sí pueden tener cierta “afinidad modélica” (Ferrajoli, págs. 563-564). Pero, a la hora de definir concreta y precisamente el modelo, dice:
(…) se puede llamar acusatorio a todo sistema procesal que concibe al juez como un sujeto pasivo rígidamente separado de las partes y al juicio como una contienda entre iguales iniciada por la acusación, a la que compete la carga de la prueba, enfrentada a la defensa en un juicio contradictorio, oral y público y resuelta por el juez según su libre convicción (Ferrajoli, pág. 564).
Este énfasis en la cuestión de la separación funcional también está presente en las célebres Reglas de Mallorca (Proyecto de reglas mínimas de las Naciones Unidas para la administración de la Justicia Penal). En aquel documento, elaborado por una Comisión de Expertos integrada mayoritariamente por juristas españoles y alemanes,[1] se consagra un cúmulo de reglas de indudable sentido garantizador, mezcladas con otras que distan de ser “mínimas” y que parecen postular los principios y valores específicos de las legislaciones continentales.
Si bien las mentadas Reglas consagran la separación entre las funciones de investigación y acusación y las de juzgamiento (Regla 2.1), a renglón seguido admite que los funcionarios a cargo de la investigación dependan funcionalmente de los jueces y tribunales (Regla 2.2). Adopta expresamente el principio de oficialidad de la acción penal (Regla 1.1), y habilita un control judicial amplio sobre los desistimientos de acción (Regla 1.3). No sólo no menciona el juicio por jurados populares, sino que establece pautas concretas para la intervención de jueces técnicos: la exigencia de jueces independientes (Regla 4.1), la imparcialidad judicial (Regla 4.2) y las reglas sobre la conformación unipersonal o colegiada del tribunal (Regla 4.4). Consagra la valoración de las pruebas según el sistema de la sana crítica racional (Regla 33.1), y en consonancia con ello impone a los jueces el deber de fundamentación de la sentencia (Regla 34). Finalmente, y como para que no queden dudas del modelo judicialista y vertical que adopta, consagra el derecho a recurrir la sentencia ante un tribunal superior (Regla 35).
Esto no debe leerse como una desvalorización del sentido garantizador de las Reglas, o de otros instrumentos de análoga naturaleza. Ciertamente, en nuestro entorno cultural no es una obviedad exigir que el tribunal sea imparcial, o que quien acusa no juzgue. Pero de todos modos la observación es válida respecto de los modelos a partir de los cuales las reglas son pensadas y formuladas. Evidentemente, nadie consideró siquiera la posibilidad de que hubiera juicio por jurados populares, o desistimientos libres de la acción penal, o negociación penal en sentido amplio; por lo tanto, no se consideró relevante establecer reglas diferenciadas, precisamente para esas situaciones.
La tesis formalista es receptada por la Corte Suprema de Justicia de la Nación en el caso “Llerena” (CSJN, 17-5-2005). Allí la Corte, con cita expresa de la postura de Ferrajoli, entiende al principio acusatorio en sentido formal, como la separación entre las funciones de investigación y juzgamiento.
Sin embargo, dentro de este esquema de razonamiento puede verse una pluralidad de argumentos sobre los que reposa la pretendida opción constitucional.
Que la separación de funciones al interior del proceso se conecta con la división de poderes, por lo cual también puede derivarse del sistema republicano de gobierno.
Que esta separación funcional permite tutelar garantías individuales, como en el caso concreto ocurre con la imparcialidad judicial. Aquí el sistema acusatorio no sólo sería el modelo constitucional en sí, sino por su utilidad refleja para salvaguardar otros principios constitucionales.
La Corte rescata el carácter modélico del juicio político regulado en la Constitución. Sin citarlo expresamente,[2] se apoya así en el ya analizado planteo de Binder.
Finalmente, el fallo también valoriza de manera expresa las Reglas de Mallorca, a las que cita en varias ocasiones. En minoría, agregan Belluscio y Argibay que dichas reglas adelantan la consolidación de una interpretación de las normas internacionales.
En su jurisprudencia posterior, la Corte Suprema siguió sin vincular el modelo acusatorio a las cláusulas constitucionales relativas al juicio por jurados. Incluso cuando resolvió un caso atinente a dicho instituto (caso “Canales”, CSJN, 2-5-2019), lo abordó sin esbozar referencia alguna a la cuestión del modelo constitucional, ni mucho menos al “paradigma” implicado.
1.3. La elasticidad del término “acusatorio”
La evolución del debate jurídico, desde mediados del siglo XIX hasta la actualidad, marca claramente una metamorfosis en la forma de construir el modelo constitucional de proceso penal.
De un planteo inicial sumamente cargado de componentes ideológicos, y vinculado de manera inseparable a un proceso político emancipatorio, hemos pasado a un proceso de mejoramiento técnico que se presenta como aséptico y apolítico.
Y curiosamente, este mejoramiento técnico se apoya en discursos surgidos al amparo de los modelos continentales, algunos acusatorios desde el punto de vista formal, y otros ni eso. Es interesante volver sobre un dato concreto: prácticamente dos tercios de los autores de las Reglas de Mallorca provienen de un ámbito estatal en el que todavía existe el juez de instrucción.
Si bien el modelo alemán hoy ofrece un proceso penal técnicamente más avanzado en el ámbito continental, la recepción cultural de la ordenanza comenzó años antes de la adopción del acusatorio formal. El célebre comentario de Maier, por ejemplo, es previo a la abolición de la instrucción preliminar, que recién ocurriría en 1975. En aquella obra, Maier consideraba que la exigencia de requerimiento acusatorio para la apertura de la instrucción preliminar en la ordenanza alemana (§ 151) y la consiguiente imposibilidad de actuar de oficio, constituyen la “máxima fundamental para la realización del acusatorio” (Maier, págs. 123, T.II). Evidentemente el término no carece de flexibilidad, como lo demuestra el hecho de que fuera usado en el marco de un proceso penal con sistema mixto y con juez instructor, aunque con un notable grado de flexibilización de la acción penal, producto de la gradual incorporación del principio de oportunidad.
2. Reforma y contrarreforma en Santa Fe
2.1. ¿Qué tipo de acusatorio tenemos?
Una vez superado el debate sobre la necesidad de la reforma e implementado el nuevo modelo, cabe preguntarnos qué tipo de acusatorio tenemos efectivamente. Esta pregunta no siempre aparece formulada en términos conceptuales, sino que a veces se traduce en cuestiones puntuales de indudable resonancia práctica: ¿Está vinculado el tribunal a los acuerdos planteados por las partes, o puede apartarse del acuerdo para hacer prevalecer la verdad material u otras razones de interés público? ¿Se puede obligar a la fiscalía a desistir de la persecución en ciertos casos, o el ejercicio de la acción penal le corresponde de manera privativa? ¿Es admisible la introducción directa de declaraciones previas durante el juicio oral? ¿Puede obligarse a quien ha sido condenado en juicio abreviado a declarar contra sus copartícipes?
Aquí ya no estamos ante cuestiones que se resuelvan acudiendo a la comparación entre los modelos puros en sus versiones extremas, como ocurre con otras temáticas más atadas a “lo inquisitivo” o “lo acusatorio”. Ahora debemos caer en la cuenta de que, aún dentro de un sistema acusatorio, hay múltiples variantes y múltiples respuestas posibles. Y aquí entran a jugar, ya con algún nivel mayor de detalle, el código que el intérprete tiene en mente, los modelos concretos considerados como fuente o inspiración y, por qué no, los condicionamientos sociales y culturales de quien interpreta.
Centralmente, propondremos indagar acerca de qué sistema concreto tenemos en Santa Fe. ¿Tendremos, como quiere cierta doctrina, un sistema acusatorio adversarial a la anglosajona? ¿O, como dice Roxin del modelo alemán (Roxin, 2015, pág. 366), tenemos un acusatorio con principio de investigación?
2.2. El Código de 2007 y sus reinterpretaciones
En sus aspectos estructurales, el Código de 2007 siguió con bastante prolijidad el modelo acusatorio formal de la Ordenanza alemana, tomando como fuentes más inmediatas el Anteproyecto santafesino de 1993 y el Proyecto Maier de 1986. Es cierto que también incorporó reglas e institutos provenientes de otras tradiciones jurídicas, en particular del modelo adversarial. Pero más allá de estas heterodoxias puntuales, el modelo se basa en la persecución estatal del delito con división de roles entre los órganos de acusación y juzgamiento.[3]
Como producto de los múltiples consensos que requirió su sanción, el Código de 2007 mantuvo una cierta deferencia hacia los componentes más tradicionales de nuestro entorno normativo e institucional. Además de respetar la sistemática general del viejo código, mantuvo el Ministerio Público bajo la órbita del Procurador General y conservó la competencia diferenciada de segunda instancia.
Los años inmediatos siguientes profundizarían la ruptura con el modelo anterior, marcando un claro viraje hacia el modelo adversarial. Este viraje tuvo dos manifestaciones principales:
En el plano normativo, las leyes 13.013, 13.014 y 13.018 (sancionadas en 2009) crearían el nuevo andamiaje institucional de los órganos de acusación, defensa y jurisdicción. Por efecto de estas leyes, el viejo Ministerio Público quedó limitado a sus funciones extrapenales, mientras que los roles de acusación y defensa pública penal pasaron a ser cumplidos por dos nuevos organismos: el Ministerio Público de la Acusación y el Servicio Público Provincial de la Defensa Penal. En lo atinente a la judicatura penal, las funciones jurisdiccionales fueron separadas de las funciones administrativas, y los mecanismos de trabajo de los jueces fueron modernizados. También, y avanzando sobre el propio Código, se consagró la facultad de contradicción de la prueba reunida por la acusación. Más adelante, la ley 13.405 (sancionada en 2014, poco antes de la entrada en vigencia del nuevo sistema) introdujo en el código la mecánica del interrogatorio cruzado de testigos (actuales artículos 323 a 326).
En el plano social-cultural, la sanción del Código de 2007 fue acompañada de una intensa actividad de capacitación y difusión, a múltiples niveles. Desde cursos de litigación oral para operadores judiciales, hasta actividades de extensión con comunicadores sociales, pasando por la incorporación de las técnicas de litigación adversarial a los contenidos de las cátedras universitarias y a las actividades de posgrado. Algún que otro desplazamiento desde y hacia Chile -el escenario de reforma postulado como modelo por aquel entonces-, y mucha traducción de autores estadounidenses. Todo indicaba que había que reinterpretar el nuevo código en clave adversarial, a punto tal que la mecánica probatoria del interrogatorio cruzado fue incorporada a los procesos de enseñanza y a la práctica forense mucho antes de su consagración legislativa.
Sin embargo, a poco de andar esta idea de proceso de partes se reveló insatisfactoria, al menos desde la lectura de no pocos actores institucionales. Esta lectura no fue uniforme, y puede juzgarse condicionada por la irrupción de ciertas formas de criminalidad de alta connotación social. Pero lo cierto es que, poco tiempo después de la entrada en vigencia plena del nuevo sistema, era muy difícil no admitir cierta concesión al interés público.
En el plano legislativo, la reacción contra el principio adversarial se plasmó en la ley 13.746, promulgada a principios de 2018. Algunas de las principales innovaciones de esta ley fueron las siguientes:
Se regularon con un criterio más restrictivo los mecanismos alternativos al juicio oral, y se incorporó fuertemente el principio de instrucción.
Se ampliaron las facultades de la víctima y se extendió su ámbito de actuación.
Algunas audiencias fueron suprimidas o reemplazadas por un trámite escrito, en casos no controvertidos.
El sistema de medidas coercitivas se agravó en casi todos sus aspectos.
Se otorgaron mayores funciones intraprocesales a los órganos directivos de la fiscalía, que en general estaban limitados a un rol organizativo y directivo.
3. Redefiniendo el modelo santafesino
Hemos visto los virajes y reposicionamientos a los que dio lugar el proceso reformista, fundamentalmente en el lapso transcurrido entre la sanción del Código en 2007 y los años que siguieron a su entrada en vigencia plena a partir de 2014.
Aquí propondremos una lectura del rol de la Corte en el contexto de estos virajes y reposicionamientos, a partir de tres fallos con suficiente potencia definidora respecto del modelo procesal: “Mariaux” (CSJSFe, 7-3-2017), “Ruiz” (CSJSFe, 17-12-2019) y “Vera” (CSJSFe, 30-4-2020). Son tres fallos que, en forma concurrente y con algún grado de superposición, adoptaron definiciones relevantes sobre cuestiones relacionables de manera inmediata con los distintos modelos procesales. Y trabajan sobre un proceso reformado a poco tiempo de estar en marcha, abarcando prácticamente el segundo trienio de vigencia del nuevo sistema.
3.1. “Mariaux”
Entre otras cuestiones de relevancia, el fallo aborda el problema de la validez probatoria de las declaraciones previas del imputado. La resolución de primera instancia, confirmada en apelación, había admitido como prueba documental de la Fiscalía las grabaciones de video de las audiencias imputativa y de prisión preventiva.
Esto dio lugar a múltiples agravios. El principal, desde el punto de vista de los derechos de la persona imputada, es que la introducción de una declaración previa como prueba documental vuelve ineficaz la facultad de abstención, derivada de la protección constitucional contra la autoincriminación forzada. Es decir, si el imputado se niega a declarar durante el juicio, esta negativa resulta indebidamente suplida por la reproducción de su declaración previa.
Desde una óptica más sistémica, se impugna la afectación de los principios de oralidad, inmediación, contradicción, publicidad y acusatorio, concluyéndose que la garantía de debido proceso exige que la información relevante que será valorada en la sentencia sea producida directamente en la audiencia de debate.
La Corte rechazó estos planteos y confirmó lo resuelto en las instancias anteriores. Luego de acordar que las declaraciones previas no constituyen prueba, y de recordar la prohibición de incorporar por lectura las actas de la etapa investigativa, el punto 7 del voto mayoritario dice:
…si bien el principio no autoriza la lectura de las declaraciones previas, esta regla general no incluye a las del acusado y no debe extenderse a ellas. Es que, cuando el Código regula la posibilidad o no del uso de declaraciones previas ha precisado en cada caso a qué declaraciones específicamente refiere y no hay razón que justifique la omisión de la declaración del imputado si es que se la hubiese querido incluir.
En efecto, la propia norma procesal prevé que toda declaración del imputado durante el proceso desde sus inicios debe contar con la presencia de su Defensor para ser válida (art. 110, C.P.P.), pudiendo además declarar cuando lo estime pertinente (antes o durante el debate oral) e incluso abstenerse de hacerlo sin que pueda deducirse de ello una presunción en su contra (art. 18, C.N.).
Este especial estatus que presenta el imputado inviabiliza cualquier equiparación automática con la situación de peritos, testigos e intérpretes y determina, por un lado, la necesidad de que se respeten acabadamente sus derechos de defensa, a ser oído y a no ser obligado a declarar contra sí mismo, pero por el otro, que sus dichos expresados durante el trámite del proceso y en presencia de su abogado defensor puedan ser valorados como prueba de cargo o descargo, independientemente de su voluntad de reiterarlos o rectificarlos durante el debate oral.
De los párrafos citados, pueden extraerse los dos argumentos centrales para validar la declaración previa del imputado:
La prohibición de incorporar declaraciones previas refiere únicamente a las declaraciones de peritos, testigos e intérpretes, y no debe extenderse a la declaración del imputado.
La declaración del imputado está rodeada de mayores garantías, lo que debería redundar en un valor probatorio diferenciado respecto de las declaraciones previas de testigos, peritos e intérpretes.
Analizaremos a continuación cada uno de estos argumentos.
3.1.1. Primer argumento: interpretación estricta de la regla prohibitiva
Este argumento presupone que la restricción al uso de declaraciones previas es una cláusula de excepción, lo que podría entenderse en relación con la regla de libertad probatoria (CPP 159). Desde esta lógica, la norma de excepción se interpreta de modo estricto, y como sólo refiere a las declaraciones previas de testigos, peritos e intérpretes (CPP 326, segundo párrafo), no se aplica a la declaración del imputado.
Esta lectura es pasible de varias críticas. En primer lugar, la mecánica probatoria del interrogatorio cruzado no puede verse como una anomalía sistémica cuyo alcance deba acotarse por vía interpretativa. No se trata de una restricción a la libertad probatoria, sino de una regulación que tiende a evitar la desnaturalización de la oralidad y a reforzar la observancia de dos de sus corolarios: inmediación y contradicción. El hecho de que no pueda reemplazarse la declaración de los órganos de prueba por la lectura de declaraciones previas busca evitar el predominio instructorio durante el juicio.
Además, hay en la lectura de la Corte un error interpretativo evidente. En la sistemática de la norma en cuestión (CPP 326), la regla general es la proscripción de la lectura de actas y documentos del legajo investigativo (primer párrafo). Con carácter de excepción, se permite acotadamente el uso de declaraciones previas (segundo párrafo) y se regula la incorporación de evidencia material (tercer párrafo). En esta disciplina legal, lo que resulta excepcional no es la restricción al uso de declaraciones previas, sino precisamente su utilización. Por ende, lo que debe interpretarse de manera estricta es este permiso legal, que sólo se concede con fines específicamente previstos: refrescar memoria y señalar contradicciones, como estandarizadamente se admite.
3.1.2. Segundo argumento: la naturaleza especial de la declaración del imputado
En el razonamiento de la Corte, si la declaración del imputado aparece rodeada de ciertas garantías, es porque alguna validez probatoria se le concede. No tendría sentido tanto protocolo para finalmente privar a esta declaración de todo valor.
De esta forma, se postula -a nuestro juicio, erróneamente- que la única utilidad posible de una declaración así rendida es su valoración como prueba autónoma. Nada se dice sobre su posible utilización como declaración previa (CPP 326, segundo párrafo), con los fines ya indicados.
De todos modos, debe reconocerse que en los sistemas adversariales “originarios” la cuestión no admite mayor debate. La doctrina del fallo “Miranda contra Arizona” (384 US 436 - 1966) determinó la práctica de advertirle a la persona imputada que su declaración podría ser usada en su contra ante un tribunal. Y que la declaración pueda ser usada, incluye tanto su posible utilización como declaración previa, como su incorporación en calidad de prueba autónoma.[4] Nos guste o no, la cita de este precedente icónico hubiera permitido a la Corte hacerse de un aval indiscutiblemente adversarial para fundar su decisión. Sin embargo, omitió toda mención a “Miranda” y se parapetó en una muy discutible interpretación de la norma local. Una primera y muy sutil señal contra la adversarialización del proceso penal santafesino.
3.2. “Ruiz”
El fallo de primera instancia, confirmado en cámara, resolvió absolver al imputado que había firmado un procedimiento abreviado. Para ello, la jueza se avocó a analizar el contenido del acuerdo y su respaldo probatorio, concluyendo que no se habían acreditado los elementos del tipo penal en cuestión.
En lo que aquí interesa, los principales agravios de la fiscalía giraron en torno a la extralimitación en el control de legalidad del acuerdo, al apartamiento de la verdad consensuada en el acuerdo y al recurso al legajo fiscal como base del control probatorio.
Con diferencias de matiz en los distintos votos, la Corte desestima los dos primeros agravios y acoge el tercero. La solución de compromiso entre un control jurisdiccional más bien amplio y la prohibición de valorar las actuaciones previas es sintetizada en punto 4.2 del voto del Dr. Gutiérrez:
Es de ver que el control de legalidad en cabeza de la magistratura sobre el acuerdo arribado entre las partes, logra armonizarse perfectamente sin entrar en colisión con estas mandas de base constitucional, cuando el mismo se concretiza en el marco de la audiencia de procedimiento abreviado, es allí -se insiste- donde el fiscal debe detallar las diligencias de investigación contenidas en el legajo fiscal y sobre las que funda el acuerdo, correlacionarlas con las circunstancias fácticas, su calificación jurídica y pena, todo lo cual no resulta controvertido por su contraparte, es decir, por el imputado y su defensa.
También en el voto concurrente del Dr. Erbetta resulta esencial que el tribunal valore la suficiencia de las evidencias. Rechaza enfáticamente la asimilación del control jurisdiccional a una “homologación judicial”, y desafía a quienes sostienen esta postura a delegar la intervención judicial en “cualquier funcionario con facultades fedatarias”. Luego de vincular la tesis de la homologación a los procesos dispositivos, concluye que “(…) el proceso penal, como escenario de configuración del ejercicio de poder punitivo, en ningún caso limita la actuación jurisdiccional a la convalidación de cualquier convención entre fiscal y defensor” (punto 2 de su voto).
La solución acusa un cierto activismo, por cuanto el código santafesino no prevé expresamente las causales de rechazo que suelen acompañar la regulación del procedimiento abreviado en modelos no adversariales: insuficiencia probatoria y desacuerdo con la calificación jurídica. Estas causales ya pueden reputarse clásicas en nuestro entorno cultural, a punto tal que rigieron en la última etapa del derogado proceso santafesino.[5] En apariencia, el principio de instrucción se ve plasmado de modo preponderante en la primera causal. Sin embargo, la facultad de rechazo por desacuerdo con la calificación jurídica resulta un componente inescindible de este modelo, por cuanto también presupone algún grado de valoración probatoria, en virtud de la cual los hechos que el tribunal encuentra acreditados podrían encuadrar en otra calificación. La primera causal de rechazo es la que formalmente impide entender la intervención judicial como meramente homologatoria, pero la segunda es la que separa este instituto del plea bargaining del derecho norteamericano, al dificultar severamente la negociación sobre los cargos (chargebargaining). En sentido coincidente, ya la ley 13.746 había impuesto la necesidad de venia del Fiscal Regional para acordar una calificación penal más leve que la adoptada en la audiencia imputativa (actual redacción del CPP 339.6).
Nuestro señalamiento de activismo no significa que la regulación legal, interpretada exegéticamente, deba conducir necesariamente a un modelo adversarial de procedimiento abreviado. Más bien puede decirse que, ante una regulación que dejaba un amplio margen a la interpretación, la Corte resolvió más por modelos de proceso que por hermenéutica legal. En “Ruiz” se pondrá un alto a las distintas corrientes jurisprudenciales hasta entonces en boga, y se marcará un claro rechazo al modelo adversarial, entendido como proceso de partes que reduce al tribunal a una función homologatoria.
El control judicial amplio señalado por la Corte puede adscribirse al modelo acusatorio formal, e inclusive al sistema mixto en sus últimos momentos evolutivos. Hay alguna hibridez en cuanto a las formas, ya que este control debe sujetarse a las evidencias expuestas en audiencia. La exposición de esta evidencia por parte de la fiscalía, sumada a la falta de controversia por parte de la defensa (más adelante, el voto del Dr. Erbetta volverá sobre la convalidación de las expresiones de la fiscalía por su contraparte), es lo que permite cumplir con el deber de fundamentación y hasta con el sistema valorativo de la sana crítica. Esta forma de introducir las evidencias en el ámbito de conocimiento del tribunal es lo más innovador del fallo, en cuanto recoge las experiencias reformistas de la región y recupera el valor de una oralidad no degradada. En este sentido también debe leerse la crítica hacia los requerimientos de legajos investigativos por parte de los jueces.
3.3. “Vera”
En el caso se analiza en qué carácter debe declarar en el juicio un partícipe del hecho condenado previamente por procedimiento abreviado. En las instancias anteriores, se esgrimieron dos posicionamientos distintos al respecto:
Para la fiscalía, el copartícipe del hecho debía declarar como imputado, siendo posible ofrecer como prueba el registro de su declaración en etapas previas (conforme al precedente “Mariaux”).
Para los jueces de primera y segunda instancia, resultaban aplicables las reglas de la declaración testimonial (en particular, CPP 326), puesto que se trataba de una persona ya condenada.
Desde ya se observa que la cuestión cobra relevancia en modelos no adversariales, en los que el imputado tiene un formato de declaración diferenciada respecto del testigo. Aquí surge el problema de dónde encuadrar estas declaraciones atípicas, de personas que no serían enteramente testigos según nuestras definiciones ancestrales.[6] El voto del Dr. Erbetta -al que adhiere, con alguna salvedad menor, el resto de la Corte- sintetiza las dos opciones principales con respecto a este encuadre:
No puede ser considerado estrictamente “imputado”, porque ya está condenado por sentencia firme pasada en autoridad de cosa juzgada, no siendo entonces posible admitir como prueba su declaración previa de conformidad con el precedente “Mariaux”.
Tampoco responde al concepto tradicional de “testigo”, dado que se trata de una persona respecto de la cual se declaró su responsabilidad penal por los mismos hechos que ahora se juzgan.
Tampoco responde al concepto tradicional de “testigo”, dado que se trata de una persona respecto de la cual se declaró su responsabilidad penal por los mismos hechos que ahora se juzgan.
El primer argumento es estrictamente jurídico, ya que efectivamente no puede ampararse en el estatuto garantizador del imputado quien ya no corre peligro de ser perseguido o condenado por los hechos sobre los cuales declara. El segundo, en cambio, no tiene ese estatus. Más bien se deriva de una concepción estandarizada de los medios de prueba, según el modelo continental.[7]
Ante esta aparente doble imposibilidad -de declarar como imputado, y también de declarar como testigo-, se concluye que estamos ante una figura híbrida de testigo y acusado (punto 4 del voto sobre la procedencia).
Esta figura híbrida tendría algunas particularidades:
Queda sujeta a la mecánica general de la declaración de testigos (léase: interrogatorio cruzado), lo que resulta más garantizador del derecho de defensa y de la facultad de controlar la prueba de cargo. En el mismo sentido, rigen los deberes de comparecencia y de declarar, pudiendo utilizarse su declaración previa para refrescar memoria o para señalar contradicciones.
Sin embargo, el declarante se encontraría exento de prestar juramento y de decir verdad, y por lo tanto no podría tampoco ser perseguido por falso testimonio.
Así las cosas, la única otra cuestión que se considera relevante es la valoración de los dichos inculpatorios del declarante en contra del acusado. Esto se resuelve por remisión al sistema valorativo de la sana crítica racional:
De este modo, la circunstancia de que la declaración quede exenta del deber de prestar juramento será un elemento a tomar en cuenta a la hora de determinar su entidad convictiva, oportunidad en la que se deberá ponderar que se trata de una persona que puede eventualmente tener algún tipo de interés en el modo en que se resuelva la causa. Por ello, sus dichos no pueden ser valorados con los mismos estándares que rigen las declaraciones prestadas por testigos en los términos del artículo 173 del Código Procesal Penal (punto 4.3).
Pero, ¿qué modelo de proceso supone este tipo de razonamiento? Ciertamente no un modelo adversarial, ya que de ser así debió aplicarse sin más el estatuto de la declaración de testigos. Si bien se admite el interrogatorio cruzado, la exención del deber de veracidad socava las bases mismas de este método probatorio. ¿De qué sirve poder señalar contradicciones, respecto de un declarante que no está sujeto a penalidad alguna por su mendacidad?
El imputado está expuesto a ser condenado, y el testigo está expuesto a ser perseguido por falso testimonio. Y en un sistema adversarial, si el acusado acepta declarar queda expuesto a ambas cosas. En cambio, el “testimputado”, esa figura híbrida creada en este fallo, no está sujeto a absolutamente nada. Puede responder de manera esquiva, con absurdos, contradicciones, incoherencias. Puede confesar él mismo haber cometido en solitario el hecho punible. Puede contestar con anacolutos, onomatopeyas, interjecciones y señas guarangas, y a lo sumo podrá recibir una corrección disciplinaria. Si como condición del procedimiento abreviado se comprometió a declarar en juicio contra sus copartícipes, puede también incumplir ese compromiso y dinamitar la confianza en el sistema de acuerdos.
4. Conclusiones
Los tres fallos tomados como muestra no necesariamente marcan una ruptura con posturas anteriores de la Corte. De hecho, hasta pueden conectarse con cierto conservadurismo que caracterizó los posicionamientos iniciales en relación al proceso reformista: recordemos que en el año 2010 la constitucionalidad de las leyes complementarias del nuevo código (leyes 13.004, 13.013 y 13.014) fue avalada en fallo dividido en el caso Caso “Procurador General de la Corte Suprema de Justicia Dr. Basso, Agustín Daniel s/ su presentación” (CSJSFe, 11-8-2010), en el que reiteradamente se definía al sistema acusatorio a partir de la separación del juez de la acusación.[8]
La cuestión no es inocua. Definir al sistema acusatorio a partir de la separación de las funciones estatales de acusación y juzgamiento, implica un potente corrimiento discursivo. Un viraje desde lo que podríamos llamar el “paradigma constitucional originario” hasta el modelo continental de posguerra: el primero, claramente adversarial, estructurado sobre la manda expresa de instaurar el juicio por jurados; el segundo, vinculado a la atenuación de los modelos vinculados evolutivamente al sistema inquisitivo secular.
Los fallos bajo análisis van en este segundo sentido, acompañando la valorización de instrumentos no convencionales que en general establecen pautas mínimas y no un modelo contante y sonante. Así definido, el acusatorio ya no es el sistema de los jurados y del proceso de partes. Desde este prisma, podrá llamarse acusatorio a todo proceso inquisitivo que haya atenuado sus manifestaciones más toscas y brutales, y que respete elementalísimas garantías personales de los justiciables.
Esto no necesariamente viola las posibilidades semánticas del término “acusatorio”. Pero es un posicionamiento que debe ser correctamente identificado, y que consiste básicamente en el corrimiento desde las fuentes constitucionales originarias hacia los distintos conjuntos de principios de la Europa contemporánea. En esencia, hemos pasado de exigir un modelo concreto de proceso penal (adversarial), a aceptar cualquier modelo con capacidad de adaptación suficiente como para no terminar lesionando un conjunto siempre dinámico de reglas y principios garantizadores.
La sanción del código de 2007 abrió un período en el que distintas corrientes se disputaban la definición del nuevo sistema. A partir de 2014, y con el sistema ya en marcha, se articuló un proceso de contrarreforma judicial y legislativo que limitaría severamente las tendencias adversarialistas expresadas en la primera hora.
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Notas
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