Artículos libres

Del árbol sagrado a la "Ceguera de las plantas"

From the sacred tree to “Plant blindness”

Leandro Drivet *
Universidad Nacional de Entre Rios, Argentina
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas , Argentina

PAPELES del Centro de Investigaciones de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la UNL

Universidad Nacional del Litoral, Argentina

ISSN: 1853-2845

ISSN-e: 2591-2852

Periodicidad: Semestral

vol. 17, núm. 27, e0041, 2023

papelesdelcentro@fcjs.unl.edu.ar

Recepción: 18 Mayo 2023

Aprobación: 26 Septiembre 2023



DOI: https://doi.org/10.14409/pc.2023.27.e0041

Resumen: La deforestación se ha convertido en una invariante en el modo de producción/destrucción dominante. Esto constituye un problema mayúsculo. Pese a que las medidas orientadas a ponerle límite están aumentando, aún son insuficientes para detener el patrón destructivo que obedece a una clara racionalidad económica. En este trabajo interrogamos algunas de las razones de la tolerancia ante este aspecto del ecocidio. Sin desconocer el cinismo crematístico de las élites, postulamos que el desinterés mayoritario que posibilita la destrucción de la biodiversidad tiene fundamentos profundos en la ignorancia y en los prejuicios erróneos. De aquí que conjeturemos que una transformación del vínculo destructivo de nuestra cultura con la naturaleza requiere de una revisión de los sentidos de largo plazo que le dieron forma. En particular aquí, nos interesa proponer una reflexión de carácter filosófico enfocada en la patología llamada “ceguera vegetal”: nuestra incapacidad para advertir la presencia y la relevancia de la vida vegetal. Para ilustrar el pasaje del estatuto sagrado al estatuto profano de las plantas, proponemos una interpretación laica de dos mitos que evocan la presencia de árboles sagrados. Luego, conectamos este saber con el análisis crítico de la indiferencia cómplice ante el destino sacrificial de los vegetales en la modernidad. Para finalizar, nos preguntamos si el Derecho participa del sesgo denunciado y, bajo el paradigma de la justicia ecológica, sugerimos invertir esfuerzos interdisciplinarios dirigidos a remediar la ceguera de las plantas junto a sus catastróficas consecuencias.

Palabras clave: subjetividad, derechos de la naturaleza, humanismo, psicoanálisis, filosofía.

Abstract: Deforestation has become an invariant in the dominant mode of production/destruction. This constitutes a major problem. Despite the fact that the measures aimed at limiting it are increasing, they are still insufficient to stop the destructive pattern that obeys a clear economic rationale. In this paper we question some of the reasons for tolerance towards this aspect of ecocide. Without ignoring the economic cynicism of the elites, we postulate that the disinterest of the majority that makes the destruction of biodiversity possible has deep foundations in ignorance and erroneous prejudices. Hence, we conjecture that a transformation of the destructive bond of our culture with nature requires a review of the long-term meanings that shaped it. In particular here we are interested in proposing a reflection of a philosophical nature focused on the pathology called "plant blindness": our inability to notice the presence and relevance of plant life. To illustrate the passage from the sacred to the profane status of plants, we propose a secular interpretation of two myths that evoke the presence of sacred trees. Then, we connect this knowledge with the critical analysis of complicit indifference to the sacrificial destiny of vegetables in modernity. Finally, we ask ourselves if the Law participates in the denounced bias and, under the paradigm of ecological justice, we suggest investing interdisciplinary efforts aimed at remedying the blindness of plants together with its catastrophic consequences.

Keywords: subjectivity, rights of nature, humanism, psychoanalysis, philosophy.



“Anoche un fresno
a punto de decirme
algo –callóse”.
Octavio Paz (“Prójimo lejano”)

1. Introducción

Un aspecto central de la sexta extinción masiva que estamos provocando y padeciendo es la aniquilación de la vida vegetal. Ésta es, por regla, o bien un prerrequisito, o bien una consecuencia aceptada en el modo de producción y destrucción dominante. Desde el punto de vista del equilibrio natural y de la vida en la Tierra, las tasas actuales de deforestación son dramáticamente elevadas, y están ligadas al aumento de la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera. Ésta es una de las causas principales del calentamiento global. Sin embargo, el Estado y la sociedad civil parecen recibir las noticias de la progresiva erradicación de bosques nativos con una tolerancia que al menos en la Argentina puede medirse en la incapacidad para protegerlos durante décadas.[1]

Las razones inmediatas que explican esta tendencia son sin dudas económicas, pues la deforestación está ligada principalmente a la expansión de la frontera agrícola ganadera, y al comercio de la madera. Pero las condiciones mediatas que hacen posible concebir como racional este tratamiento de la naturaleza, y de las plantas en particular, hunden sus raíces en una historia más profunda. En ella, resulta determinante la eficacia de esquemas simbólicos que consolidan la convicción de la autosuficiencia humana, y que despojan de valor la vida vegetal, considerándola prescindible y escindida de los requerimientos de nuestra supervivencia. Nos interesa, entonces, reflexionar sobre nuestra incapacidad para advertir la presencia y la relevancia de la vida vegetal, a los fines de poner en evidencia algunos prejuicios erróneos que subyacen a falla de los mecanismos institucionales capaces de poner freno a la práctica ecocida de la deforestación. Para ello, en primer lugar ilustramos el pasaje del estatuto sagrado al estatuto profano de las plantas, a través de una interpretación laica de dos mitos que evocan la presencia de árboles venerados. Luego, a través del concepto de la “ceguera vegetal”, contrastamos el saber literario proveniente de los mitos con la indiferencia ante el destino sacrificial de los vegetales en la modernidad, y analizamos las causas más relevantes de esta condición. Para finalizar, retomando el potencial crítico y autocrítico que anida en el corazón de la modernidad (más allá del mecanicismo circunstancial y temprano que la caracterizó), nos preguntamos si el Derecho participa del sesgo denunciado y, bajo el paradigma de la justicia ecológica, sugerimos invertir esfuerzos interdisciplinarios dirigidos a remediar la ceguera de las plantas junto a sus catastróficas consecuencias.

2. Desarrollo

2.1. Los árboles sagrados

Al comienzo del Génesis encontramos la narración más conocida en nuestra cultura sobre un árbol sagrado. En realidad, sobre dos de ellos: el de la vida y el del conocimiento. La historia es fascinante, al punto de que aún es tomada por verdadera, mucho después de que la ciencia aportara numerosas evidencias de su improbabilidad (cf. Greenblatt, 2018). Desde luego, su carácter mítico no hace empalidecer su contenido de verdad. Éste no es histórico, sino literario.

El núcleo narrativo que aquí interesa cuenta que, luego de crear a Adán con polvo del suelo, Yahveh plantó un jardín del Edén, donde colocó al hombre (Gn 2,8). El Creador hizo brotar toda clase de árboles deleitosos a la vista y buenos para comer, y en medio del jardín erigió el árbol de la vida y el árbol del conocimiento del bien y del mal (Gn 2,9). El texto afirma que Dios dejó al hombre en el Edén para que “lo labrase y cuidase” (Gn 2,15). Se trata de conceptos diferentes del mandato de “sometimiento” y de “dominación” sobre las criaturas, que sin embargo también encontramos en Gn 1,26 y 1,28. De aquellos, y no de éstos, se sigue la fundamentación de la encíclica Laudato si’ (Francisco, 2015), centrada en el colapso ecológico. Poco más adelante, Dios impuso al hombre la prohibición de comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, “porque el día que comieres de él, morirás sin remedio” (Gn 2,17). Acto seguido, Dios formó a la mujer (Gn 2,22) a partir de una costilla de Adán, ya que, como había expresado antes de formar a los animales, “[n]o es bueno que el hombre esté solo” (Gn 2,18). Hay que subrayar que son los animales la primera compañía que el Creador ofrece al hombre, aunque luego será la mujer en quien éste encuentre una “ayuda adecuada” (Gn 2,20).

Después de este paradisíaco comienzo, las cosas se complican. Es momento de abandonar el tiempo pretérito para narrar en presente lo que nunca ocurrió, pero que no cesa de estar ocurriendo. La serpiente no tiene mucha dificultad en explotar el deseo que produce lo prohibido, y persuade a los humanos de que Dios es en realidad un tirano que pretende evitar que sus creaturas se conviertan en dioses. De este modo, los tienta con el pecado por antonomasia: el de ser (como) dioses. La mujer primero, y luego el hombre, comen del fruto prohibido; sus ojos se abren y se dan cuenta de que están desnudos. El descubrimiento de la desnudez es el comienzo de la vergüenza, conciencia visible de la falta. La caída del hombre, su desprendimiento del todo, la marca de su inadecuación, comienza ahí. Desde una perspectiva evolutiva, Darwin (1998, p. 316) sostuvo que el “[e]l rubor es la más peculiar y más humana de todas las expresiones”. A diferencia del miedo, la risa o el llanto, aquella no puede provocarse mediante ninguna acción sobre el cuerpo, sino que requiere un influjo simbólico. Y bien, el final de la historia es conocido: Yahvé Dios se entera (¿cómo no?) del pecado. Maldice a la serpiente y la sentencia a arrastrar su vientre sobre el polvo, y a la enemistad con la mujer. Condena a la mujer a la fatiga del embarazo, a parir con dolor y a desear al hombre que la domina. Al hombre lo castiga obligándolo a trabajar la tierra para obtener alimento hasta el día de la muerte, por haber escuchado la voz de la mujer y haber comido del árbol prohibido (¿son dos causas o una?). Antes de expulsarlos del jardín del Edén, convertidos en mortales, Yahvé los viste con túnicas de piel, en un último gesto que acaso sea piadoso. Por último, Dios advierte el peligro que significa que, al conocer el bien y el mal, los hombres se hayan hecho como dioses, y pone a resguardo el árbol de la vida, protegido desde entonces por querubines armados.

La apretada síntesis que esta pieza exige nos obliga a pasar por alto numerosos aspectos, para concentrarnos en la prohibición transgredida. Massimo Recalcati (2022) sintetizó recientemente algunas lecciones cruciales que pueden extraerse de esta fábula. Entre muchas otras, la Biblia enseñaría que el pecado humano por definición es la tentativa humana de convertirse en dios. El deseo soberano de ser más que humanos, de desligarse de la dependencia, de abandonar la finitud, es el deseo de emanciparse de la carencia, de la imperfección, de la falta, poseyéndolo todo. La prohibición sobre el árbol del conocimiento, sostiene Recalcati, debería ser interpretada no tanto como el intento del dios tirano de vedar la sabiduría a sus criaturas para garantizar la subyugación (tal la sugestiva hipótesis de Nietzsche, 2008), sino como la enseñanza de que no todo en la Creación (a la que los laicos llamaremos “naturaleza”) está disponible para el hombre. La sabiduría, desde esta perspectiva, implica ponerle límites al conocimiento y a la apropiación. Lo sagrado demanda distancia: requiere de la separación de lo que es utilizable, de aquello de lo que podemos servirnos. La existencia de un freno a la conversión de la naturaleza en recurso es sin dudas una lección actual, permanentemente desoída. Subrayemos además el punto que concita nuestra atención, y sobre el que volveremos más adelante: la caída del hombre a la finitud y al sufrimiento se derivan de la profanación de un árbol, y no de cualquier otro viviente.

Ocupémonos ahora de otra historia, menos conocida pero extraordinariamente actual: el mito de Erisictón. Éste, entre muchas otras cosas, es un testimonio del valor otorgado por los imaginarios griego y romano a los árboles. Erisictón era un príncipe de Tesalia que, según cuenta el poeta romano Ovidio (1983) en el Libro VIII de Metamorfosis, arremetió contra una encina, el árbol sagrado de los bosques de la diosa, a los fines de construir un techo bajo el cual devorar apetitosos banquetes con sus amigos. Cuando un miembro del cortejo de Deméter (o Ceres), diosa madre de la agricultura, intentó detenerlo, fue asesinado por aquel con un certero golpe de hacha. El poeta Calímaco (1980, p. 84), padre de los bibliotecarios, refiere que Deméter (Ceres para los romanos), al ver a Erisictón alienado junto a sus veinte cómplices empuñando un arma ensangrentada, intentó apaciguarlo, transformada en ninfa, y diciéndole: “«Hijo, el que cortas los árboles consagrados a los dioses, detente, hijo, hijo tan querido de tus padres, cesa y haz que tus hombres se alejen»”. Deméter se dirige a Erisictón llamándolo tres veces “hijo” para hacerlo entrar en razón. Este recurso a la reiteración es más que una estrategia retórica. Deméter insiste porque el prepotente se resiste a escuchar. Pero no grita, ni lo llama por su nombre propio. Lo llama “hijo”: poniendo de relieve esa relación, la madre de lo viviente interviene en el corazón de la locura del impío. El extravío de éste reside en el rechazo del natum esse, es decir, en el rechazo de la condición universal e irrenunciable de su existencia (y de la nuestra): la de haber sido engendrados, la de ser hijos (sobre este tema ver: Anders, 2011, p. 40, nota 1). El tirano desearía renegar de su corporalidad y de sus ataduras animales: “por el hecho de su nacimiento, la Naturaleza asesina tiene poder sobre él” (De Beauvoir, 2009, p. 146). Este rechazo tiene una clara connotación patriarcal: como ha subrayado De Beauvoir (2009, p. 146) “[l]a mancilla del nacimiento recae sobre la madre”. Y aquí es nada menos que Deméter la impugnada.

El ímpetu del destructor se erige sobre la renuncia de la filiación, sobre el arrebato de la deuda simbólica en la que tenemos nuestro lugar (Lacan, 2003). Airado, repone: “[c]on esto techaré mi sala, en la que pienso celebrar a diario deliciosos banquetes para mis amigos, con manjares en abundancia” (Calímaco, 1980, p. 85). Talando el árbol (que para Calímaco es un álamo) luego de desoír el clamor de Deméter, Erisictón renuncia al parentesco que hunde sus raíces no sólo en la familia nuclear tal como la entendemos en sentido moderno, sino en la historia de la vida que liga a la comunidad de mortales. Después de todo, el latín “natura” (“nacimiento”), traducción no exenta de polémica del griego physis [φύσις] (cf. Pascal David, en Cassin (dir), 2018, pp. 1042-1044), se define como lo que es engendrado (= nacido) y crece (y por ende, morirá). Deméter lo acoge y lo adopta al llamarlo como lo llama, pero Erisictón desoye el llamado de una pertenencia que condiciona su señorial individualidad. El príncipe arboricida se quiere autohecho, autosuficiente, hijo de sí mismo. No es difícil reconocer que el mito burgués del selfmade man (que rechaza por indigna la dependencia y la responsabilidad, es decir, el estar ob-ligado, ligado a otro) se revela como el eslabón tardío de una vieja tendencia humana convertida en realidad histórica.

Con ayuda de Némesis, Deméter/Ceres lo castiga enviando al Hambre feroz e insaciable a habitar en su interior. Desde entonces, el criminal no tendrá descanso. Incluso dormido, Erisictón sueña que come, y mueve la boca vacía para tragar aire. El mito invoca la intervención externa de la divinidad con afán explicativo, para asegurar el vínculo entre la desmesura y el castigo, pero la maldición no instala algo nuevo, sino que nombra la verdad del deseo preexistente. Urgido por el apetito, el tirano se encierra:

“escondido en el interior del palacio, como un perpetuo comensal, se comía infinitas cantidades de todo; cuanto más comía, más se excitaba su apetito enfermo, y todos los alimentos ingeridos por él fluían inútilmente, sin provecho, como si fuesen a parar al fondo del abismo marino” (Calímaco, 1980, p. 86).

Sus padres, avergonzados, lo encubren, y la madre apenada ofrece toda clase de pretextos para justificar la actitud socialmente refractaria del vástago, anti-socialidad que se figura en el relato como una retirada de la vida pública. La fábula pinta a Erisictón como el adicto inmemorial: en él, la necesidad es colonizada por el imperativo del goce, y el hambre ya no es necesidad de nutrientes, sino metáfora de la compulsión mortal, avidez de objetos que llenen el vacío interior. En este sentido, es significativo que etimológicamente el nombre de Ceres se vincule al crecimiento en general, al crecimiento de las plantas en particular, y a la cosecha (los “cereales” muestran en su denominación su vínculo con la diosa). Ceres garantiza la alimentación, raíz etimológica y práctica del crecimiento (“alto” es quien ha comido bien) y el aprendizaje (“alumno”, es quien se alimenta). Por tanto, el Hambre es una entidad antagónica a las capacidades de Ceres, que desertifica y vuelve infecundo y pertinaz lo que toca. Cegado por su avidez, el adicto ya no escucha ni aprende. No procura disfrutar mientras vive: es incapaz de dejar de gozar, hasta la muerte. Esclavo del apetito, no hesitará en vender a su hija reiteradamente para conseguir qué tragar –la incapacidad de adoptar es el otro extremo de su rechazo de la filiación–, y terminará devorándose a sí mismo. O al decir inmejorable de Ovidio (1983, p. 154): “y nutrió su cuerpo con disminuirlo”.

La adicción designa una dependencia no reconocida que gobierna al afectado y lo conduce a la perdición. No es difícil percibir el nexo de esta definición con el problema ecológico que nos convoca. El sujeto contemporáneo se agita, como un amo a la vez impotente y omnidestructor, sacudido por los efectos planetarios de su desprecio de la interdependencia. El adicto (a una sustancia, a una idea, a un vínculo, al desasimiento) es, etimológicamente, un esclavo, alguien que carece de libertad, contrariamente a lo que suele creer de sí mismo. Por desgracia, su heteronomía no le impide tiranizar. En este sentido, no es casual que la adicción sea el mal de nuestra época, la patología dominante de la subjetividad actual. Anselm Jappe (2019) recuperó este mito como una metáfora de la lógica del capital, del predominio excluyente de la producción del valor mercantil que se independiza del orden de la atención de las necesidades. En el capitalismo, por primera vez en la historia social, el objetivo de la economía es un “crecimiento” (económico) sin prosperidad que se define por el aumento de la tasa de ganancia. Su fin es producir y consumir, no satisfacer necesidades ni preservar las fuentes de la vida. Mucho menos propiciar su proliferación. Después de todo, los balances contables excluyeron siempre y por principio cualquier medición del “capital natural”, que se depreciaba en el mundo a medida que en los papeles se registraba un incremento de la riqueza per cápita (Dasgupta, 2021). En otras palabras: el “crecimiento” de la economía o, sin eufemismos, el aumento de la productividad registrado en los balances contables (que no refleja la estructura real de los costos y las consecuencias), se realizó a expensas de la naturaleza.[2] ¿No es Erisictón el nombre del individuo consumista del capitalismo tardío, del enceguecido destructor que arranca sin remordimiento el corazón de lo viviente y extrae cada uno de los tesoros naturales para complacer su infinita codicia?

Por detrás de la condena de la avidez que el mito vehiculiza, quisiéramos detenernos en otro punto, menos nítido, que nos evoca el Génesis: la metáfora de la vida es aquí también un árbol sagrado. ¿Por qué? ¿Qué significado puede tener esta recurrencia?

2.2. La ceguera de las plantas

¿Qué seres vivos podrían representar mejor que los vegetales a la vida misma sobre la Tierra? Las plantas representan más del 80% del total de la biomasa planetaria (Dasgupta, 2021, p. 79), y además son la condición de posibilidad de las otras formas de vida. Ellas son las mediadoras entre la física y la biología, capaces de transformar la luz del sol en materia orgánica. Son el refugio y el alimento de innumerables especies. Sin embargo, su prevalencia no se condice con el reconocimiento de su indispensable valor. Esto resulta más evidente si pensamos que los humanos representamos el 0,01% de dicho total, medido en miles de millones de toneladas de carbono (Dasgupta, 2021, p. 80).

James Wandersee y Elisabeth Schussler (1999) dieron nombre a la condición de la “ceguera de las plantas” a fines del siglo pasado. Convencidos de que excede los contornos del “zoocentrismo”, la definieron como la incapacidad de notar las plantas en el entorno de cada uno, y de reconocer sus características estéticas y biológicas únicas. Esto incluye la incapacidad para reconocer la importancia de estos organismos para la vida en general y para la vida humana, rasgos que se vinculan a una clasificación antropocéntrica de dichos vivientes como seres inferiores a los animales, y por lo tanto como indignos de consideración. Los investigadores citados hacían notar que si bien la enorme mayoría de la biomasa está compuesta por plantas, y que una de cada ocho estaba en riesgo de extinción global, los estudiantes estadounidenses (especialmente los varones) preferían investigar sobre animales.

Las razones de esta inclinación son materia de debate. En principio, habría causas universales: las plantas suelen concebirse como telón de fondo de la vida animal porque tendemos a obviar lo que constituye un estímulo permanente, así como lo que es masivo y no se diferencia con claridad del fondo. En relación con este punto, acaso la atención creciente que están atrayendo sobre sí las plantas en los últimas décadas se deba a su dramática disminución, más que a la paulatina consciencia sobre su relevancia. Ya hemos apuntado más arriba las cifras de la deforestación en nuestro país (ver nota al pie número 1). En Europa, los bosques templados, que hasta el siglo XVIII ocupaban más de 400 millones de hectáreas, han sido erradicados (Mancuso, 2021a, p. 51), mientras que un cuarto de todos los bosques tropicales ha sido talado desde que se ratificó el Convenio sobre la Biodiversidad (CDB) en 1992 (Dasgupta, 2021, p. 105). Por otro lado, para los humanos las plantas generalmente son elementos no amenazantes de un ecosistema, razón por la cual se asume que pueden ignorarse sin sufrir por ello consecuencias graves. Hoy sabemos que la indiferencia respecto del destino de los vegetales (y de los árboles en particular) puede conducir a nuestra desaparición. Se añade a lo anterior que tenemos mayor proximidad evolutiva con los animales que con los vegetales, y que nos identificamos más fácilmente con lo más semejante. Nuestra propensión temprana a responder primero a las cosas de nuestro entorno que tienen rostro, junto al hecho de que las plantas sean organismos sésiles (radicados, pero no inmóviles) puede contribuir a la desestimación de la relevancia de reino vegetal. Finalmente, que las plantas carezcan de voz (un pecado que nuestra cultura juzga casi como imperdonable, y que no afecta sólo a las plantas: de hecho, se ha propuesto que nuestra ceguera podría incluso abarcar a todos los organismos que no sean vertebrados –Knapp, 2019), que habiten una temporalidad lenta y prolongada, y que encarnen una sensibilidad y una inteligencia profundas y sutiles, incomprendidas por milenios (cf. Mancuso y Viola, 2015), son elementos que cimentan el sendero de su destino sacrificial. Probablemente, la concurrencia de este conjunto de factores, junto a otros tantos, conduce a que por regla se ignore o se malentienda lo que estos “prójimos lejanos” necesitan para mantenerse vivos. No obstante, y como ya dejamos traslucir, estas tendencias de base varían histórica y culturalmente: no determinan la actitud general ante las plantas de modo universal (la historia y la antropología documentan modos de relación muy disímiles), y están abiertas al cambio (Balding y Williams, 2016). Es la modernidad capitalista en particular la que en pocos siglos ha consolidado una perspectiva mecanicista simple de la naturaleza, convertida en recurso o en máquina a nuestro servicio. Bajo esta mirada, los árboles están lejos de participar del ámbito de lo sagrado (es decir, de gozar de nuestros favores), y son poco más que maderamen.

¿Por qué esta ignorancia constituye un problema aún para quienes no están dispuestos a reconocerles valor intrínseco y/o a conferirles derechos? La ceguera de las plantas impide reconocer el aporte sustantivo que realizan a nuestra existencia: mediante la fotosíntesis fijan el carbono atmosférico, liberan oxígeno y contribuyen a la estabilización del clima; producen la mayor parte del alimento existente y parte sustantiva de la energía que usamos; cumplen esenciales funciones descontaminantes (usadas en la fitorremediación) y ofrecen principios activos para el tratamiento de enfermedades y para la producción de fármacos (además, se estima que son tantas las plantas desconocidas que, con las tasas actuales de extinción, ni siquiera sabemos lo que estamos perdiendo); son el lugar en el que habita y se sostiene la mayor parte de la biodiversidad planetaria. Las plantas escuchan sin tener oídos, ven sin tener ojos, digieren sin estómago, perciben y emiten gradientes químicos sin tener papilas, poseen sentido del tacto y calculan la gravedad, la humedad y los campos electromagnéticos, entre otras capacidades. No tienen voz, pero tienen agencia: duermen, se alimentan, se defienden, y algunas incluso cazan; tienen caracteres distintos, aprenden, recuerdan, cambian de estrategia, se asocian y se comunican con miembros de su misma especie y con otros organismos animales y vegetales. Reconocen a sus familiares, colaboran con sus congéneres, protegen a su descendencia y suelen dedicar prolongados cuidados parentales a sus retoños (Mancuso y Viola, 2015). Estos datos están bastante lejos de la definición de Linneo (de 1735), quien en su clasificación de los seres vivos sólo les reconocía crecimiento y vida (Knapp, 2019), pero no sensibilidad –idea que sigue siendo triste y silenciosamente persuasiva–. Habida cuenta de lo que hoy sabemos, ¿puede negárseles legitimidad procesal, como proponía de modo pionero Christopher Stone (2009) en 1972? ¿Puede acaso negárseles justificadamente la dignidad (lo que las libraría de tener sólo precio)? Su vida es evidentemente compleja y, sin embargo, en nuestra cultura, solemos estar privados de categorías que nos permitan comprender y respetar el particular modo de existencia de las plantas: los organismos capaces de realizar fotosíntesis son a menudo concebidos más como piedras que crecen que como vivientes arraigados. De hecho, “vida vegetativa” es para nosotros un nombre de la muerte. En el Génesis (6,20), y por orden de Dios, Moisés carga en su arca aves, ganados y reptiles, pero no plantas. Éstas no son incluidas en el grupo de las criaturas vivas que deben ser salvadas del diluvio, aunque luego al olivo y a la viña se les reconocerá el valor del renacimiento (Mancuso y Viola, 2015; Recalcati, 2022).

Estos prejuicios erróneos tienen una larga historia que condiciona los abordajes científicos y orienta falsamente nuestra acción. Por un lado, utilizando una metáfora bien conocida, los expertos sostienen que aún hoy la biología se encuentra en un periodo pre copernicano (o aristotélico-ptolemaico. Cf. Wandersee y Schussler, 1999; Mancuso y Viola, 2015): en ella, el centro de la noción de la vida está puesto en los animales. Sin embargo, son las plantas las que deberían ocupar ese lugar. Las plantas han generado el “soplo” (la atmósfera) que, como un dios silente, en términos evolutivos nos ha insuflado la vida (Coccia, 2017). Como saben varios mitos, ellas podrían prosperar prescindiendo de nosotros; en cambio, si las plantas desaparecieran, no tardaríamos en extinguirnos. Con todo, y a pesar de que las plantas constituyen la mayoría de las especies en peligro de extinción, los programas de conservación que las tienen como objeto suelen recibir proporcionalmente mucho menos financiamiento que el destinado a animales (especialmente, mamíferos y pájaros) (Balding y Williams, 2016). Recientemente, se ha demostrado que mientras que en las universidades de todo el mundo prolifera la enseñanza de la zoología, existe un declive constante de la botánica (Margulies et al., 2019, p. 175). Por ende, y aunque hay honrosas excepciones, es plausible que también la Filosofía y el Derecho participen de esta ceguera respecto de las plantas, una condición que contribuye a mantenerlas, de modo dominante, privadas de derechos, y arrojadas al estatuto de exterioridad, de recurso o de mercancía. Las perspectivas filosóficas que en el siglo XX y en el XXI se refirieron a los animales no humanos, e incluso aquellas que han cuestionado el antropocentrismo han tenido una clara impronta zoocéntrica, y han pasado por alto a las plantas (Nealon). Pese a los significativos avances recientes provenientes de la biología, las plantas no han logrado conquistas equivalentes a las de los animales en el ámbito del Derecho. Mientras que el derecho y la ética animal son un fenómeno mundial creciente, que ya cuenta con cátedras, publicaciones y revistas especializadas, formaciones de posgrado e incluso comisiones en Colegios de abogados, las plantas están incluidas de modo indiferenciado como parte del telón de fondo de la noción de “ambiente”.[3] Desde el último tercio del siglo XX, al menos, el derecho se ha interrogado sobre la posibilidad de reconocer legitimidad procesal a los árboles (Stone, 2009). En 2008, Ecuador ha consagrado derechos constitucionales a la naturaleza, y entre 2010 y 2012 la legislación boliviana reconoció derechos a la Madre Tierra. Sin embargo, los sustantivos avances logrados en América Latina no quitan que el derecho de las plantas constituya aún un ámbito descuidado.

En la madera de los árboles amazónicos, que continúan cayendo, se almacena una cantidad estimada de carbono equivalente a las emisiones humanas de una década, por lo que su destrucción acarrearía aún más consecuencias planetarias catastróficas (Lovejoy and Hannah, 2019, cit. en Dasgupta, 2021, p. 135). Sin embargo, da la impresión de que la evidencia científica sobre el valor de los bosques primarios tropicales no alcanza para despejar la indiferencia o el sarcástico escepticismo ante la afirmación de que “[l]a deforestación debería considerarse un crimen contra la humanidad y ser castigado en consecuencia” (Mancuso, 2021, p. 81). Las consecuencias políticas de esta zona de ignorancia sostenida interdisciplinariamente (que está comenzando a ser pensada) son notorias. En las políticas e investigaciones que buscan impedir el comercio ilegal de vida silvestre, por ejemplo, existe un sesgo por el cual los esfuerzos se concentran en algunos animales superiores y se presta poca atención a las plantas, a excepción del tráfico de madera (Margulies et al., 2019).

La ceguera vegetal es el correlato cognitivo de lo que, en el plano de la ética, es la complicidad o de la tolerancia ante la erradicación de las plantas (uno de los fundamentos de la vida en la Tierra). ¿Qué motiva esa actitud? “La dependencia absoluta y primordial que caracteriza nuestra relación con las plantas nos recuerda lo que les ocurre a los niños con sus padres”, sintetizan Mancuso y Viola (2015), y entonces no podemos dejar de recordar al mentado Erisictón. Los investigadores italianos afirman que odiamos aquello de lo que dependemos, porque nos quita libertad, y hacemos lo posible para olvidarlo. Pero esto nos obliga a precisar una confusión letal, para luego formular una pregunta: la autonomía, concepto indispensable en el orden político y moral (opuesta a la servidumbre o a la heteronomía), no equivale a la autosuficiencia, noción que refiere a nuestra existencia en general. De modo que el odio por la dependencia irrenunciable no es autoevidente. Si depender nos resulta humillante, ¿no es porque nos cuesta concebir una relación de dependencia no contaminada por el abuso y la subyugación? Esto da mucho que pensar, especialmente en relación con quienes dependen de nosotros. No por nada, como apunta Irene Vallejo (2021), en nuestra cultura carecemos de una épica del cuidado.

Además de las medidas inmediatas para detener la aniquilación de los árboles, la educación para curarnos de la ceguera de las plantas es urgente y necesariamente interdisciplinaria. La alfabetización biológica es indispensable, puesto que nadie ama, cuida y respeta lo que no conoce, o sólo puede hacerlo con severos límites (y a riesgo de dañar con “buenas intenciones”). Me gustaría soñar por escrito y públicamente en este sentido con un gran acuerdo transversal que nos comprometiera en la sanción e implementación de una “Educación Natural Integral” (análoga a de la “Educación Sexual Integral”) que sembrara, con información científica y experiencias guiadas de prácticas de cuidado, la esperanza concreta de una relación de amistad y equilibrio con la naturaleza desde estadios tempranos de la formación humana. En ella, la botánica y la horticultura podrían tener un espacio privilegiado. Familiarizados e involucrados desde pequeños con los procesos de reproducción, crecimiento y cura de las plantas y animales, los niños y adolescentes desarrollarán un interés solidario con otras formas de vida del que la desconexión con dichas prácticas los priva. Inmersos en una cultura que estreche las afinidades con las plantas, que promueva experiencias, lenguajes y prácticas vinculados al mundo vegetal, podrán diferenciar especies, reconocerlas y valorarlas (Balding y Williams, 2016). Y es ese interés apoyado en una clara consciencia la interdependencia el que podrá derivar en motivación y en capacidad para preservar y custodiar la biodiversidad. Especialistas en plantas han reconocido que las experiencias educativas tempranas que los expuso al contacto con dichos organismos, así como la interacción con profesores que supieron transmitir su pasión, resultaron cruciales para superar la ceguera de las plantas (Jose, Wu y Kamoun, 2019).

No se trata de una propuesta dirigida a la transformación de actitudes morales o psicológicas, sino de un disparador para propiciar la conversión de las certezas que inspiran el credo productivista del crecimiento incondicional e interminable que está poniendo en serios riesgos la vida humana en el planeta, junto a muchas otras formas de vida en riesgo de extinción. En su reciente Manifiesto ecológico-político, un panfleto informado científica y filosóficamente con el que pretenden contribuir a la crítica del sistema económico actual que basa su éxito en la aniquilación de la naturaleza, Bruno Latour y Nikolaj Schultz (2023, pp. 73-81) postulan que una parte clave de esta lucha contra el ecocidio es el trabajo ideológico que sensibilice a la sociedad civil y a sus instituciones. Los filósofos, los científicos, y las instituciones educativas (entre las que aquí debemos destacar aquellas en las que se forman los representantes de la ley y los hacedores de leyes) pueden favorecer una conversión de la manera de ver el mundo, y en particular de planificar racionalmente la dimensión económica, a partir de una mirada que considere el conflicto ecológico-político el eje pivotante del orden y el bienestar social. A juicio de estos pensadores, el trabajo de la crítica de la ideología economicista implicará destronar el imperativo del incremento de la productividad, que se ha revelado como insostenible. Además, agregamos, llevará a convertir un entero sistema de creencias equivocadas sobre la autosuficiencia y la primacía humana en general, y, en lo que aquí más nos interesa, deberá refutar persuasivamente la convicción de que la existencia de las plantas (en cantidad y variedad suficiente) es irrelevante en términos de bienestar general (humano y no humano) y también en términos económicos de mediano y largo plazo. Como intentamos mostrar en la primera parte, en el campo de las ciencias sociales y humanas hay ricas tradiciones que retomar para echar luz sobre las disposiciones de fondo capaces de contribuir al paradigma de una justicia ecológica. Tradiciones e investigaciones recientes que, liberándose de los estigmas irracionalistas, y sin abandonar el impulso autorreflexivo que funda y lega la modernidad, se atreven a escuchar el llamado del árbol que, en medio del ruido, la impaciencia y la codiciosa inquietud, calla.

3. Conclusiones

Hemos puesto de relieve una cuestión que se encuentra ideológicamente relativizada: nuestra dificultad para percibir la importancia de la vida vegetal, que, además de contar con un valor intrínseco, es metonimia y condición de posibilidad de la vida en el planeta Tierra.

Recurrimos a dos mitos para mostrar, desde un punto de vista literario, la jerarquía de valores de dos culturas en las cuales la imagen de un árbol es capaz de condensar la representación de la totalidad de la vida (y no sólo de la vida vegetal). Los mitos analizados ofrecieron además la ocasión para reflexionar sobre algunos de los presupuestos que continúan motivando la actitud humana que desprecia la vida vegetal, fundamentalmente a causa de la ignorancia, y para motivar la autocrítica de las tendencias a la conversión de lo existente en objeto de consumo. Como presupuestos de esta actitud cosmofágica, identificamos a la luz de los mitos del Génesis y de Erisictón la ilusión humana de una libertad irrestricta, que conduce a la incapacidad de postergarse uno mismo para dedicarse a otro (adoptar, cuidar), al desprecio de la interdependencia y al rechazo del sabernos parte de la naturaleza, es decir, deudores y mortales. Estos rasgos representados en los mitos evocan una actualidad siempre renovada capaz de volverse fecunda en términos autorreflexivos.

A partir del factor común de los árboles sagrados presentes en los mitos analizados, sintetizamos la argumentación científica que permite reconocer el fenómeno de la “ceguera vegetal”. El objetivo fue enfatizar los aspectos históricos, es decir, modificables, de dicha condición, a los fines de imaginar un camino para reducir su perniciosa eficacia. Sugerimos combatir la ceguera de las plantas a través de un abordaje multidimensional, e hicimos hincapié en la importancia de una educación temprana que permita ampliar la perspectiva de lo significativo a la naturaleza no exclusivamente humana. En este sentido, propusimos la puesta en marcha de un plan que podría denominarse “Educación Natural Integral” (ENI). Lo imaginamos como un pilar fundamental en la lucha por una justicia ecológica capaz de detener el ecocidio, remediar el daño que pueda remediarse, y construir normas culturales respetuosas de la biodiversidad y promotoras del cultivo de una relación menos hostil con la naturaleza de la que formamos parte.

La necesidad de la ENI puede justificarse, a la luz de lo aprendido sobre la ceguera de las plantas, expresando que la mayoría de la población humana se ha convertido en urbanita, alejándose por ende del contacto permanente con los procesos y los ciclos naturales de los que depende la producción de los recursos que hacen posible su propia vida. El analfabetismo biológico que esta circunstancia (entre muchas otras) favorece se advierte entre quienes se dedican a las ciencias sociales y humanas. Así como en 1959 C. P. Snow (1959) había denunciado la consolidación de dos culturas separadas e incomunicadas, la literaria y la “científica” (con este último nombre pensaba especialmente en la matemática y la física), que formaban sujetos especializados en un campo pero absolutamente ignorantes del otro, debemos reconocer que algo similar a aquella brecha ocurre entre los profesionales de las ciencias sociales y aquellos que se desempeñan en las ciencias naturales. Hoy, un profesional de las ciencias sociales puede graduarse con honores sin entender lo esencial del mecanismo de la selección natural, o sin poder diferenciar una bacteria de un virus, mientras que un biólogo puede ignorar los más elementales rudimentos de la teoría social o de la epistemología (que le permitirían pensar el sentido social de su disciplina). La ENI, paralela a la formación cívica, constituiría un aporte para disminuir ese abismo entre “culturas”.

Además, la ENI podría fundamentarse como parte transformadora de una educación para la democracia, que Martha Nussbaum (2010) enseñó a diferenciar del modelo de la educación para la renta. Mientras que éste se asocia el desarrollo al crecimiento económico y al aumento del ingreso per cápita, aquella tiene por objetivo al desarrollo humano. En su libro sobre la importancia política de las humanidades, la filósofa estadounidense propone entender los recortes presupuestarios que afectan a las disciplinas humanísticas como agresiones a las cualidades esenciales para la convivencia democrática, ya que atentan contra el cultivo de aptitudes fundamentales para la convivencia pacífica: la resolución de los conflictos mediante la argumentación, la capacidad de reflexionar, de disentir y cuestionar, y la capacidad de solidarizarnos con otros desconocidos. En este sentido, la alfabetización biológica podría ampliar los horizontes antropocéntricos de ese “desarrollo humano” para incluir una preocupación por la salud de los diferentes organismos del complejo Gaia (del sistema-Tierra), sólo en relación con los cuales la vida humana es posible (y, tal vez, deseable) (trabajé brevemente esta cuestión en Drivet, 2022). No está de más agregar que esta educación natural no iría en desmedro del desarrollo económico, sino que lo orientaría en una dirección posible y multidimensional, no exclusivamente centrada en la hipertrofia incondicional del dinero como capital que, como sabemos, conduce al ecocidio. El mercado por sí mismo no invertirá en proyectos conservacionistas en la medida en que obstaculizan empresas productivas mucho más rentables en un corto plazo. Nos enfrentamos a una situación paradójica: la ENI, que se propone como un remedio para atenuar la alienación del sujeto moderno respecto de la naturaleza de la que forma parte, deberá vencer al menos parcialmente el obstáculo de dicha alienación para legitimarse e implementarse. En las condiciones actuales, lo que permanece por fuera de la ciencia entendida de modo estrecho como motor del “crecimiento”, y del derecho concebido como custodio del orden económico establecido, son las prácticas y las existencias no subordinadas ni subordinables de modo directo al imperativo de la renta inmediata. Tenemos por delante la tarea de romper el círculo vicioso que consolida y prolonga el alcance de la ceguera vegetal y de la desmentida del ecocidio. En este camino, es crucial la divulgación de criterios educativos, la implementación de políticas y la puesta en vigencia de marcos legales capaces de representar el interés público presente y futuro en relación con el horizonte de la justicia ecológica.

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Notas

[1] Según el Informe del estado del ambiente 2021, publicado por el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible (2022, pp. 132-133), en nuestro país hemos perdido 7 millones de hectáreas de bosques nativos entre 1998 y 2021. La superficie cubierta ha descendido ininterrumpidamente cada año, sin excepción, alcanzando el punto más alto de la tasa anual de pérdida de bosque en 2007, que representó casi un 1% de la superficie total.
[2] Cornelius Castoriadis (2001, pp. 65-92) había postulado hace años que la destrucción de la biosfera es inherente al modo de producción del capitalismo, y no al desarrollo de la técnica en sí misma. De aquí que sostuviera que este sistema productivo tiene límites naturales claros (que siguen siendo objeto de la desmentida).
[3] Quiero agradecer a Valeria Berros (UNL-CONICET) y a Marianela Galanzino (UNL-CONICET) por la información comunicada generosamente ante mis consultas sobre este aspecto del problema.

Notas de autor

* Profesor titular ordinario (UNER) de Corrientes del Pensamiento Contemporáneo y de Psicoanálisis y Educación en la Facultad de Ciencias de la Educación (FCEdu), Universidad Nacional de Entre Ríos (UNER) e Investigador Adjunto del CONICET.
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